“Creo que Jesucristo
está en todo
ser humano que muere por contribuir a una vida más allá de su propia vida”. He
aquí el mensaje esperanzado de este eminente antropólogo.
DANTE
ALIGHIERI comienza su Divina Comedia
con estos dos versos de belleza memorable: En
medio del camino de la vida / me vi de pronto en una selva oscura…
Así es cómo el hombre, eterno peregrino, se
ha encontrado recientemente en el camino de la evolución y ha sentido pavor
ante la negrura de la sombra.
Hace algún tiempo, después de publicarse un
artículo mío que trataba de la remotísima antigüedad de la vida en nuestro planeta;
recibí la carta de un señor cuyo concepto del tiempo se había trastocado.
“¿Acaso estaba usted allí?, me reprochaba. Pues sí, dije para mí suspirando, al
leer esta objeción; allí estuve… algo distinto a como soy ahora, quizá, y
también estuvo usted, amigo mío, con un aspecto que hoy no reconocería. La
historia de épocas tan remotas ha quedado escrita en las rocas, y la medida del
tiempo transcurrido también pueden tomarla quienes estudian las rocas
radiactivas.
La vida es historia, y el hilo de nuestra
continuidad genética llega, pasando por
el simio, la garra y la aleta, hasta la humeante charca que dejó la marea en un
planeta que aún estaba por cubrirse de árboles y hierba viviente. Tal historia
la traemos escrita en nuestros propios huesos, y la sal que llevamos en la
sangre está vinculada a un mar antiquísimo. Por tanto, el pasado sigue viviendo
en nosotros.
A mi corresponsal le espantaba considerar
que muchos de nosotros, que hemos aceptado la realidad de la evolución, somos
culpables de lo que podría llamarse “el error de la bestia”. Miramos en
retrospectiva hacia los huesos de nuestros antepasados y, bajo tensiones
multiplicadas por los crecientes temores que nos infunde nuestra tecnología,
atribuimos a la estrecha frente y a las burdas armas de nuestros antepasados
–armas empleadas para la supervivencia-
una perversa e intencional ferocidad.
Nos
encontramos en cierto peldaño de la escala geológica del tiempo y nos decimos,
como hace poco expresó un inteligente escritor, que el hombre paleontológico
está sepultado, no en cavernas calcáreas, sino en nuestro propio corazón. Y
agregaba este bien intencionado escritor que si el porvenir del hombre
dependiera de sus innatos atributos de bondad, nobleza y sabiduría, ya habría llegado a su fin.
No pretendo debatir aquí qué es lo que
constituye la innata naturaleza de la
especie human; solo deseo hacer notar que, en el momento en que debatimos
nuestra naturaleza, tal naturaleza comienza a cambiar de manera insensible.
Ningún hombre de ciencia negaría que nuestro
organismo contiene fragmentos de piezas que hemos traído desde tiempos
primordiales y adaptados diestramente a nuevos propósitos. Incluso oímos
gracias a fragmentos de nuestras ya perdidas mandíbulas de reptil. Asimismo,
ningún científico negaría que el cerebro humano es producto de un prolongado
pasado evolutivo. Lo falso estriba en sugerir que el tiempo se ha detenido; en
la afirmación de que si el hombre confía en la bondad, la nobleza y la
sabiduría, no tendrá futuro. Porque, ¿qué más, sino la bondad, la nobleza y la
sabiduría, nos ha hecho avanzar siquiera esta lastimosamente breve distancia en
la jornada humana?
El hombre es el bondadoso doctor Jekyll,
pero también es el bestial Mister Hyde. Jekyll y Hyde pueden disociarse con las
espantosas recetas ideológicas de nuestro tiempo. Ya lo vimos en la Alemania
nazi, como puede verse también en la Unión Soviética. Mas lo que también
observamos es la asombrosa realidad de que esa nobleza desdeñada, la sabiduría
descartada, la bondad de que se hace mofa, han llevado a muchos hombres a
sufrir el tormento y una muerte ignominiosa para preservar la bondad, para no
mancillar la nobleza y para que alguna imagen de nuestro ser, grabada en letras
de fuego en nuestras tinieblas interiores, demuestre, a la postre, poseer mayor
significado que la vida misma.
