EL SUMO PONTÍFICE, AGRACIADO
CON EL DON DE COMPRENDER POR INTUICIÓN LAS ESPERANZAS Y LA NECESIDADES HUMANAS,
PUSO EN MOVIMIENTO IDEAS Y SENTIMIENTOS CAPACES DE INFUNDIR NUEVA VIDA A LA
CRISTIANDAD.
CONDENSADO
DE “TIME”
AUN
COMPARÁNDOLO con otros importantísimos acontecimientos ocurridos en 1962, el
momento, trascendental para la cristiandad, en que se abrió la primera sesión
del Concilio Ecuménico de Roma, tiene asegurado ya un lugar destacado en la
historia. Al convocar ese concilio para “renovar” la Iglesia Católica, el Papa
Juan XXIII puso en movimiento ideas y fuerzas que no sólo afectarán al conjunto
de los cristianos, sino a toda la población del mundo, y cuyo efecto se
advertirá hasta mucho tiempo después de que hayan disminuido las preocupaciones
seculares de esta época, tensa y sin embargo llena de esperanza.
La misión histórica del Papa Juan está
inflamada el deseo de infundir nuevo espíritu a la fe cristiana. No sólo se
propone acercar la Iglesia más al mundo moderno, sino también terminar con la
escisión que ha debilitado al cristianismo por los cuatro siglos transcurridos
desde la Reforma protestante. Al extender la mano de la amistad a los no
católicos (a quienes llama “hermanos separados”), el Sumo Pontífice da un paso
hacia ese objetivo huidizo y remoto que es la unidad cristiana.
El Papa Juan XXIII, que tiene 81 años, es
por ello el más querido de los pontífices modernos. Ha demostrado tanto calor
humano, tanta sencillez y simpatía, que se ganó a un tiempo a católicos y
protestantes, e incluso a los que no profesan el cristianismo. Su reciente
enfermedad provocó una ola de inquietud en todo el mundo. El teólogo
protestante Paul Tilich dijo:
“Si alguien merece hoy que se rece por él,
es el Papa Juan. Es un hombre bueno”.
Subversión
en San Pedro. Ya se puede ver claramente la importancia de las fuerzas
desatadas por el Papa Juan XXIII. Al revelar el catolicismo la presencia de un
nuevo espíritu rejuvenecedor que pide cambios, el Concilio del Vaticano destruyó
el concepto protestante de una Iglesia Católica cerrada y absolutista.
Cuando los obispos fueron a Roma a tomar
parte de las deliberaciones, el Papa los animó a expresar con “santa libertad”
sus puntos de vista. Los prelados, que durante mucho tiempo habían considerado
a Roma como la única fuente del poder y la autoridad, se reunieron por primera
vez en sus vidas para descubrir que en ellos también, y no en el Vaticano,
residía la autoridad necesaria para dirigir la política de la Iglesia.
En su afán por defender las doctrinas
atacadas hace cuatro siglos por la Reforma, la Iglesia Católica había exagerado
a menudo sus diferencias con el protestantismo, y se había vuelto cada vez más
dogmática en asuntos como el de la Virgen María, los sacramentos y la
infalibilidad pontificia. Al llegar la era atómica, el catolicismo está acaso
en la plenitud de su historia por el número de sus fieles, por su influencia y
por el respeto que inspira; y no obstante continuaba librando las viejas
batallas en contra del protestantismo y del “modernismo”.
Los hombres en quienes recaía la mayor
responsabilidad por esa actitud negativa en los miembros de la Curia Romana o
cuerpo administrativo central de la Iglesia. Compuesta en su mayor parte por
italianos de edad avanzada, que viven completamente aislados del mundo moderno,
la Curia obra de acuerdo a normas ultraconservadoras y de ella dependen todos
los seminarios donde se forman los sacerdotes jóvenes, todas las actividades
misioneras del catolicismo, el derecho canónico y la liturgia. El Santo Oficio
presidido por el cardenal Alfredo Ottaviani, a menudo ha hecho callara o
amonestado a los intelectuales católicos, prohibiéndolos publicar sus obras, y
luego prohibiéndoles decir que habían sido prohibidas. El lema al que se ha
atenido tradicionalmente la Curia en sus decisiones, que afectan a todos a
todos los católicos del mundo, ha sido: “Roma ha hablado; la causa ha
terminado”.
