domingo, 20 de enero de 2013

CRISTO, LUZ DEL MUNDO / Por H. A. WILLIAMS

En esta meditación sobre el mensaje de Jesús, un conocido teólogo
inglés bosqueja los maravillosos resultados de una fe creadora.

   LOS CRISTIANOS creen que Jesucristo es la luz de los hombres, que es verdadero Dios y verdadero hombre. En consecuencia, debemos esperar que nos ilumine acerca de Dios y acerca de nosotros mismos. Y esto es lo que hizo, no sólo con sus enseñanzas, sino también por lo que sufrió y logró con su vida, su muerte y su resurrección.
   Nació en un mundo y una vida semejantes, en todos sus elementos esenciales, a los nuestros. Por eso tuvo que enfrentarse al lado sombrío de la existencia, uno de cuyos aspectos más tenaces es la sensación de que las cosas nos son adversas.
   Pensemos en ellas un momento.
   Quizá nunca tuvimos las oportunidades que otras personas parecen haber encontrado en su camino. O tal vez cierto malévolo destino nos ha hecho sus víctimas,  a nosotros o a nuestros seres queridos, y nos acarreado enfermedades, la muerte o algún otro infortunio. O es posible que no hayamos sufrido ninguna gran desgracia, pero sintamos que la vida nos es hostil y amenazadora. Esto lo vemos en lo que nos parece ser la conducta áspera o indiferente de los demás hacia nosotros; o, lo que es peor aún, lo vemos en las contradicciones de nuestra propia naturaleza que no nos dejan ser como querríamos.
   Es en una oscuridad así donde Jesucristo nos trae la luz. Por muchas circunstancias que estén en contra de nosotros (aun nosotros mismos), Dios, la más real de todas las realidades, nos asegura que Él está de nuestra parte, que no nos condena sino que toma nuestro partido y cuida de nosotros. La luz de Jesucristo disipa no sólo las tinieblas de nuestro mundo hostil, sino también las traicioneras sombras de las ilusiones, pues con frecuencia queremos escapar con alguna mágica fórmula de la vida, de sus peligros, sufrimientos, limitaciones e interrogantes.
   En el intento de satisfacer tal deseo, nos fabricamos un Dios ilusorio, una especie de Aladino con su lámpara maravillosa. Mientras nos mantengamos cerca de él tratando de ser buenos y de conservar una actitud moderadamente religiosa, él nos protegerá y nos dará la dicha y suficiente prosperidad. Cierto, algunos morirán en accidentes, otros en la lenta agonía del cáncer; pero nosotros y aquellos a quienes amamos gozaremos de la protección de nuestro mago omnipotente.
   De pronto, sin embargo, surgen circunstancias en las que nuestro mago de ja de obrar. Frotamos la lámpara de Aladino y no parece genio alguno. Nos invade entonces una sensación de abandono y de cólera. ¿Para qué sirve un Dios que no puede ni siquiera preocuparse por los intereses de los suyos? Le pagaremos dejando de creer en él.
   Mas lo que en realidad dejamos de creer es nuestra propia invención, en el dios de nuestros anhelos. Y la ira, la duda y la desesperación que de allí nacen pueden ser la materia prima de la que va a salir la fe genuina en el verdadero Dios.
   De los Evangelios se deduce claramente que Jesús mismo sintió la atracción de un dios-mago; que la experimentó como una tentación inevitable para el hombre. Pues que tenía hambre, ¿no lo ayudaría Dios a convertir las piedras en pan? Y si se arrojase desde  el pináculo del templo, ¿no acudirían los ángeles a sostenerlo en el aire? Sin embargo, rechazó esos pensamientos tan pronto como se le presentaron. El obrar de acuerdo con ellos equivaldría a tratar a Dios como un mago a su servicio, y esto sería una blasfemia.
   Jesús nunca esperó de la vida un trato especialmente favorable. Reconoció y aceptó el poder que ejercían sobre los hombres, y en consecuencia también sobre Él, el acaso y las circunstancias. Percibió y recalcó el importante papel que desempeña la necesidad o el destino en la suerte del ser humano.
   Considérese la elección que hizo Jesús de sus 12 discípulos. Como hombre que era, no disponía del mágico poder de un discernimiento infalible. Al escoger a los 12 se expuso al riesgo inevitable de cometer un error, y al hacerlo así fue causa de que cayera sobre la cabeza de Judas Iscariote una tremenda desgracia. Tales riesgos son ineludibles en nuestra condición humana.
   También, en cierto sentido,  todos los mártires resultan responsables del crimen de sus verdugos, puesto que fue su mensaje el que provocó la agresión del verdugo.
   ¿Fue acaso correcto, estuvo de acuerdo con la auténtica caridad  el provocar la hostilidad de un sumo sacerdote, o el poner a un débil gobernador romano en tal brete que no podría sino faltar a su deber?
   Jesús no trató de soslayar problemas como aquellos. Los aceptó como necesarios, considerando la condición humana. No había mago en lo alto que lo librara de inevitables enredos de ese género. Y en el momento de morir en la cruz, sintió a tal grado la opresión de esas angustias mortales, que exclamó : “¡Dios mío, Dios mío! ¿Por qué me has abandonado?”
   ¿Cómo es posible que las tinieblas mismas de nuestra dura condición humana, condición de que Jesús participó, lleguen a ser el vehículo de la luz maravillosa del propio Dos? Partamos de circunstancias familiares y utilicémoslas como parábolas.
   El artista, ya sea poeta, pintor o escultor, no tiene más remedio que atenerse a las limitaciones de su medio de trabajo. Las necesidades del ritmo restringen al poeta; la superficie llana del lienzo y las propiedades de la pintura imponen límites al pintor, como la dureza de la piedra se los fija al escultor. El artista aprovecha esta clase de restricciones como medios con los cuales logra su triunfo artístico : el poema, la pintura, la escultura. Al someterse a sus limitaciones, las supera y hace de ellas un vehículo de su libertad creadora.
   Es lo que Jesucristo hizo con la vida y con la muerte humanas. Aceptó toda su cruel necesidad en los miles de formas en que se presenta, y al hacerlo la conquistó, la convirtió en su servidora, de suerte que la obligó a hacer lo que Él quería que hiciera : expresar la majestad del amor que Dios tiene al hombre. El instrumento de la sujeción total de Jesucristo a la servidumbre humana (su muerte en la cruz) es el triunfo supremo que atrae a los hombres hacia Él, con la sublime confesión : “Mi Señor y mi Dios”. Esta es la verdad de su resurrección de entre los muertos. Jesucristo triunfó al hacer de las tinieblas el combustible mismo que da pábulo a la luz de la vida.
   Dios nos ama en grado sumo y se interesa de modo íntimo y personal por cada uno de nosotros. Pero esto no significa que haya de mover una varita mágica para protegernos. La vida nos hará pagar nuestro tributo, y de cuando en cuando habrá tinieblas sobre la faz del abismo. Pero si así lo deseamos, Jesucristo puede abrirnos los ojos para ver las tinieblas como luz, para ver en la necesidad el medio por el que lograremos obtener nuestra libertad, de suerte que podamos decir : “Jamás habríamos sabido lo que el amor es en realidad, nunca hubiéramos conocido la verdadera vida, de no ser por las limitaciones y contradicciones de nuestro destino humano, por la incertidumbre y el dolor”.

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