ESTAMOS en
París, a la mitad del siglo diecinueve. Y nos hallamos frente a la solemne
catedral de Notre-Dame, vieja de seis centurias, con nobles huellas del
martirio por la salvaje profanación de la revolución francesa.
Desde en la mañana han llegado algunos para
asegurar su sitio. Ahora entra Cousin. Allá va Chateubriand. He aquí a
Lamartine. Pasan Berryer, Tocqueville… toda la intelectualidad más alta y
electa. Y sigue el desfile. Una muchedumbre incontable va invadiendo las naves…
Y la enorme basílica ya es pequeña…
En tanto, un fraile dominico está absorto en
oración. Llega la hora y van a llamarle para que ascienda al púlpito. Pero
tiene el rostro conturbado de lágrimas.
-¿Padre?...
Y con la veracidad ingenua de la humildad:
-Tengo miedo del triunfo.
Se levanta. Sube a la cátedra… Pero oigamos
a Caro, que lo vio.
“El predicador se presentaba, y la novedad
del vestido, el ropaje blanco que tanto cuadraba a la figura ascética del
fraile; la belleza escultural del rostro demacrado y descolorido por el ayuno y
el trabajo; el relámpago de la mirada, la vibración metálica de la voz,
preparaban el triunfo de la elocuencia, seduciendo la imaginación y el sentido.
En pleno siglo XIX, nos hallábamos frente a un monje, un verdadero monje,
quien, por otra parte, si pertenecía a la Edad Media por el ropaje, era de
nuestro siglo y de nuestro por la educación, las ideas, el alma, la lengua,
lengua nueva, pintoresca, libre, atrevida, aventurera, sin mengua de su propio
candor. Bajo las viejas bóvedas de Nuestra Señora el arte romántico empezaba a
brillar en la predicación”.
Y aquella elocuencia ordenada y arrebatada,
maciza y ágil, conciliadora y avasalladora, cogía y hacía suyo al auditorio,
que unánime se erguía o apaciguaba en exaltación o en hechizo, y estallaba a
las veces en ovación incontenible.
Aquí el celo angustiado del apóstol:
“No aplaudamos, señores, la palabra de Dios:
creámosla, amémosla, practiquémosla: esta es la única aclamación que sube hasta
el cielo y que es digna de él”.
Y cuéntase que, al bajar, después del
triunfo previsto con lágrimas, echábase en el suelo y ordenaba a un hermano
dominico que con el pie oprimiera largamente su boca.
***
Juan Bautista Enrique Lacordaire nació el 13
de mayo de 1802, año precisamente en que Napoleón reabría al culto la basílica
de Notre-Dame, preparando al recién nacido el asiento futuro de su gloria.
Ya a los ocho años revelaba su vocación,
poniéndose en la ventana a leer a los transeúntes los sermones de Bourdaloue,
imitando actitudes y ademanes de los predicadores que conocía. Estudió leyes,
fue abogado, descolló en el foro con eminencia precoz. La atmósfera de su época
le había hecho incrédulo, pero a los veintidós años su inteligencia poderosa
vio la verdad, y su limpio corazón lo abrazó ardorosamente. Tanto que quiso ser
su apóstol y dejó el mundo por el sacerdocio.
Colaborador del insigne Lamennais, por los
años de 1830 a 32, en el diario L’ Avenir
–cuyos ilustres redactores, llevados de pasión generosa por la libertad,
extraviaron un poco la senda y recibieron desaprobación del Papa- , reconoció
su error y sometióse noblemente. También Montalembert, Gerbet, todos. Sólo
Lamennais, desdichadamente, se perdió para la fe por el orgullo.
El
alma lacerada de Lacordaire abordó entonces, “como un despojo náufrago despedazado
por las olas, a las riberas del alma de madame Swetchine”, admirable mujer,
dulce y aristócrata, artista y santa, con quien llevó Lacordaire una amistad
hermosa, refugio que le libró a la par del desfallecimiento y de la exaltación
en esa hora de prueba, y fue en toda su vida como un oasis maternal para su
corazón ardiente.
Estuvo en Roma. En 1840 tomó el hábito
dominicano y el nombre de Enrique Domingo, y fue gran labor de su vida
restaurar espléndidamente en Francia aquella egregia orden, que cuenta entre
sus doctores al Santo Tomás de Aquino y a Alberto el Grande, entre sus
apóstoles a fray Bartolomé de las Casas, entre sus artistas a fray Angélico.
Para ello perseveró Lacordaire en un valiente duelo con leyes y gobiernos
sectarios.
En varias épocas predicó en Notre-Dame:
primero en 1835 y 36; luego en 1840 y 41; por fin, desde el 43 hasta el 51.
Tras la revolución del 48, la admiración y el amor del pueblo lleváronle a la
Asamblea Constituyente; pero pronto dimitió, viendo allí turbulencias y
pasiones en que quizá hubiera podido alterarse la austera blancura de su
hábito. A raíz también de la revuelta de febrero –el encantador Ozanam, sabio y
artista-, fundó L’ Ere Nowelle,
diario de altísima independencia. Pero encauzada y afianzada la obra,
satisfecho el rigor del deber, la inclinación le apartó de aquellas pugnas.
