lunes, 14 de abril de 2014

JUAN XXIII, EL PAPA DE LA UNIDAD

EL SUMO PONTÍFICE, AGRACIADO CON EL DON DE COMPRENDER POR INTUICIÓN LAS ESPERANZAS Y LA NECESIDADES HUMANAS, PUSO EN MOVIMIENTO IDEAS Y SENTIMIENTOS CAPACES DE INFUNDIR NUEVA VIDA A LA CRISTIANDAD.
CONDENSADO DE “TIME”
AUN COMPARÁNDOLO con otros importantísimos acontecimientos ocurridos en 1962, el momento, trascendental para la cristiandad, en que se abrió la primera sesión del Concilio Ecuménico de Roma, tiene asegurado ya un lugar destacado en la historia. Al convocar ese concilio para “renovar” la Iglesia Católica, el Papa Juan XXIII puso en movimiento ideas y fuerzas que no sólo afectarán al conjunto de los cristianos, sino a toda la población del mundo, y cuyo efecto se advertirá hasta mucho tiempo después de que hayan disminuido las preocupaciones seculares de esta época, tensa y sin embargo llena de esperanza.
   La misión histórica del Papa Juan está inflamada el deseo de infundir nuevo espíritu a la fe cristiana. No sólo se propone acercar la Iglesia más al mundo moderno, sino también terminar con la escisión que ha debilitado al cristianismo por los cuatro siglos transcurridos desde la Reforma protestante. Al extender la mano de la amistad a los no católicos (a quienes llama “hermanos separados”), el Sumo Pontífice da un paso hacia ese objetivo huidizo y remoto que es la unidad cristiana.
   El Papa Juan XXIII, que tiene 81 años, es por ello el más querido de los pontífices modernos. Ha demostrado tanto calor humano, tanta sencillez y simpatía, que se ganó a un tiempo a católicos y protestantes, e incluso a los que no profesan el cristianismo. Su reciente enfermedad provocó una ola de inquietud en todo el mundo. El teólogo protestante Paul Tilich dijo:
   “Si alguien merece hoy que se rece por él, es el Papa Juan. Es un hombre bueno”.
   Subversión en San Pedro. Ya se puede ver claramente la importancia de las fuerzas desatadas por el Papa Juan XXIII. Al revelar el catolicismo la presencia de un nuevo espíritu rejuvenecedor que pide cambios, el Concilio del Vaticano destruyó el concepto protestante de una Iglesia Católica cerrada y absolutista.
   Cuando los obispos fueron a Roma a tomar parte de las deliberaciones, el Papa los animó a expresar con “santa libertad” sus puntos de vista. Los prelados, que durante mucho tiempo habían considerado a Roma como la única fuente del poder y la autoridad, se reunieron por primera vez en sus vidas para descubrir que en ellos también, y no en el Vaticano, residía la autoridad necesaria para dirigir la política de la Iglesia.
   En su afán por defender las doctrinas atacadas hace cuatro siglos por la Reforma, la Iglesia Católica había exagerado a menudo sus diferencias con el protestantismo, y se había vuelto cada vez más dogmática en asuntos como el de la Virgen María, los sacramentos y la infalibilidad pontificia. Al llegar la era atómica, el catolicismo está acaso en la plenitud de su historia por el número de sus fieles, por su influencia y por el respeto que inspira; y no obstante continuaba librando las viejas batallas en contra del protestantismo y del “modernismo”.
   Los hombres en quienes recaía la mayor responsabilidad por esa actitud negativa en los miembros de la Curia Romana o cuerpo administrativo central de la Iglesia. Compuesta en su mayor parte por italianos de edad avanzada, que viven completamente aislados del mundo moderno, la Curia obra de acuerdo a normas ultraconservadoras y de ella dependen todos los seminarios donde se forman los sacerdotes jóvenes, todas las actividades misioneras del catolicismo, el derecho canónico y la liturgia. El Santo Oficio presidido por el cardenal Alfredo Ottaviani, a menudo ha hecho callara o amonestado a los intelectuales católicos, prohibiéndolos publicar sus obras, y luego prohibiéndoles decir que habían sido prohibidas. El lema al que se ha atenido tradicionalmente la Curia en sus decisiones, que afectan a todos a todos los católicos del mundo, ha sido: “Roma ha hablado; la causa ha terminado”.
