En medio del
innegable malestar mundial irrumpió sorprendentemente este año una figura que
nos devolvió esperanza, alegría y gusto por la belleza: el Papa Francisco. Su
primer texto oficial lleva como título Exhortación Apostólica Alegría del
Evangelio. Un texto entreverado de alegría, de las categorías del encuentro, de
la proximidad, de la misericordia, del lugar central de los pobres, de la
belleza, de la “revolución de la ternura” y de la “mística del vivir
juntos”.
Tal mensaje es
un contrapunto a la decepción y al fracaso ante las promesas del proyecto de la
modernidad de traer bienestar y felicidad para todos. En realidad está poniendo
en peligro el futuro de la especie por el asalto avasallador que sigue haciendo
sobre los bienes y servicios escasos de la Madre Tierra. Bien dice el Papa
Francisco: «la sociedad tecnológica ha logrado multiplicar las posibilidades de
placer pero encuentra muy difícil engendrar la alegría» (Exhortación, nº7). El
placer es cosa de los sentidos. La alegría es cosa del corazón. Y nuestro modo
de ser es sin corazón.
No es una
alegría de bobos alegres que lo son sin saber por qué. Brota de un encuentro con
una Persona concreta que le suscitó entusiasmo, lo elevó y simplemente lo
fascinó. Fue la figura de Jesús de Nazaret. No se trata de aquel Cristo cubierto
de títulos de pompa y gloria que la teología posterior le confirió. Es el Jesús
del pueblo sencillo y pobre, de las carreteras polvorientas de Palestina que
traía palabras de frescor y de fascinación. El Papa Francisco da testimonio del
encuentro con esa Persona. Fue tan arrebatador que cambió su vida y le creó una
fuente inagotable de alegría y de belleza. Para él evangelizar es rehacer esta
experiencia, y la misión de la Iglesia es recuperar el frescor y la fascinación
por la figura de Jesús. Evita la expresión ya oficial de “nueva evangelización”.
Prefiere “conversión pastoral” hecha de alegría, belleza, fascinación,
proximidad, encuentro, ternura, amor y misericordia.
Qué diferencia
con sus predecesores de siglos anteriores que presentaban un cristianismo como
doctrina, dogma y norma moral. Se exigía adhesión inquebrantable y sin el menor
asomo de duda, pues gozaba de las características de la infalibilidad.
El Papa
Francisco entiende el cristianismo en otra clave. No como una doctrina, sino
como un encuentro personal con una Persona, con su causa, con su lucha, con su
capacidad para afrontar las dificultades sin huir de ellas.
Agradan sobremanera
las palabras contenidas en la Epístola a los Hebreos donde se dice que Jesús
“pasó por las mismas pruebas que nosotros… que experimentó todas las flaquezas…
que entre gritos y lágrimas suplicó a aquel que podía salvarlo de la muerte y
que no fue atendido en su angustia”, según los estudios de dos grandes sabios de
las Escrituras, A. Harnack y R. Bultmann, que dan esta versión en lugar de la
que está en la Epístola: “y fue escuchado en atención a su piedad” (eusebeia en
griego puede significar, además de piedad, también angustia) “y aprendió a
obedecer mediante el sufrimiento”(Hebreos 4,15; 5,2.7-8).
En la
evangelización tradicional todo pasaba por la inteligencia intelectual
(intellectus fidei), expresada por el credo y por el catecismo. En la
Exhortación, el Papa Francisco llega a decir que «hemos aprisionado a Cristo en
esquemas aburridos… privando así al cristianismo de su creatividad» (nº 11). En
su versión, la evangelización pasa por la inteligencia cordial (intellectus
cordis) porque ahí tiene su sede el amor, la misericordia, la ternura y el
frescor de la Persona de Jesús. Ella se expresa por la proximidad, por el
encuentro, por el diálogo y por el amor. Es un cristianismo-casa-abierta para
todos, «sin fiscales de doctrina», no una fortaleza cerrada que intimida.
Ese es, pues,
el cristianismo que necesitamos, capaz de producir alegría, pues todo lo que
nace verdaderamente de un encuentro profundo y verdadero genera una alegría que
nadie puede quitar. Es como la alegría de los sudafricanos en el entierro de
Mandela: nacía del fondo de corazón y movía todo el cuerpo.
En nuestra
cultura mediática e internética nos falta ese espacio de encuentro, de ojos en
los ojos, cara a cara, piel a piel. Para eso tenemos que realizar “salidas”,
palabra que repite siempre el Papa. “Salida” de nosotros mismos hacia el otro,
“salida” a las periferias existenciales (las soledades y los abandonos) “salida”
hacia el universo de los pobres. Esa “salida” es un verdadero “Éxodo” que trajo
alegría a los hebreos libres del yugo del faraón.
Nada mejor que
recordar el testimonio de F. Dostoievski al “salir” de la Casa de los Muertos en
Siberia: «A veces Dios me envía instantes de paz; en esos instantes, amo y
siento que soy amado; en uno de esos momentos compuse para mí mismo un credo,
donde todo es claro y sagrado. Ese credo es muy sencillo. Es éste: creo que no
existe nada más bello, más profundo, más simpático, más humano, más perfecto que
Cristo; y me lo digo a mi mismo con un amor celoso, que no existe ni puede
existir. Y más que eso: si alguien me probara que Cristo no está en la verdad y
que ésta no se encuentra en él, prefiero quedarme con Cristo a quedarme con la
verdad».
El Papa
Francisco haría suyas estas palabras de Dostoievski. No es una verdad abstracta
que llena la vida, sino el encuentro vivo con una Persona, con Jesús, el
Nazareno. A partir de él la verdad se hace verdad. Si el 2014 nos trae un poco
de ese encuentro (llámenlo Cristo, lo Profundo, el Misterio en nosotros, lo
Sagrado de todo ser), entonces habremos cavado una fuente de donde brota una
alegría que es infinitamente mejor que cualquier placer inducido por el
consumo.