Mas ahora es evidente que la causa no está
terminada, ni mucho menos. Los teólogos católicos se han entregado a nuevos
estudios bíblicos que les hacen ver de una manera nueva la naturaleza y la
forma de la revelación, y que les impele
a no desdeñar la cooperación de los teólogos protestantes. Especialmente
en Europa, una nueva generación de pensadores católicos enfoca desde otros
ángulos la teología, y algunos de ellos, como el paleontólogo Pierre Teilhard
de Chardin, hallan también un nuevo sentido en la ciencia. El genio de Juan
XXIII comprendió que había llegado la hora de renovar por dentro la Iglesia, y
preparó el camino para ello.
Contra
ideas anticuadas. El mero hecho de haberse iniciado el Concilio representa
un señalado triunfo. La Curia, evidentemente, no lo quería. Según se cuenta en
el Vaticano, uno de los miembros dijo al Papa:
-Será
imposible celebrar concilio en 1963.
-Muy bien, lo
convocaremos en 1962 –repuso el Sumo Pontífice.
Cuando los cardenales de la Curia
comprendieron que el Papa estaba decidido a convocar un concilio, se dedicaron
a preparar los asuntos que debían tratarse en él, mas, siguiendo su tendencia
conservadora, omitieron muchos de los temas que el Sumo Pontífice deseaba ver
representados por los obispos de todo el mundo. El Papa dejó que la Curia
arreglara las cosas a su modo, pero cuando los prelados llegaron a Roma,
comenzaron a recibir discretas llamadas telefónicas del secretario privado de
Su Santidad, en las que les insinuaba sutilmente que la opinión curial no
siempre debía coincidir con la de Juan XXIII.
Los obispos de ideas más progresistas se
sintieron alentados. Uno de ellos, norteamericano, dijo: “Oímos ahora en
público cosas que habíamos pensado durante mucho tiempo en nuestros adentros”.
En la primera sesión del Concilio se riñeron
decisivos debates en torno a tres puntos importantes:
*Reformas litúrgicas. Por 1922 votos
contra 11, el Concilio aprobó reformas litúrgicas que, entre otras cosas, dejan
a elección de los obispos de todo el mundo qué partes de la misa quieren que se
recen en el idioma de sus respectivos países. Este voto tiene en realidad un
significado que no se limita a modificar ceremonias del culto; es como si un
Ministerio de Relaciones Exteriores permitiera a sus embajadas dirigir la
política de su país. Un privilegio tradicional de la Curia, el derecho de
cambiar la liturgia, será ejercido en adelante hasta cierto punto por
conferencias de obispos de una nación, de un territorio lingüístico o de un
continente. Por tanto, está franco el camino para un proceso de
descentralización que acaso se extienda a las actividades misionales y a la
dirección de los seminarios.
* Las fuentes de la Revelación. En este
debate crucial, la propuesta preparada por el cardenal conservador Ottaviani y
su comisión, afirmaba en forma intransigente la separación de las dos fuentes
de la revelación reconocidas por la Iglesia: Las Escrituras y la tradición.
Pero los protestantes aceptan sólo una fuente: las Escrituras, y los elementos
progresistas del Concilio, que no veían razón para ahondar las diferencias
entre católicos y protestantes, deseaban presentar las Escrituras y la
tradición como dos brazos de un mismo río.
El enconado debate prosiguió durante casi
dos semanas. El Papa, que lo seguía desde sus apartamentos mediante una
televisión de circuito cerrado, decidió que no había por qué seguir discutiendo
un documento que despertaba objeciones en tantos obispos. Por tanto, suspendió
el debate y ordenó que redactara otra vez la propuesta una nueva comisión en la
que tomaban parte el cardenal Ottaviani y el cardenal Agustín Bea, jesuita que
presidía la recién creada Secretaría para Promover la Unidad Cristiana y jefe
de los miembros progresistas del Concilio. El padre canadiense Gregory Baum,
teólogo del congreso, dijo: “Este día señalará en la historia el fin de la
contra-Reforma”.
“Ahora comienza mi concilio”, comentó el
Papa.
*La naturaleza de la Iglesia. Cuando
llegó el momento de la discusión el proyecto del cardenal Ottaviani sobre la
naturaleza de la Iglesia moderna, que constituía una reafirmación invencible de
la organización eclesiástica, los elementos progresistas estaban listos para
rebatirlo. El documento fue devuelto para que se redactara de nuevo, lo que dio
por resultado una posición católica más tolerante en lo que se refiere a las
relaciones de la Iglesia con el Estado y a la libertad de cultos.
Es evidente que el Papa quedó satisfecho con
los resultados de la primera reunión del Concilio. Para asegurarse de que
durante la segunda los asuntos se muevan más rápidamente, ha establecido una
nueva secretaría dirigida por su Secretario de Estado a fin de que continúe las
deliberaciones hasta que los miembros del Concilio vuelvan a reunirse el 8 de
setiembre. En cuanto a las diferencias ocurridas en el congreso, les restó
importancia diciendo: “No somos monjes cantando en el coro”.
