TEÓLOGO, PLIGLOTO, guerrero, astrónomo, político, geómetra,
filósofo, poeta –hombre complejo y universal – Dante Alighieri, encarnó en su
divina Comedia, y su Comedia divina encarna la Edad Media,
“enorme y delicada”, según el profundo verso de Verlaine.
“Enorme y delicado” es Alighieri: el implacable ceño del
proscrito se disuelve en los éxtasis del enamorado; y la soberana concisión, la
palabra preñada a la vez de pensamiento, de fuego y de música, vibra siniestra
en el rigor y clama truculenta en el castigo, como se amansa y melifica al
efluvio celeste de Beatriz. “Cuando es tierno, Dante sobrepuja en dulzura a
todos los poetas”, dice Lord Byron. Y expresa Carlyle: “Si ha habido alguna vez un corazón de hombre
conmovido por una ternura en cierto modo maternal, ha sido el de Dante… Este
corazón austero y probado ama como saben amar los niños”.
Mas la epopeya de Alighieri no es sólo la encarnación de la
Edad Media, sino de algo mucho más vasto y perdurable.
En el poema egregio –bien lo dice el autor- “colaboraron la
tierra y el cielo”. Esencialmente es una alegoría católica de la transformación
sobrenatural del alma bajo la acción de Dios;
del alma que, perdida en la selva oscura del mundo, va subiendo –por la
razón humana figurada en Virgilio, y por la gracia divina personificada en
Beatriz- hasta los esplendores del
Paraíso. Allí es la “pura luz: luz intelectual llena de amor, amor del bien
lleno de gozo, gozo que sobrepuja toda dulzura” (Paraíso, XXX). Y la palabra humana sube tanto que, -como apunta Longhaye- se atreve a ensayar un
símbolo directo de la Trinidad inenarrable. He aquí la colaboración del cielo.
Pero Dante no es un asceta, no es un santo: es un hombre de
carne y hueso, apasionado, violento, dolorido, preocupado; y aunque justiciero
en la intención- lleva a los reinos de la muerte sus pasiones, sus violencias,
sus dolores, sus preocupaciones terrestres, y pone en el infierno a sus
enemigos, y hasta hundido en los arrobos del cielo no olvida condenarlos
(Paraíso, IX, XVII, XXVII, XXX). Reproduce su propia vida, con sus
contemporáneos y su patria, en las regiones de ultratumba, y en ellas real y
verdaderamente vive, y ama, y odia, y sangra su corazón. He aquí la
colaboración de la tierra.
Y por eso, porque la tierra y el cielo, como en el hombre,
se funden en el poema; porque las realidades invisibles respiran y se palpan;
porque no es la epopeya ni una abstracta visión de iluminado, ni una tosca
revancha de proscrito; porque hay en ella horrores y éxtasis, cóleras y ternuras, ardores humanos y
deliquios divinos, por eso vive y vivirá, mientras quede en la tierra un solo
vástago de esa confluencia de dos mundos que se llama el hombre.
-Alfonso
Junco / agosto-1921
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