lunes, 14 de octubre de 2013

JUAN BAUTISTA ENRIQUE LACORDAIRE (FISONOMÍAS) / Alfonso JUNCO

ESTAMOS en París, a la mitad del siglo diecinueve. Y nos hallamos frente a la solemne catedral de Notre-Dame, vieja de seis centurias, con nobles huellas del martirio por la salvaje profanación de la revolución francesa.
   Desde en la mañana han llegado algunos para asegurar su sitio. Ahora entra Cousin. Allá va Chateubriand. He aquí a Lamartine. Pasan Berryer, Tocqueville… toda la intelectualidad más alta y electa. Y sigue el desfile. Una muchedumbre incontable va invadiendo las naves… Y la enorme basílica ya es pequeña…
   En tanto, un fraile dominico está absorto en oración. Llega la hora y van a llamarle para que ascienda al púlpito. Pero tiene el rostro conturbado de lágrimas.
   -¿Padre?...
   Y con la veracidad ingenua de la humildad:
   -Tengo miedo del triunfo.
   Se levanta. Sube a la cátedra… Pero oigamos a Caro, que lo vio.
   “El predicador se presentaba, y la novedad del vestido, el ropaje blanco que tanto cuadraba a la figura ascética del fraile; la belleza escultural del rostro demacrado y descolorido por el ayuno y el trabajo; el relámpago de la mirada, la vibración metálica de la voz, preparaban el triunfo de la elocuencia, seduciendo la imaginación y el sentido. En pleno siglo XIX, nos hallábamos frente a un monje, un verdadero monje, quien, por otra parte, si pertenecía a la Edad Media por el ropaje, era de nuestro siglo y de nuestro por la educación, las ideas, el alma, la lengua, lengua nueva, pintoresca, libre, atrevida, aventurera, sin mengua de su propio candor. Bajo las viejas bóvedas de Nuestra Señora el arte romántico empezaba a brillar en la predicación”.
  Y aquella elocuencia ordenada y arrebatada, maciza y ágil, conciliadora y avasalladora, cogía y hacía suyo al auditorio, que unánime se erguía o apaciguaba en exaltación o en hechizo, y estallaba a las veces en ovación incontenible.
   Aquí el celo angustiado del apóstol:
   “No aplaudamos, señores, la palabra de Dios: creámosla, amémosla, practiquémosla: esta es la única aclamación que sube hasta el cielo y que es digna de él”.
   Y cuéntase que, al bajar, después del triunfo previsto con lágrimas, echábase en el suelo y ordenaba a un hermano dominico que con el pie oprimiera largamente su boca.
                                               ***
   Juan Bautista Enrique Lacordaire nació el 13 de mayo de 1802, año precisamente en que Napoleón reabría al culto la basílica de Notre-Dame, preparando al recién nacido el asiento futuro de su gloria.
   Ya a los ocho años revelaba su vocación, poniéndose en la ventana a leer a los transeúntes los sermones de Bourdaloue, imitando actitudes y ademanes de los predicadores que conocía. Estudió leyes, fue abogado, descolló en el foro con eminencia precoz. La atmósfera de su época le había hecho incrédulo, pero a los veintidós años su inteligencia poderosa vio la verdad, y su limpio corazón lo abrazó ardorosamente. Tanto que quiso ser su apóstol y dejó el mundo por el sacerdocio.
   Colaborador del insigne Lamennais, por los años de 1830 a 32, en el diario L’ Avenir –cuyos ilustres redactores, llevados de pasión generosa por la libertad, extraviaron un poco la senda y recibieron desaprobación del Papa- , reconoció su error y sometióse noblemente. También Montalembert, Gerbet, todos. Sólo Lamennais, desdichadamente, se perdió para la fe por el orgullo.
   El alma lacerada de Lacordaire abordó entonces, “como un despojo náufrago despedazado por las olas, a las riberas del alma de madame Swetchine”, admirable mujer, dulce y aristócrata, artista y santa, con quien llevó Lacordaire una amistad hermosa, refugio que le libró a la par del desfallecimiento y de la exaltación en esa hora de prueba, y fue en toda su vida como un oasis maternal para su corazón ardiente.
   Estuvo en Roma. En 1840 tomó el hábito dominicano y el nombre de Enrique Domingo, y fue gran labor de su vida restaurar espléndidamente en Francia aquella egregia orden, que cuenta entre sus doctores al Santo Tomás de Aquino y a Alberto el Grande, entre sus apóstoles a fray Bartolomé de las Casas, entre sus artistas a fray Angélico. Para ello perseveró Lacordaire en un valiente duelo con leyes y gobiernos sectarios.
   En varias épocas predicó en Notre-Dame: primero en 1835 y 36; luego en 1840 y 41; por fin, desde el 43 hasta el 51. Tras la revolución del 48, la admiración y el amor del pueblo lleváronle a la Asamblea Constituyente; pero pronto dimitió, viendo allí turbulencias y pasiones en que quizá hubiera podido alterarse la austera blancura de su hábito. A raíz también de la revuelta de febrero –el encantador Ozanam, sabio y artista-, fundó L’ Ere Nowelle, diario de altísima independencia. Pero encauzada y afianzada la obra, satisfecho el rigor del deber, la inclinación le apartó de aquellas pugnas.
