lunes, 8 de julio de 2013

¿PROFANACIÓN O RESTAURACIÓN? / Michael OLIVER

SIR EDWARD Elgar pidió que su tercera sinfonía, incompleta, fuese destruida, Michael Oliver considera si es ético completarla. “NO DEJES QUE NADIE TRASTEE CON ELLA…CREO QUE LO MEJOR SERÍA QUE LA QUEMASES” . Elgar en su lecho de muerte a W. H. Reed, sobre su última sinfonía
¿QUIÉN ES EL DUEÑO DE UNA OBRA DE ARTE? O mejor: quién tiene derechos sobre ella? En el caso de una escultura o un cuadro, quien la compre tiene plenos derechos sobre ella y puede impedir que nadie la vea, a menos que el autor haya especificado lo contrario en el contrato. Las de arte que no pueden ser disfrutadas a menos que sean interpretadas (teatro, música, ballet) o reproducidas (libros) están gobernadas por las leyes de derechos de autor o copyrigth. Pero en caso de las obras interpretativas, el artista renuncia a ciertos derechos simplemente al consentir que su obra sea interpretada. Ninguna interpretación puede ser perfecta ni dos interpretaciones, iguales. La mayor parte de los autores aceptan esto, incluso les gusta; quieran o no, también tiene que aceptar que permitir que su obra sea interpretada equivale a permitir que sea mal interpretada.
     Tras la muerte, los derechos de autor aseguran que los descendientes del artista seguirán disfrutando de los beneficios de las interpretaciones, hoy en día durante setenta años; es justo si tenemos en cuenta que muy pocos compositores han conseguido vivir dignamente de sus obras. Pero después de la muerte también están menos protegidos contra interpretaciones que no les hacen justicia. No es algo muy preocupante hoy día –pensarán ustedes- , que todo el mundo está más al tanto de la autenticidad, de la fidelidad a las intenciones del compositor. Pero no todo el mundo se preocupa por la autenticidad, y tras la prescripción del copyright cualquiera puede hacer lo que le venga en gana con una pieza musical.
     Recuero la indignación que provocó Gran Bretaña una parodia de The Mikado, de Gilbert y Sullivan, aparecida en Estados Unidos (a la sazón país no firmante de los acuerdos internacionales sobre derechos de autor). The hot Mikado (El Mikado caliente), se llamaba, y el reparto era de actores negros, las letras de Gilbert fueron reescritas, y la música de Sullivan fue adaptada al jazz. Esto, decía la gente, era la gota que colmaba el vaso ¿Qué vendría después? ¿Un Hot Messiah?  Se reclamaron leyes que protegiesen a las obras maestras de la profanación. Después de todo, cualquiera que entrase en el Louvre y pintase un bigote a la Mona Lisa sería considerado un vándalo y procesado.
     Pero, en realidad, nadie pudo procesar a Marcel Duchamp cuando, en 1919, tomó una postal de la Mona Lisa, le pintó barba y bigote, y la exhibió como su propia obra. Estaba llamando la atención sobre la excesiva reverencia rendida al arte del pasado, pero dejó intacta la obra de Leonardo da Vinci. Por supuesto, The hot Mikado también dejó intacta la obra de Gilbert y Sullivan.
     ¿Qué hay de las obras dejadas incompletas por sus compositores, incluso en algunos casos con instrucciones de que nunca sean interpretadas? El caso más famoso, que ahora vuelve a ser noticia, es la tercera sinfonía de Elgar, que a su muerte consistía en una serie de fragmentos, de los cuales dijo a su amigo, el violinista Billy Reed: “No dejes que nadie trastee con ellos… Nadie podría entenderlos… Creo que lo mejor sería que los quemases”.  No lo hizo, afortunadamente, pero hasta hace muy poco la familia de Elgar y sus albaceas testamentarios insistían en que su último deseo debía cumplirse.
     Poco antes de su muerte, Miguel Ángel quemó muchos de sus dibujos. ¿Hay alguien que no lamente esto, o que Sibelius hiciese lo mismo con lo poco o mucho que hubiese esbozado o compuesto de su octava sinfonía? En el testamento de Manuel de Falla hay una prohibición absoluta contra la representación escénica de cualquiera de sus obras, incluyendo sus ballets y su ópera La vida breve. En su austera vejez se convenció de que el teatro era una influencia maligna. ¿Alguien lamenta que su última voluntad no hay sido cumplida, amparándose en la base de que incumplía contratos vigentes?
      ¿Quién, realmente, es el dueño de una obra de arte una vez que la muerte ha privado a su creador de la oportunidad de mejorarla? Todos, seguramente, y tenemos derecho a hacer con ella lo que queramos, excepto destruirla. No tenemos derecho a completar la Piedad Rondanini de Miguel Ángel, porque de hacerlo, destruiríamos irremediablemente lo que éste nos dejó. Cualquiera de nosotros puede quedarse ante esta enigmática obra maestra y especular sobre cómo la habría terminado. Pero muy pocos de nosotros estamos en condiciones de hacer lo mismo con los esbozos de Puccini para la escena final de Turandot, o los de Mahler para las secciones inacabadas de su décima sinfonía, o los de Elgar para su tercera. Para hacerlo necesitamos no sólo leer música, sino tener un detallado conocimiento sobre cómo utilizaban estos autores sus esbozos; lo ideal sería que, además, fuésemos expertos compositores.
     Así que necesitamos a alguien con esos conocimientos y formación para que podamos escuchar estos esbozos y darles sentido. Algunas veces esto es posible con experiencia, concentración y un trabajo de investigación inspirado para producir una idea claramente convincente lo que el compositor habría escrito de haber vivido lo suficiente. Otras veces, todo lo que podemos esperar es una especie de marco en los que insertar los esbozos, algo así como esos frescos dañados en los que sólo podemos especular sobre lo que contenían originalmente los espacios vacíos. Pero a veces el restaurador, trabajando con una copia o descripción contemporáneas, puede añadir algunas líneas indicando que el brazo derecho desaparecido de tal o cual santo estaba señalando al cielo. Un “restaurador” musical puede a veces hacer lo mismo, y de repente el mero esbozo de un compositor cobra tres dimensiones y lo reconocemos como un fragmento de una obra maestra desconocida.
     Unos días antes de decirle a Billy Reed que quemase sus esbozos, Elgar dijo a uno de sus médicos : “Si no puedo terminar la tercera sinfonía, alguien lo hará, o compondrá una mejor, dentro de cincuenta o quinientos años”. Anthony Paine no ha hecho ninguna de esas dos cosas: tan sólo nos ha ofrecido una visión – a veces tentadora, otras sorprendente- de lo que podría haber sido esta sinfonía si el propio Elgar hubiera vivido para completarla. ¿Lo habría considerado como “trastear”, o como buen compositor sometiendo su propio gran talento al genio de Elgar, en un acto de homenaje?

     El intento de Anthony Paine de reconstruir o “elaborar” la tercera sinfonía de Elgar a partir de los esbozos que han llegado hasta nosotros, ¿es una creación inspirada o una especie de monstruo de Frankenstein?

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