viernes, 12 de julio de 2013

MONTES DE OCA - FISONOMÍA / Alfonso JUNCO

LOS MÉDICOS se negaban, pero el corazón habló más alto; y a los ochenta y un años de edad, achacoso y casi ciego, emprendió el buen Pastor el viaje de regreso, porque quería, sobre todas las cosas, "morir apacentando su rebaño".

   Y ya vencida la travesía, pocos días después de arribar a Nueva York, la muerte llamó así, en la mañana del dieciocho de agosto, al insigne prelado, que se alejó suavemente de la vida, dando sólo un suspiro de tristeza por su dilecta grey, que no alcanzó mirar de nuevo.

   Don Ignacio Montes de Oca y Obregón nació en Guanajuato el 26 de junio de 1840; estudió en Inglaterra y luego en Roma, donde recibió las órdenes sacerdotales a los 23 años y la consagración episcopal a los 31, de manos del santo pontífice Pío IX, que tanto le distinguió. Obispo breve tiempo de Tamaulipas (1871) y de Nuevo León (1879), pasó luego a San Luis de Potosí (1881), diócesis que amó con predilección extraordinaria, y en cuya catedral mandó labrar él mismo su tumba y su lápida, con sólo la fecha mortal por esculpir. Esa tumba le espera y le reclama, y el pueblo potosino, que veneró y amó con entusiasmo a su Pastor y ya se apercibía a los suntuosos júbilos del regreso, prepara hoy con íntimas lágrimas las pompas fúnebres para recibir sus despojos.

   Varón recto, vigoroso, caballeresco; espíritu esencialmente grande y magnífico en sus pensamientos, en sus empresas, en sus dádivas; abierto y, cordialísimo en la amistad; hombre de vastísima cultura; poseedor de varias lenguas; Ipandro Acaico entre los árcades, fértil poeta y traductor elegante de los clásicos griegos y latinos, muy loado por Menéndez y Pelayo; obispo humanista y fastuoso del Renacimiento, con genialidades pintorescas como pasear a caballo en traje de charro; orador sonadísimo que descolló aún en las ilustres cátedras de la ciudad eterna; condecorado por múltiples academias científicas y literarias del país y del extranjero..., sufrió los atropellos de la inmunda persecución reciente, tuvo que alejarse de la patria, y su residencia suntuosa, asilo del arte más selecto, y su riquísima biblioteca, una de las primeras de América, fueron profanadas y devastadas por la torpeza revolucionaria.

   Acababa de celebrar, en Madrid, las bodas de oro de su consagración episcopal (murió siendo el decano del episcopado del mundo), y recibió honrosísimos homenajes del Sumo Pontífice, de los Reyes de España, de la Real Academia y otros eminentes personajes y corporaciones... !Pero él suspiraba!... Su ánimo firme y enhiesto, sin abatirse, fue melificándose en la vejez y en el destierro; lloraba el corazón paternal... y emprendió el viaje peligroso para abrazar a sus hijos. Dios no le dejó llegar: le atrajo dulcemente a su reino, y el que pensaba encontrar a sus hijos, se halló de pronto con su Padre.

   Repetimos, como el mejor epitafio, el magistral soneto casi póstumo en que se funden el poeta y el Pastor, para decirnos su ardoroso anhelo y su postrera voluntad:
              Triste, mendigo y ciego cual Homero,
            Ipandro a su montaña se retira,
            sin más tesoro que su vieja lira
            ni báculo mejor que de romero.

              Los altos juicios del Señor venero
            y al que me despojó vuelvo sin ira,
            de mi mantel pidiéndole una tira
            y un grano del que fuera mi granero.

              ¿Por qué mirar con fútiles enojos
            al que no puedo hacer ni bien ni daño
            sentado entre sus áridos rastrojos,

              y sólo quiere, en su octogésimo año,
            antes que acaben de cegar sus ojos,
            morir apacentando su rebaño?

Agosto de 1921

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