viernes, 6 de diciembre de 2013

EL FAQUIRISMO CRISTIANO / Antenor ORREGO

Nada nos revela mejor y con más diáfana precisión la parva angostura de nuestro cristianismo occidental que el culto –sería decir mejor, la idolatría- que se rinde al legendario aspecto mágico de la vida de Cristo. Me refiero, claro está, al cristianismo medio de Europa y de América, y no a los grandes temperamentos religiosos. Se admira más –dicho sea sin sombra de irreverencia- al Cristo milagroso, al Cristo de la prestidigitación, que al héroe de la mayor revelación espiritual del mundo, al héroe de la redención por la gracia del espíritu, al maestro constructor de un nuevo mundo y de un nuevo hombre que muere agónicamente en la cruz. Esto es lo que llamo –tal vez con demasiada indiscreta precisión para el santonismo de las iglesias occidentales – el faquirismo cristiano.

   Este faquirismo espectacular que, sin duda, fue necesario y explicable dentro de un pueblo semibárbaro, como técnica operatoria, para fijar la atención huidiza del hombre de entonces sobre el ingente hecho espiritual que se iniciaba, como la “palomita” del fotógrafo sirve para aquietar la movilidad del niño y retratarlo, todavía llena a los cristianos contemporáneos de estupor admirativo. Tal constatación nos indica que el esencial espíritu del Mártir del Gólgota, aquel que cambia radicalmente la concepción de la vida en el mundo antiguo, no ha penetrado aún profundamente en el hombre occidental. De allí esa contraposición escandalosa entre su vida cotidiana y la fe religiosa que profesa; esa antinomia exesperante entre su actitud vital y los principios que proclama. Porque no se trata de la congruente imperfección del discípulo ante el ideal de perfección que le presenta el maestro, ni de que todavía no ha llegado la sazón de realizar el Reino de los Cielos en la Tierra, sino del divorcio, radical interno o de la frígida indiferencia ante las verdades fundamentales que dicen profesar.

   De ordinario, las valías internas de Cristo son ahogadas por sus actos externos, sus calidades espirituales por sus hechos legendarios; su espíritu por el mito de su vida. La multiplicación de los panes y de los peces, la conversión del agua en vino, la curación de los ciegos, pongamos el caso, atestiguan y prueban más su misión divina, para el cristiano común, que toda una vida radiante de sacrificio, que se yergue contra la injusticia, contra los errores y las iniquidades de su época. El perdón y la redención de María Magdalena, la prostituta, la pre-agonía angustiosa del Huerto de los Olivos, la azotaina de los mercaderes en el templo, la ascensión doliente a la infamia del Calvario; la dulzura, la poesía, la profundidad humana de su palabra, son nada ante el temblor de la tierra, la desgarradura de las cortinas del templo, el caminar de los paralíticos, la resurrección de Lázaro y todo ese magismo espectacular de la leyenda cristiana. La maravilla para los cristianos no es tanto el sacrificio y el martirio de una vida consagrada a una fe, cuanto esos hechos dislocados que para su fuero interno se les aparecen como ilógicos y absurdos. Es entonces que reclaman el auxilio de la fe para creer en ellos, pero muy pocas veces o nunca la reclaman para vencer el desmayo y la desesperanza de la carne en el áspero camino de perfección espiritual que les señaló su Maestro. Que una varilla se suspenda por sí sola en el aire, significa mucho más que toda la maravilla natural del Universo y de la conciencia interna del hombre. He aquí nuestro cristianismo fetichista, nuestro cristianismo de espectáculo y de circo.

- Antenor ORREGO

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