Un
hombre intuitivo. Aunque el Papa Juan XXIII constituye una feliz sorpresa,
tanto para la Iglesia Católica como para el mundo, su vida está llena de hitos
que indican con claridad su desarrollo. Es un ser intuitivo que puede llegar al
corazón de un asunto sin seguir el camino tortuoso de otros cerebros acaso más
profundos y razonadores. Los años pasados en la granja familiar, situada en el
norte de Italia, ejercieron perdurable influencia sobre él. Cuando algunos
obispos le preguntaron qué se proponía hacer una vez que el Concilio terminase,
repuso: “Pasar un día en el campo, arando la tierra con mis hermanos”.
No es un intelectual ni un teólogo profundo,
y no se guía por conceptos, sino por una fundamental experiencia humana. A
través de los años ha absorbido y sintetizado esta experiencia en un grado
extraordinario.
A diferencia de la mayoría de los papas,
Angelo Giuseppe Roncalli ha pasado la mayor parte de su vida lejos de las
influencias restrictivas de Roma. Aprendió a respetar a pueblos de muchas
creencias, y fue respetado por ellos. Enseñó durante un año patrística (ciencia
que estudia la vida de los Santos Padres) en el Seminario Pontificial de
Letrán, en Roma, cuando era todavía un joven sacerdote, y después fue enviado
como visitador apostólico a la remota Bulgaria (1925-1934). De ese país pasó a
Grecia y a la Turquía mahometana, donde permaneció por diez años. Desde allí se
le trasfirió a la agitada Francia de fines de la segunda guerra mundial. Los
franceses quedaron cautivados por la humildad de Roncalli y sus dotes de raconteur, y en 1953 Pío XII le dio el capelo cardenalicio y la sede metropolitana
de Venecia.
Anfitrión
de gobernantes. Al ascender al papado, Juan XXIII pidió que no se le
considerara un Papa diplomático, político o intelectual, sino “un buen pastor
dispuesto a defender la verdad y el bien”. Ha salido del Vaticano 139 veces
para visitar asilos de huérfanos, cárceles, escuelas e iglesias. Ha suprimido
costumbres tales como la de impedir que los turistas subieran a la cúpula de
San Pedro mientras el Papa se paseaba por los jardines que se extienden debajo:
“¿Por qué no han de mirar? No estoy haciendo nada escandaloso”.
Ha recibido a más gobernantes que ningún
otro Papa (32), y algunas de esas visitas tienen importancia histórica, entre
ellas la del primer soberano griego ortodoxo que haya aceptado la hospitalidad
de un Sumo Pontífice desde los días del último emperador bizantino; la del
primer arzobispo de Canterbury, desde el siglo XIV; la del primer prelado principal
de la iglesia episcopal norteamericana y la del primer gran sacerdote
sintoísta. Cuando Jacqueline Kennedy fue anunciada, el Papa preguntó a su
secretario cómo debía dirigirse a ella. “Dígale Mrs. Kennedy, o Madame”.
Mientras la aguardaba en su biblioteca
privada, el Papa murmuraba: “Mrs. Kennedy, Madame; Madame, Mrs. Kennedy…”
En eso se abrieron las puertas y apareció la
esposa del Presidente norteamericano. Juan XXIII se puso de pie, extendió los
brazos y exclamó: “!Jacqueline!
Eterno
optimista. El Papa Juan XXIII ha traído una cristiandad profundamente
perturbada por la condición del mundo algo más que un simple sentimiento de
buena voluntad: ha puesto de relieve el renovado optimismo que está en el fondo
del mensaje cristiano. Dice: “Yo siempre soy optimista, aun cuando advierto en
torno de mí honda preocupación por el destino de la humanidad”.
Al mundo en general, Juan XXIII ha dado algo
que ni la ciencia ni la diplomacia pueden ofrecer: el sentido de unidad del
linaje humano. Esta interpretación se encuentra en el núcleo de la tradición
cristiana, cuyo Dios vive en la historia, e invita a la familia del hombre a
colaborar con él para formarla. Si esa invitación es desoída por un mundo en
tensión y deslumbrado por sus propias conquistas, la cristiandad debe asumir la
culpa que le corresponde. El Papa cree que es necesario salvar al hombre donde
está, no donde debiera estar. Al obligar a la cristiandad a reflexionar en su
actitud ante el mundo y al curar las heridas que la han convulsionado durante
siglos, ha ayudado mucho a recobrar el sentido cristiano de la familia.
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