El hombre siempre forma parte del futuro;
tiene el poder de trasladarse más allá de la naturaleza que le es conocida.
Hace mucho, criaturas provistas de varas y piedras iniciaron el viaje hacia lo
que ahora somos. Si en ella no hubiera existido una partícula de honor y de
amor, imposible sería que existiéramos ahora. Una vez más debemos recurrir a
esa partícula, en vez de a nuestro terrible equivalente de esas piedras, y
seguir adelante, como Christian en el libro Pilgrim’s
Progress (“El viaje del peregrino”, de John Bunyan.
Esa gran tradición del viaje hacia la Ciudad
de Dios, patente en nuestra literatura, se convierte en una urdimbre aun más
rica y variada si se le sabe interpretar y se le ve como parte de la magnífica
historia del gran raudal de la vida, cuyo curso se dividió para adquirir formas
horribles, variadas y hermosas. Según escribió
Bunyan, bastaría un deseo para hacer que un hombre llegara a Dios,
aunque 10,000 se opusieran, pero “sin ese deseo todo es lluvia sobre piedras”.
Si no tenemos fe en nuestra jornada, dice a nuestros oídos modernos, el viaje
ya ha terminado; las sombras que se aglomeran en el camino recorrido nos
alcanzarán y se confundirán con la nuestra. Así pues, aunque soy un
evolucionista convencido, atento al pasado, creo firmemente en el futuro. Aun
en ese fósil encostrado de calcio que los hombres imaginan amenazante, podemos
leer el futuro, tanto como el pasado. El anhelo impulsa nuestra marcha continua
hacia adelante, y este deseo fervoroso y el camino que seguimos no están
afuera, sino en el interior de nuestro corazón.
Me niego a dejarme aterrorizar porque a
mitad de la jornada nos hemos encontrado ante las tinieblas de una oscura
selva. Pienso que avanzaríamos aun al
mirar el informe caos de la noche, allí, entre las hojas caídas, a los últimos
rayos de un sol congelado. Provenimos de una noche mucho más vasta; de una
noche que nos formó precisamente para realizar este viaje, y así dio forma a
nuestra mente, y así nos proveyó de nuestra carga y de nuestro apoyo.
Si somos la sombra que se alza a nuestra
puerta, hemos llegado a la más aterradora de todas las encrucijadas ante las
que haya vacilado el hombre en el trascurso de su ascensión evolutiva. Pero, ¿podríamos haber esperado otra cosa? Antes que nosotros, otros hombres solitarios
se han hallado ante esa misma puerta, y aquella misma sombra debió retroceder
ante ellos.
Para quienes buscan las respuestas finales,
no tengo ninguna; excepto, tal vez, una con la que me topé al hojear la
biografía de John Woolman, un cuáquero del siglo XVIII. En su lecho de muerte,
incapacitado para hablar, escribió: “Creo en Jesucristo; en cuanto a la vida o
la muerte, no sé nada”.
Por mi parte, reafirmo tal fe sin ninguna
vacilación. Creo en Jesucristo, presente en todo ser humano que muere por
contribuir a una vida más allá de la suya propia. Creo que Jesucristo está
presente en todos los que defienden al individuo contra la bota de hierro del
Estado colectivo en expansión. Creo en Jesucristo cuando creo que el hombre,
sin saberlo, ha logrado grandes portentos evolutivos: aptitudes y facultades de las cuales, por ser tan raras
todavía, pasan inadvertidas para la mayoría de las personas.
Se me ha acusado de confusión mental por
alentar esperanzas en la humanidad. A eso sólo puedo replicar que, en el opaco
amanecer de la humanidad, la criatura aún incapaz de hablar que, vacilante, fue
la primera en formular las palabras con que expresar compasión y amor, habrá
provocado, en torno a una fogata, similares risas de burla. No obstante,
algunos de sus congéneres dieron oídos a tales palabras, pues son palabras que
han sobrevivido.
CONDENSADO DE UN DISCURSO / Loren Eiseley, famoso
antropólogo norteamericano. Publicado en junio de 1962.
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