   Mas ahora es evidente que la causa no está terminada, ni mucho menos. Los teólogos católicos se han entregado a nuevos estudios bíblicos que les hacen ver de una manera nueva la naturaleza y la forma de la revelación, y que les impele  a no desdeñar la cooperación de los teólogos protestantes. Especialmente en Europa, una nueva generación de pensadores católicos enfoca desde otros ángulos la teología, y algunos de ellos, como el paleontólogo Pierre Teilhard de Chardin, hallan también un nuevo sentido en la ciencia. El genio de Juan XXIII comprendió que había llegado la hora de renovar por dentro la Iglesia, y preparó el camino para ello.
   Contra ideas anticuadas. El mero hecho de haberse iniciado el Concilio representa un señalado triunfo. La Curia, evidentemente, no lo quería. Según se cuenta en el Vaticano, uno de los miembros dijo al Papa:
-Será imposible celebrar concilio en 1963.
-Muy bien, lo convocaremos en 1962 –repuso el Sumo Pontífice.
   Cuando los cardenales de la Curia comprendieron que el Papa estaba decidido a convocar un concilio, se dedicaron a preparar los asuntos que debían tratarse en él, mas, siguiendo su tendencia conservadora, omitieron muchos de los temas que el Sumo Pontífice deseaba ver representados por los obispos de todo el mundo. El Papa dejó que la Curia arreglara las cosas a su modo, pero cuando los prelados llegaron a Roma, comenzaron a recibir discretas llamadas telefónicas del secretario privado de Su Santidad, en las que les insinuaba sutilmente que la opinión curial no siempre debía coincidir con la de Juan XXIII.
   Los obispos de ideas más progresistas se sintieron alentados. Uno de ellos, norteamericano, dijo: “Oímos ahora en público cosas que habíamos pensado durante mucho tiempo en nuestros adentros”.
   En la primera sesión del Concilio se riñeron decisivos debates en torno a tres puntos importantes:
*Reformas litúrgicas. Por 1922 votos contra 11, el Concilio aprobó reformas litúrgicas que, entre otras cosas, dejan a elección de los obispos de todo el mundo qué partes de la misa quieren que se recen en el idioma de sus respectivos países. Este voto tiene en realidad un significado que no se limita a modificar ceremonias del culto; es como si un Ministerio de Relaciones Exteriores permitiera a sus embajadas dirigir la política de su país. Un privilegio tradicional de la Curia, el derecho de cambiar la liturgia, será ejercido en adelante hasta cierto punto por conferencias de obispos de una nación, de un territorio lingüístico o de un continente. Por tanto, está franco el camino para un proceso de descentralización que acaso se extienda a las actividades misionales y a la dirección de los seminarios.
* Las fuentes de la Revelación. En este debate crucial, la propuesta preparada por el cardenal conservador Ottaviani y su comisión, afirmaba en forma intransigente la separación de las dos fuentes de la revelación reconocidas por la Iglesia: Las Escrituras y la tradición. Pero los protestantes aceptan sólo una fuente: las Escrituras, y los elementos progresistas del Concilio, que no veían razón para ahondar las diferencias entre católicos y protestantes, deseaban presentar las Escrituras y la tradición como dos brazos de un mismo río.
   El enconado debate prosiguió durante casi dos semanas. El Papa, que lo seguía desde sus apartamentos mediante una televisión de circuito cerrado, decidió que no había por qué seguir discutiendo un documento que despertaba objeciones en tantos obispos. Por tanto, suspendió el debate y ordenó que redactara otra vez la propuesta una nueva comisión en la que tomaban parte el cardenal Ottaviani y el cardenal Agustín Bea, jesuita que presidía la recién creada Secretaría para Promover la Unidad Cristiana y jefe de los miembros progresistas del Concilio. El padre canadiense Gregory Baum, teólogo del congreso, dijo: “Este día señalará en la historia el fin de la contra-Reforma”.
   “Ahora comienza mi concilio”, comentó el Papa.
*La naturaleza de la Iglesia. Cuando llegó el momento de la discusión el proyecto del cardenal Ottaviani sobre la naturaleza de la Iglesia moderna, que constituía una reafirmación invencible de la organización eclesiástica, los elementos progresistas estaban listos para rebatirlo. El documento fue devuelto para que se redactara de nuevo, lo que dio por resultado una posición católica más tolerante en lo que se refiere a las relaciones de la Iglesia con el Estado y a la libertad de cultos.
