Marqués:
Después de
una centuria de tu gesta gloriosa, en tu misma heráldica ciudad de antaño que
aún conserva la patina soberbia de su estirpe, y que aún está perfumada por las
leyendas de sus blasones heroicos: bajo este mismo cielo gozoso y profundo,
bajo el palio sangriento y miliunanochesco de estos trágicos crepúsculos, bañados de púrpura y de
eternidad; frente de este bronco espaldar de los Andes de audaces y ásperos
lomos, cuyas crestas buidas otean la extensión azul del mar y atalayan tu
grandeza, como centinelas del infinito, mi moceril y azulado ensueño, se
inclina y medita.
Mi corazón
nuevo se abre a todas las dianas de la gloria y mi pensamiento, rampante como
como tus leones heráldicos, en urgencia de concreción y de unidad, de eternidad
y de milagro, impetran tu sombra gloriosa y emulan tus pasos creadores, que
vencieron al tiempo, que hicieron capitular a la muerte y que prendieron y
encadenaron a su calcaño el porvenir…
Marqués:
Dame tú la
receta de Dios y de infinito, dámela, divino farmacéutico de la inmortalidad,
que quiero defenderme contra la muerte, tú que no probaste nunca, tú que no
conociste y que no conocerás, por jamás de los jamases, el sigiloso y
silencioso beleño del olvido…
Marqués:
¡A cien años
de distancia, mi amor se adelanta a encontrar el tuyo y peregrina anhelante
hasta tu tumba, donde se ha quedado dormida para siempre la muerte…
Trujillo,
29 de diciembre de 1920.
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