   Erigió múltiples conventos de padres predicadores; fue provincial; y coronó de oculta gloria su vida, fundando la Tercera Orden de Santo Domingo, para la enseñanza. Varios colegios dirigió, con predilección su carísimo de Soréze, cuyo dulce retiro no dejaba sino con brevedad y con dolor. De allí salió momentáneamente en 1860, llamado por la Academia Francesa para substituir a Tocqueville y fue Guizot quien le dio la bienvenida. Un año después, a los 59 años de edad (21 de noviembre de 1861), moría santamente. Al concluir su libro, poco antes, sobre la enamorada de Jesús, gritaba su alma: “!Pudiera yo escribir aquí mi última línea, y como María Magdalena la antevíspera de la Pasión, romper a los pies de Jesucristo el fiel y frágil vaso de mis pensamientos!”. Oyó Jesús la súplica, y el vaso se rompió en una inundación de perfumes…
                                               ***
   Los viejos muros de Nuestra Señora saben y dicen mucho de Lacordaire. Reintegrábanse a Dios cuando él nacía. El los sentía suyos, y los despedía conmovido al cerrar sus conferencias: “Cuando mi alma se abrió a la luz de Dios, aquí fue donde bajó el perdón sobre mis faltas, y yo entreveo el altar en que, sobre mis labios fortificados por la edad y purificados por el arrepentimiento, recibí la segunda vez al Dios que me había visitado en la primera aurora de mi adolescencia. Aquí fue donde, tendido en el pavimento del templo, me elevé por grados a la unción del sacerdocio”, y aquí os he hablado “en esta cátedra que por espacio de diecisiete años habéis circundado de silencio y de honor. Aquí, de vuelta de mi destierro voluntario, he traído el hábito religioso que medio siglo de proscripción había arrojado de París”. Aquí, al día siguiente de una revolución, cuando nuestras plazas estaban aún cubiertas con los restos del trono y las imágenes de la guerra, vosotros vinisteis a escuchar de mi boca la palabra que sobrevive a todas las ruinas”...
   Dios quiso poner en aquella palabra deslumbrante, vivificada por la virtud, el don celeste de la conversión.
   Se iba quizá a sus conferencias por mera atracción intelectual; pero aquella elocuencia, tan moderna y osada, que el gran monje decía con el poeta alemán: “Soy ciudadano de los tiempos futuros”, no era mundana, sin embargo; no se mostraba a sí misma; obligaba a ir más allá. Y mientras ella trabajaba con voces, las penitencias íntimas trabajaban sin ruido, y la doble labor conquistaba las almas.
   Encarnación de la lealtad y del honor; severísimo y dulcísimo; de razón inflexible gobernando las efusiones del corazón; “como el diamante, fuerte; más que una madre, tierno”; pulcro, metódico, exquisito, este fraile armonioso padeció, sin embargo, la locura de la cruz. Celosamente lo ocultaba, y no podían sospecharlo quienes le veían, luminoso, en el señorío de la cátedra. No sin temblor, el dominico Chocarne, que convivió con Lacordaire, rasga el velo sagrado. ¿Alarmaremos nuestra cómoda sensatez? Diariamente, para subir el altar, se encorvaba a besar con reverencia los pies de un inferior. Su fino cuerpo recibía perennes disciplinas. Y para juntar, como Jesús, la afrenta al dolor, constreñía sigilosamente a sus hermanos, por obediencia y caridad, para que le ataran y azotaran, les escupieran el rostro, le abofetearan insultándole. Ingeniábase en hallar nuevas y exquisitas maneras de tortura. Todavía en su lecho de muerte, sin fuerzas para hacerlo por su mano, pedía que le disciplinaran. Un viernes santo se hizo atar a una cruz por él mismo construida, y meditó en agonía las tres horas de agonía de su Maestro. Porque, en su sabiduría sustancial, clamaba en espíritu, arrebatado con san Pablo: “Sólo sé una cosa, que es Cristo: y ese, crucificado”.
   Escribió Lacordaire una notable Vida de Santo Domingo, la de santa María Magdalena, preciosos opúsculos y cartas, unas deliciosas Memorias en que nos habla de su conversión. Predicó mucho. Luego reconstruyó sus conferencias de Notre-Dame, y en sus páginas maravillosas entrevemos el esplendor de aquellos triunfos. “Hoy publico las palabras pronunciadas entonces. Llegarán al lector frías y descoloridas; pero cuando en las tardes de otoño caen y yacen por tierra las hojas secas, más de una mirada y de una mano las buscan todavía: y aun cuando todos las desdeñen, puede el viento arrastrarlas y preparar con ellas una cama a algún pobre de quien se acuerde la Providencia”…
   De este monje admirable puede decirse lo que él dijo de santo Tomás de Aquino: “Su corazón fue un éxtasis, su inteligencia una revelación”.

Agosto de 1920.

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