Este apóstol
de las Indias (1506-1552), varón de Dios maravilloso, fue uno de las primeras
conquistas de Ignacio. Sigamos dando la palabra a Rivadeneira:
“Nació en el reino de Navarra de noble
familia, fue criado con mucho cuidado de sus padres y, pasados los años de la
niñez, fue enviado a estudiar a París, donde aprovechó tanto en los estudios,
que vino a leer públicamente la filosofía de Aristóteles; y tratando con
nuestro Padre Ignacio, que estudiaba la misma facultad, aprendió de él otra más
alta y divina filosofía, y determinó de juntarse y hermanarse con él y vivir en
su compañía una misma manera de vida. Vino después con los otros padres sus
compañeros a Italia, y habiendo pasado muchos trabajos peregrinando,
mendigando, sirviendo en hospitales, predicando y ayudando en otras muchas
maneras a los prójimos, fue del bienaventurado Padre Ignacio enviado de Roma a
Portugal, para de allí pasar a la India, el año de 1540”, y se hizo a la vela
en abril de 1541.
En la travesía sirve a los enfermos,
instruye y edifica a todos; llega a Goa en mayo de 1542, se va a vivir al
hospital de los pobres y cura sus cuerpos y sus almas; visita a los presos,
adoctrina a los niños, consuela a los leprosos. Sale a otros puntos de la
India, convierte reyes y muchedumbres, va a las islas Malucas, “no por codicia
de las especiarías que otros van a buscar, sino por las perlas y joyas de
tantas almas que veía perecer”. Sigue en su actividad exorbitante, pasa a las
islas Filipinas, intérnase luego en el Japón, métese entre tribus feroces,
sufre tres naufragios, pone mil veces a peligro su vida, pasa una noche
escondido en el hueco de un árbol para librarse de los salvajes que le quieren
matar, redime para Cristo miles y miles de idólatras, y apretado de hambres,
fatigas, persecuciones, desnudeces, soledades y vigilias, son tal colmadas sus
consolaciones interiores y tan vehementes sus gozos de amor en la oración, que
no pudiendo resistirlos la carne, tiene que clamar: “!Basta, Señor, basta!”
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