Humberto Maturana, chileno, uno de los mayores exponentes de
la biología contemporánea, mostró en sus estudios sobre la autopoiesis, es
decir, sobre la autoorganización de la materia de la cual resulta la vida, cómo
el amor surge desde dentro del proceso evolutivo. En la naturaleza, afirma
Maturana, se verifican dos tipos de conexiones (él las llama acoplamientos) de
los seres con el medio y entre sí: una necesaria, ligada a la propia
subsistencia, y otra espontánea, vinculada a relaciones gratuitas, por
afinidades electivas y por puro placer, en el fluir del propio vivir.
Cuando esta última ocurre, incluso en estadios primitivos de
la evolución hace miles de millones de años, surge ahí la primera manifestación
del amor como fenómeno cósmico y biológico. En la medida en que el universo se
inflaciona y se vuelve complejo, esa conexión espontánea y amorosa tiende a
incrementarse. A nivel humano, gana fuerza y se vuelve el móvil principal de
las acciones humanas.
El amor se orienta siempre por el otro. Significa una aventura
abrahámica, la de dejar su propia realidad e ir al encuentro del diferente y
establecer una relación de alianza, de amistad y de amor con él.
El límite más desastroso del paradigma occidental tiene que
ver con el otro, pues lo ve antes como obstáculo que como oportunidad de
encuentro. La estrategia ha sido y sigue siendo esta: incorporarlo o someterlo
o eliminarlo como hizo con las culturas de África y de América Latina. Esto se
aplica también a la naturaleza. La relación no es de mutua pertenencia y de
inclusión sino de explotación y de sometimiento. Negando al otro, se pierde la
oportunidad de alianza, de diálogo y de mutuo aprendizaje. En la cultura
occidental ha triunfado el paradigma de la identidad, con exclusión de la
diferencia. Esto ha generado arrogancia y mucha violencia.
El otro goza de un privilegio: permite surgir el ethos que
ama. Fue vivido por el Jesús histórico y por el paleocristianismo antes de
constituirse en institución con doctrinas y ritos. La ética cristiana estuvo
más influenciada por los maestros griegos que por el sermón de la montaña y la
práctica de Jesús. El paleocristianismo, por el contrario, da absoluta
centralidad al amor al otro, que para Jesús es idéntico al amor a Dios. El amor
es tan central que quien tiene amor lo tiene todo. Testimonia esta sagrada
convicción de que Dios es amor (1 Jn 4,8), que el amor viene de Dios (1 Jn
4,7), y que el amor no morirá jamás (1Cor 13,8). Ese amor incondicional y
universal incluye también al enemigo (Lc 6,35). El ethos que ama se expresa en
la ley áurea, presente en todas las tradiciones de la humanidad: «ama al
prójimo como a ti mismo»; «no hagas al otro lo que no quieres que te hagan a
ti». El Papa Francisco está rescatando al Jesús histórico: para él es más
importante el amor y la misericordia que la doctrina y la disciplina.
Para el cristianismo, Dios mismo se hizo otro por la
encarnación. Sin pasar por el otro, sin el otro más otro, que es el hambriento,
el pobre, el peregrino y el desnudo, no se puede encontrar a Dios ni alcanzar
la plenitud de la vida (Mt 25,31-46). Esta salida de sí hacia el otro a fin de
amarlo en sí mismo, amarlo sin retorno, de forma incondicional, funda el ethos
más inclusivo posible, el más humanizador que se pueda imaginar. Ese amor es un
solo movimiento, va al otro, a todas las cosas y a Dios.
En Occidente fue Francisco de Asís quien mejor expresó esta
ética amorosa y cordial. Él unía las dos ecologías, la interior, integrando sus
emociones y deseos, y la exterior, hermanándose con todos los seres. Comenta
Eloi Leclerc, uno de los mejores pensadores franciscanos de nuestro tiempo,
sobreviviente de los campos de exterminio nazi de Buchenwald:
«En vez de hacerse rígido y cerrarse en un soberbio
aislamiento, Francisco se dejó despojar de todo, se hizo pequeño. Se situó con
gran humildad en medio de las criaturas, próximo y hermano de las más humildes
entre ellas. Confraternizó con la propia Tierra, como su humus original, con
sus raíces oscuras. Y he aquí que “nuestra hermana y Madre-Tierra” abrió ante sus
ojos maravillados el camino de una hermandad sin límites, sin fronteras. Una
hermandad que abarcaba a toda la creación. El humilde Francisco se hizo hermano
del Sol, de las estrellas, del viento, de las nubes, del agua, del fuego, de
todo lo que vive, y hasta de la muerte».
Ese es el resultado de un amor esencial que abraza a todos
los seres, vivos e inertes, con cariño, ternura y amor. El ethos que ama funda
un nuevo sentido de vivir. Amar al otro, sea el ser humano, sea cada
representante de la comunidad de vida, es darle razón de existir. No hay razón
para existir. El existir es pura gratuidad. Amar al otro es querer que él
exista porque el amor hace al otro importante. «Amar a una persona es decirle:
tú no podrás morir jamás» (G. Marcel); “tú debes existir, tú no puedes irte».
Cuando alguien o alguna cosa se hacen importantes para el
otro, nace un valor que moviliza todas las energías vitales. Por eso cuando
alguien ama, rejuvenece y tiene la sensación de comenzar la vida de nuevo. El
amor es fuente de suprema alegría.
- Leonardo BOFF- 31-marzo-2014
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