Una canción
de infancia me llega como un perfume al evocar al santo madrileño:
San Isidro labrador
quita el agua y pon el sol…
Para Dios “no hay acepción de personas”, y
está en su Iglesia el esplendor de la verdadera democracia. “Era San Isidro
(1082-1170?) de la villa de Madrid, que es ahora corte de los reyes de España
–dice con su suave candor el antiguo Año Cristiano- , porque no sin grande
providencia tiene por patrón a un labrador aquel lugar donde está la nobleza
del mundo. Fue San Isidro casado y hombre del campo, sustentándose siempre del
sudor de su rostro y ocupado en la labranza. Era muy devoto y callado y amable
de todos. Madrugaba muy de mañana; y antes de ocuparse en la labor del campo,
visitaba las iglesias de Madrid, oía misas y se encomendaba a Dios, empleando
mucha parte del día en oración. Pero aunque acudía tarde a su labranza, cuando
los demás habían arado mucho tiempo, él se daba tan buena maña, que trabajaba
más que todos, y al cabo del día se hallaba haber sido mayor su trabajo:
porque, fuera de ser mayor su diligencia, los ángeles araban con él y le
ayudaban”…
Su santa simplicidad hermanábase con la del
pobrecillo de Asís. Como él ama alas avecillas y criaturas del campo y les
reparte el trigo que lleva a moler. Su exceso de caridad con ellas y con los
pobres queda siempre reparado misteriosamente: el trigo nunca está incompleto
al entregarlo al amo después de las dádivas, y su modesta olla de labriego,
agotada para los pobres sin haber él comido, llénase luego para proveer a su
necesidad.
Esta figura mansa y campesina, rodeada de
poéticos prestigios, armoniza con esa canción de infancia que gritábamos a coro
bajo la lluvia que interrumpía nuestros juegos, y que hoy llega hasta mí como
una cosa de leyenda, vagamente empapada de perfumes, llena de una emoción
indefinible que solicita, con dulce sinrazón, las lágrimas:
San Isidro labrador
quita el agua y pon el sol…
Marzo de 1922
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