Marco, a
pesar de su invalidez, era un explorador audaz y un maestro sin par.
Era mi gato, pero no lo conocía muy bien. Ya en sus tiempos de
cachorrito demostró tener espíritu aventurero: fue el primero en explorar la
casa y en lanzarse al exterior. Precisamente por eso le pusimos Marco Polo, si
bien en aras de la brevedad le dejamos por nombre Marco, y a ese nombre solía
responder, si estaba de humor, con un ligero movimiento de una oreja.
Se
pasaba casi todos los días recorriendo el bosque que había detrás de la casa. A
veces solía tropezarme con él en aquellas espesuras, y el nuestro era casi el
encuentro de dos seres extraños que apenas se cruzan una mirada. Sin embargo,
al terminar el día Marco volvía siempre a casa para comer y dormir. De modo
que, al menos hasta ese punto, el gato era mío.
Probablemente
si Marco no hubiese vuelto a casa, no lo hubiera echado mucho de menos, pero
sucedió algo muy distinto: oí el chirrido de los frenos de un auto y, cuando
salí corriendo, encontré al animal tirado en la zanja, con la cabeza echada
hacia atrás y los ojos muy abiertos… sin ver.
No
daba señales de vida, así que lo coloqué en una caja de cartón y empecé a
buscar algo para cavar la fosa, cuando escuché un leve quejido. Marco no estaba
muerto. Lo cuidé lo mejor que supe, y al fin pudo sostenerse en pie,
completamente restablecido (al menos, eso creí).
Poco
a poco me percaté de que algo le había sucedido a Marco. Un día coincidimos
fuera de la casa y me llamó la atención su extraña manera de andar: un paso
tieso, cauto, levantando mucho cada pata para echarla luego hacia delante con
gran lentitud. Un rápido examen no me reveló ninguna anomalía discernible para
mí. Luego hice un ruido inesperado, y el gato se asustó y corrió para ir a
estrellarse de cabeza contra una cesta que alguien había dejado tirada en la
vereda.
Marco estaba ciego.
¿Cuánto
tiempo hacía que buscaba así su camino, como la persona sin vista que tantea
con el bastón? ¿Cuántas veces se habría quedado sin comer porque la invisible
hostilidad de los otros gatos le impidiera llegar a la comida… o tal vez porque
ni siquiera supiese que allí había alimento? Yo creí siempre que los gatos
tienen un agudo sentido del olfato, pero cuando le servíamos su comida no se
percataba de ello, hasta que materialmente se metía en el plato. Luego se me
ocurrió dar unos golpecitos en el suelo, señal que no tardó en reconocer y que
significaba que la comida estaba precisamente allí, donde sonaban los golpes.
Me
dediqué a protegerlo, a apartar los obstáculos de su camino, hasta que
comprendí que no le hacía con ello ningún favor. Marco seguía siendo
explorador, y nada le producía mayor placer que hallar algo fuera de su sitio.
Así que, deliberadamente, hacía yo algunos cambios para amenizar un poco su
limitada existencia.
La
primera vez que lo descubrí en la azotea, asoleándose tranquilamente, el
corazón me dio un vuelco. Al presentir, por lo visto, mi presencia allá abajo,
se levantó, se estiró, bostezó y se dirigió hasta la orilla del alero. Adelantó
una de las patas para localizar alguna rama del árbol próximo, la tocó para
cerciorarse y luego saltó, avanzó por la rama hasta el tronco, se deslizó por
él y con la mayor frescura se dirigió a mí.
A
medida que iba ganando confianza se alargaban sus paseos. Pronto volvió a
visitar el bosque. En ocasiones observaba yo, pasmado, cómo se abría camino
entre los árboles sin tropezar nunca. O bien perseguía hojas arrastradas por el
viento con torpes carreras que me hacían reír, cuando no me inspiraban deseos
de llorar.
Raras veces se perdía: el ladrido de un perro
o algún otro sonido amenazador lo hacía huir corriendo, presa del pánico,
agitándose sobre el suelo como el pez fuera del agua y sin poner cuidado en la
dirección que seguía. En esos casos lanzaba un maullido que aprendí a reconocer
como su peculiar llamada de socorro.
