SIR EDWARD
Elgar pidió que su tercera sinfonía, incompleta, fuese destruida, Michael
Oliver considera si es ético completarla. “NO DEJES QUE NADIE TRASTEE CON
ELLA…CREO QUE LO MEJOR SERÍA QUE LA QUEMASES” . Elgar en su lecho de muerte a
W. H. Reed, sobre su última sinfonía
¿QUIÉN ES EL
DUEÑO DE UNA OBRA DE ARTE? O mejor: quién tiene derechos sobre ella? En el caso
de una escultura o un cuadro, quien la compre tiene plenos derechos sobre ella
y puede impedir que nadie la vea, a menos que el autor haya especificado lo
contrario en el contrato. Las de arte que no pueden ser disfrutadas a menos que
sean interpretadas (teatro, música, ballet) o reproducidas (libros) están
gobernadas por las leyes de derechos de autor o copyrigth. Pero en caso de las obras interpretativas, el artista
renuncia a ciertos derechos simplemente al consentir que su obra sea
interpretada. Ninguna interpretación puede ser perfecta ni dos
interpretaciones, iguales. La mayor parte de los autores aceptan esto, incluso
les gusta; quieran o no, también tiene que aceptar que permitir que su obra sea
interpretada equivale a permitir que sea mal interpretada.
Tras la muerte, los derechos de autor
aseguran que los descendientes del artista seguirán disfrutando de los
beneficios de las interpretaciones, hoy en día durante setenta años; es justo
si tenemos en cuenta que muy pocos compositores han conseguido vivir dignamente
de sus obras. Pero después de la muerte también están menos protegidos contra
interpretaciones que no les hacen justicia. No es algo muy preocupante hoy día
–pensarán ustedes- , que todo el mundo está más al tanto de la autenticidad, de
la fidelidad a las intenciones del compositor. Pero no todo el mundo se
preocupa por la autenticidad, y tras la prescripción del copyright cualquiera puede hacer lo que le venga en gana con una
pieza musical.
Recuero la indignación que provocó Gran
Bretaña una parodia de The Mikado, de
Gilbert y Sullivan, aparecida en Estados Unidos (a la sazón país no firmante de
los acuerdos internacionales sobre derechos de autor). The hot Mikado (El Mikado caliente), se llamaba, y el reparto era
de actores negros, las letras de Gilbert fueron reescritas, y la música de
Sullivan fue adaptada al jazz. Esto, decía la gente, era la gota que colmaba el
vaso ¿Qué vendría después? ¿Un Hot
Messiah? Se reclamaron leyes que
protegiesen a las obras maestras de la profanación. Después de todo, cualquiera
que entrase en el Louvre y pintase un bigote a la Mona Lisa sería considerado
un vándalo y procesado.
Pero, en realidad, nadie pudo procesar a
Marcel Duchamp cuando, en 1919, tomó una postal de la Mona Lisa, le pintó barba
y bigote, y la exhibió como su propia obra. Estaba llamando la atención sobre
la excesiva reverencia rendida al arte del pasado, pero dejó
intacta la obra de Leonardo da Vinci. Por supuesto, The hot Mikado también dejó intacta la obra de Gilbert y Sullivan.
¿Qué hay de las obras
dejadas incompletas por sus compositores, incluso en algunos casos con
instrucciones de que nunca sean interpretadas? El caso más famoso, que ahora
vuelve a ser noticia, es la tercera sinfonía de Elgar, que a su muerte
consistía en una serie de fragmentos, de los cuales dijo a su amigo, el
violinista Billy Reed: “No dejes que nadie trastee con ellos… Nadie podría
entenderlos… Creo que lo mejor sería que los quemases”. No lo hizo, afortunadamente, pero hasta hace
muy poco la familia de Elgar y sus albaceas testamentarios insistían en que su
último deseo debía cumplirse.
Poco antes de su muerte,
Miguel Ángel quemó muchos de sus dibujos. ¿Hay alguien que no lamente esto, o
que Sibelius hiciese lo mismo con lo poco o mucho que hubiese esbozado o
compuesto de su octava sinfonía? En el testamento de Manuel de Falla hay una
prohibición absoluta contra la representación escénica de cualquiera de sus
obras, incluyendo sus ballets y su ópera La vida breve. En su austera vejez se
convenció de que el teatro era una influencia maligna. ¿Alguien lamenta que su
última voluntad no hay sido cumplida, amparándose en la base de que incumplía
contratos vigentes?
¿Quién, realmente, es el
dueño de una obra de arte una vez que la muerte ha privado a su creador de la
oportunidad de mejorarla? Todos, seguramente, y tenemos derecho a hacer con
ella lo que queramos, excepto destruirla. No tenemos derecho a completar la Piedad Rondanini de Miguel Ángel, porque
de hacerlo, destruiríamos irremediablemente lo que éste nos dejó. Cualquiera de
nosotros puede quedarse ante esta enigmática obra maestra y especular sobre
cómo la habría terminado. Pero muy pocos de nosotros estamos en condiciones de
hacer lo mismo con los esbozos de Puccini para la escena final de Turandot, o los de Mahler para las
secciones inacabadas de su décima sinfonía, o los de Elgar para su tercera.
Para hacerlo necesitamos no sólo leer música, sino tener un detallado
conocimiento sobre cómo utilizaban estos autores sus esbozos; lo ideal sería
que, además, fuésemos expertos compositores.
Así que necesitamos a
alguien con esos conocimientos y formación para que podamos escuchar estos
esbozos y darles sentido. Algunas veces esto es posible con experiencia,
concentración y un trabajo de investigación inspirado para producir una idea
claramente convincente lo que el compositor habría escrito de haber vivido lo
suficiente. Otras veces, todo lo que podemos esperar es una especie de marco en
los que insertar los esbozos, algo así como esos frescos dañados en los que
sólo podemos especular sobre lo que contenían originalmente los espacios
vacíos. Pero a veces el restaurador, trabajando con una copia o descripción
contemporáneas, puede añadir algunas líneas indicando que el brazo derecho
desaparecido de tal o cual santo estaba señalando al cielo. Un “restaurador”
musical puede a veces hacer lo mismo, y de repente el mero esbozo de un
compositor cobra tres dimensiones y lo reconocemos como un fragmento de una
obra maestra desconocida.
Unos días antes de decirle
a Billy Reed que quemase sus esbozos, Elgar dijo a uno de sus médicos : “Si no
puedo terminar la tercera sinfonía, alguien lo hará, o compondrá una mejor,
dentro de cincuenta o quinientos años”. Anthony Paine no ha hecho ninguna de
esas dos cosas: tan sólo nos ha ofrecido una visión – a veces tentadora, otras
sorprendente- de lo que podría haber sido esta sinfonía si el propio Elgar
hubiera vivido para completarla. ¿Lo habría considerado como “trastear”, o como
buen compositor sometiendo su propio gran talento al genio de Elgar, en un acto
de homenaje?
El intento de Anthony Paine
de reconstruir o “elaborar” la tercera sinfonía de Elgar a partir de los
esbozos que han llegado hasta nosotros, ¿es una creación inspirada o una
especie de monstruo de Frankenstein?
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