Nada nos
revela mejor y con más diáfana precisión la parva angostura de nuestro
cristianismo occidental que el culto –sería decir mejor, la idolatría- que se
rinde al legendario aspecto mágico de la vida de Cristo. Me refiero, claro
está, al cristianismo medio de Europa y de América, y no a los grandes
temperamentos religiosos. Se admira más –dicho sea sin sombra de irreverencia-
al Cristo milagroso, al Cristo de la prestidigitación, que al héroe de la mayor
revelación espiritual del mundo, al héroe de la redención por la gracia del
espíritu, al maestro constructor de un nuevo mundo y de un nuevo hombre que
muere agónicamente en la cruz. Esto es lo que llamo –tal vez con demasiada
indiscreta precisión para el santonismo de las iglesias occidentales – el faquirismo
cristiano.
Este faquirismo espectacular que, sin duda,
fue necesario y explicable dentro de un pueblo semibárbaro, como técnica
operatoria, para fijar la atención huidiza del hombre de entonces sobre el
ingente hecho espiritual que se iniciaba, como la “palomita” del fotógrafo
sirve para aquietar la movilidad del niño y retratarlo, todavía llena a los
cristianos contemporáneos de estupor admirativo. Tal constatación nos indica
que el esencial espíritu del Mártir del Gólgota, aquel que cambia radicalmente
la concepción de la vida en el mundo antiguo, no ha penetrado aún profundamente
en el hombre occidental. De allí esa contraposición escandalosa entre su vida
cotidiana y la fe religiosa que profesa; esa antinomia exesperante entre su
actitud vital y los principios que proclama. Porque no se trata de la
congruente imperfección del discípulo ante el ideal de perfección que le
presenta el maestro, ni de que todavía no ha llegado la sazón de realizar el
Reino de los Cielos en la Tierra, sino del divorcio, radical interno o de la
frígida indiferencia ante las verdades fundamentales que dicen profesar.
De ordinario, las valías internas de Cristo
son ahogadas por sus actos externos, sus calidades espirituales por sus hechos
legendarios; su espíritu por el mito de su vida. La multiplicación de los panes
y de los peces, la conversión del agua en vino, la curación de los ciegos,
pongamos el caso, atestiguan y prueban más su misión divina, para el cristiano
común, que toda una vida radiante de sacrificio, que se yergue contra la
injusticia, contra los errores y las iniquidades de su época. El perdón y la
redención de María Magdalena, la prostituta, la pre-agonía angustiosa del
Huerto de los Olivos, la azotaina de los mercaderes en el templo, la ascensión
doliente a la infamia del Calvario; la dulzura, la poesía, la profundidad
humana de su palabra, son nada ante el temblor de la tierra, la desgarradura de
las cortinas del templo, el caminar de los paralíticos, la resurrección de
Lázaro y todo ese magismo espectacular de la leyenda cristiana. La maravilla
para los cristianos no es tanto el sacrificio y el martirio de una vida
consagrada a una fe, cuanto esos hechos dislocados que para su fuero interno se
les aparecen como ilógicos y absurdos. Es entonces que reclaman el auxilio de
la fe para creer en ellos, pero muy pocas veces o nunca la reclaman para vencer
el desmayo y la desesperanza de la carne en el áspero camino de perfección
espiritual que les señaló su Maestro. Que una varilla se suspenda por sí sola
en el aire, significa mucho más que toda la maravilla natural del Universo y de
la conciencia interna del hombre. He aquí nuestro cristianismo fetichista,
nuestro cristianismo de espectáculo y de circo.
- Antenor ORREGO
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