Se
volvió sensible no sólo al tono de mi voz, sino a mis estados de ánimo. Cuando
andaba yo de mal genio, se entristecía, pero también percibía mi buen humor, y
si alguna vez me ponía a cantar (lo cual hasta a mí me parece terrible), Marco
se mostraba encantado y reaccionaba con un estallido de alegría, correteando y
revolcándose como un gatito juguetón.
Al
principio su torpeza de ciego enfurecía a los otros gatos, pues chocaba siempre
con ellos. Cierto macho de gran tamaño, llamado Pert, le era especialmente
hostil y le propinó más de una inmerecida tunda. Y luego sucedió algo muy
extraño. Durante varios días Pert se quedaba grandes ratos mirando fijamente a
Marco, como perplejo, evidentemente comprendió al fin que debía ser indulgente.
Cuando lo veía venir en dirección a él, se apartaba vivamente a un lado.
Posteriormente los demás gatos parecieron haber llegado a la misma conclusión,
y Marco pudo ir y venir en paz.
Pasaron los años. Todos nos habíamos
acostumbrado tan completamente al estado de Marco, que ya lo teníamos como lo
más natural del mundo y, quizá a medida que sus recuerdos se fueron esfumando,
también él lo tomó como algo natural. A los 12 años empezó a mostrar signos de
decadencia. Ya no se asoleaba en la azotea, y al parecer se contentaba con
echarse al sol cerca de casa. Luego, cuando tenía 13 años, sufrió un ataque.
Mientras yo discutía la conveniencia de proporcionarle el descanso definitivo,
descubrí que no era necesario. Marco no tenía la menor intención de darse por
vencido.
Día tras día ejercitaba las patas, agitándolas
apenas en breves espasmos, al principio, y luego moviéndolas un poco más.
Trataba de erguirse y se caía, volvía a intentarlo y de nuevo se desplomaba,
pero persistía en sus ensayos hasta que lograba sostenerse, vacilante, sobre
las cuatro extremidades: había triunfado. Cuando andaba, arrastraba las patas,
dando a su marcha una curiosa ondulación. Frecuentemente se caía, pero, como estaba decidido, pedía que lo dejaran
salir y bajaba rodando los escalones para luego recobrarse e ir adonde se
hubiera propuesto.
Con
su decimoquinto cumpleaños se operó un notable cambio en su comportamiento.
Apenas podía esperar a que le abrieran la puerta por la mañana, pero en vez de
echarse en su rincón soleado, volvía la cabeza hacia el bosque y maullaba.
Marco deseaba regresar a aquel lugar tan amado, pero no podía hacerlo por sí
mismo.
Como
también a mí me gustaba el bosque, todas las tardes llamaba a Marco, que se me
reunía con su paso vacilante. Cruzar el arroyo era un problema. Yo trataba de
llevarlo a cuestas, pero él se retorcía en mis brazos, impaciente, ansioso de
valerse por sí, aun cuando le fuera imposible dar con las piedras que le
servían de apoyo. Por último recordé los golpes que le indicaban el lugar de la
comida, y opté por golpear fuertemente con el pie cada piedra, de modo que
Marco pudiera guiarse por el sonido. El
sistema dio excelentes resultados, si bien algunas veces el gato perdía pie e
iba a dar en el agua. No importaba. A punta de garra volvía a trepar a la
piedra, se sacudía, recuperaba el equilibrio y seguía adelante. Íbamos a todas
partes, y Marco vagaba por su cuenta, aunque procurando mantenerse cerca de mí.
Mi
deseo era que su fin llegara allí, en el bosque, donde más le gustaba estar,
pero Marco aún sigue entre nosotros. Su mundo se ha empequeñecido notablemente:
es apenas una caja colocada cerca del calentador de la cocina. Pero en los días
más cálidos, cuando brilla el sol, Marco sale y se sienta en el último escalón
de la escalinata, volviendo la cabeza a un lado y otro, escuchando los ruidos
más leves : el vuelo de un pájaro o el paso de un insecto que se arrastra entre
las hojas secas.
Y
cuando lo veo sentado allí, esperando serenamente el fin, no es compasión lo
que siento por él (cosa que le disgustaría tanto como cruzar el arroyo en
brazos), sino gratitud, pues Marco me ha enseñado cómo se debe hacer frente a
la adversidad para triunfar con valor.
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