Erigió múltiples conventos de padres
predicadores; fue provincial; y coronó de oculta gloria su vida, fundando la
Tercera Orden de Santo Domingo, para la enseñanza. Varios colegios dirigió, con
predilección su carísimo de Soréze, cuyo dulce retiro no dejaba sino con
brevedad y con dolor. De allí salió momentáneamente en 1860, llamado por la
Academia Francesa para substituir a Tocqueville y fue Guizot quien le dio la
bienvenida. Un año después, a los 59 años de edad (21 de noviembre de 1861),
moría santamente. Al concluir su libro, poco antes, sobre la enamorada de
Jesús, gritaba su alma: “!Pudiera yo escribir aquí mi última línea, y como
María Magdalena la antevíspera de la Pasión, romper a los pies de Jesucristo el
fiel y frágil vaso de mis pensamientos!”. Oyó Jesús la súplica, y el vaso se
rompió en una inundación de perfumes…
***
Los viejos muros de Nuestra Señora saben y
dicen mucho de Lacordaire. Reintegrábanse a Dios cuando él nacía. El los sentía
suyos, y los despedía conmovido al cerrar sus conferencias: “Cuando mi alma se
abrió a la luz de Dios, aquí fue donde bajó el perdón sobre mis faltas, y yo
entreveo el altar en que, sobre mis labios fortificados por la edad y
purificados por el arrepentimiento, recibí la segunda vez al Dios que me había
visitado en la primera aurora de mi adolescencia. Aquí fue donde, tendido en el
pavimento del templo, me elevé por grados a la unción del sacerdocio”, y aquí
os he hablado “en esta cátedra que por espacio de diecisiete años habéis
circundado de silencio y de honor. Aquí, de vuelta de mi destierro voluntario,
he traído el hábito religioso que medio siglo de proscripción había arrojado de
París”. Aquí, al día siguiente de una revolución, cuando nuestras plazas
estaban aún cubiertas con los restos del trono y las imágenes de la guerra,
vosotros vinisteis a escuchar de mi boca la palabra que sobrevive a todas las
ruinas”...
Dios quiso poner en aquella palabra
deslumbrante, vivificada por la virtud, el don celeste de la conversión.
Se iba quizá a sus conferencias por mera
atracción intelectual; pero aquella elocuencia, tan moderna y osada, que el gran
monje decía con el poeta alemán: “Soy ciudadano de los tiempos futuros”, no era
mundana, sin embargo; no se mostraba a sí misma; obligaba a ir más allá. Y
mientras ella trabajaba con voces, las penitencias íntimas trabajaban sin
ruido, y la doble labor conquistaba las almas.
Encarnación de la lealtad y del honor;
severísimo y dulcísimo; de razón inflexible gobernando las efusiones del
corazón; “como el diamante, fuerte; más que una madre, tierno”; pulcro,
metódico, exquisito, este fraile armonioso padeció, sin embargo, la locura de
la cruz. Celosamente lo ocultaba, y no podían sospecharlo quienes le veían,
luminoso, en el señorío de la cátedra. No sin temblor, el dominico Chocarne,
que convivió con Lacordaire, rasga el velo sagrado. ¿Alarmaremos nuestra cómoda
sensatez? Diariamente, para subir el altar, se encorvaba a besar con reverencia
los pies de un inferior. Su fino cuerpo recibía perennes disciplinas. Y para
juntar, como Jesús, la afrenta al dolor, constreñía sigilosamente a sus
hermanos, por obediencia y caridad, para que le ataran y azotaran, les
escupieran el rostro, le abofetearan insultándole. Ingeniábase en hallar nuevas
y exquisitas maneras de tortura. Todavía en su lecho de muerte, sin fuerzas
para hacerlo por su mano, pedía que le disciplinaran. Un viernes santo se hizo
atar a una cruz por él mismo construida, y meditó en agonía las tres horas de
agonía de su Maestro. Porque, en su sabiduría sustancial, clamaba en espíritu,
arrebatado con san Pablo: “Sólo sé una cosa, que es Cristo: y ese,
crucificado”.
Escribió Lacordaire una notable Vida de Santo Domingo, la de santa María
Magdalena, preciosos opúsculos y cartas, unas deliciosas Memorias en que nos
habla de su conversión. Predicó mucho. Luego reconstruyó sus conferencias de
Notre-Dame, y en sus páginas maravillosas entrevemos el esplendor de aquellos
triunfos. “Hoy publico las palabras pronunciadas entonces. Llegarán al lector
frías y descoloridas; pero cuando en las tardes de otoño caen y yacen por
tierra las hojas secas, más de una mirada y de una mano las buscan todavía: y
aun cuando todos las desdeñen, puede el viento arrastrarlas y preparar con
ellas una cama a algún pobre de quien se acuerde la Providencia”…
De este monje admirable puede decirse lo que
él dijo de santo Tomás de Aquino: “Su corazón fue un éxtasis, su inteligencia
una revelación”.
Agosto de
1920.
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