   Es evidente que el Papa quedó satisfecho con los resultados de la primera reunión del Concilio. Para asegurarse de que durante la segunda los asuntos se muevan más rápidamente, ha establecido una nueva secretaría dirigida por su Secretario de Estado a fin de que continúe las deliberaciones hasta que los miembros del Concilio vuelvan a reunirse el 8 de setiembre. En cuanto a las diferencias ocurridas en el congreso, les restó importancia diciendo: “No somos monjes cantando en el coro”.
   Un hombre intuitivo. Aunque el Papa Juan XXIII constituye una feliz sorpresa, tanto para la Iglesia Católica como para el mundo, su vida está llena de hitos que indican con claridad su desarrollo. Es un ser intuitivo que puede llegar al corazón de un asunto sin seguir el camino tortuoso de otros cerebros acaso más profundos y razonadores. Los años pasados en la granja familiar, situada en el norte de Italia, ejercieron perdurable influencia sobre él. Cuando algunos obispos le preguntaron qué se proponía hacer una vez que el Concilio terminase, repuso: “Pasar un día en el campo, arando la tierra con mis hermanos”.
   No es un intelectual ni un teólogo profundo, y no se guía por conceptos, sino por una fundamental experiencia humana. A través de los años ha absorbido y sintetizado esta experiencia en un grado extraordinario.
   A diferencia de la mayoría de los papas, Angelo Giuseppe Roncalli ha pasado la mayor parte de su vida lejos de las influencias restrictivas de Roma. Aprendió a respetar a pueblos de muchas creencias, y fue respetado por ellos. Enseñó durante un año patrística (ciencia que estudia la vida de los Santos Padres) en el Seminario Pontificial de Letrán, en Roma, cuando era todavía un joven sacerdote, y después fue enviado como visitador apostólico a la remota Bulgaria (1925-1934). De ese país pasó a Grecia y a la Turquía mahometana, donde permaneció por diez años. Desde allí se le trasfirió a la agitada Francia de fines de la segunda guerra mundial. Los franceses quedaron cautivados por la humildad de Roncalli y sus dotes de raconteur, y en 1953 Pío XII le dio el capelo cardenalicio y la sede metropolitana de Venecia.
   Anfitrión de gobernantes. Al ascender al papado, Juan XXIII pidió que no se le considerara un Papa diplomático, político o intelectual, sino “un buen pastor dispuesto a defender la verdad y el bien”. Ha salido del Vaticano 139 veces para visitar asilos de huérfanos, cárceles, escuelas e iglesias. Ha suprimido costumbres tales como la de impedir que los turistas subieran a la cúpula de San Pedro mientras el Papa se paseaba por los jardines que se extienden debajo: “¿Por qué no han de mirar? No estoy haciendo nada escandaloso”.
   Ha recibido a más gobernantes que ningún otro Papa (32), y algunas de esas visitas tienen importancia histórica, entre ellas la del primer soberano griego ortodoxo que haya aceptado la hospitalidad de un Sumo Pontífice desde los días del último emperador bizantino; la del primer arzobispo de Canterbury, desde el siglo XIV; la del primer prelado principal de la iglesia episcopal norteamericana y la del primer gran sacerdote sintoísta. Cuando Jacqueline Kennedy fue anunciada, el Papa preguntó a su secretario cómo debía dirigirse a ella. “Dígale Mrs. Kennedy, o Madame”.
   Mientras la aguardaba en su biblioteca privada, el Papa murmuraba: “Mrs. Kennedy, Madame; Madame, Mrs. Kennedy…”
   En eso se abrieron las puertas y apareció la esposa del Presidente norteamericano. Juan XXIII se puso de pie, extendió los brazos y exclamó: “!Jacqueline!
   Eterno optimista. El Papa Juan XXIII ha traído una cristiandad profundamente perturbada por la condición del mundo algo más que un simple sentimiento de buena voluntad: ha puesto de relieve el renovado optimismo que está en el fondo del mensaje cristiano. Dice: “Yo siempre soy optimista, aun cuando advierto en torno de mí honda preocupación por el destino de la humanidad”.

  Al mundo en general, Juan XXIII ha dado algo que ni la ciencia ni la diplomacia pueden ofrecer: el sentido de unidad del linaje humano. Esta interpretación se encuentra en el núcleo de la tradición cristiana, cuyo Dios vive en la historia, e invita a la familia del hombre a colaborar con él para formarla. Si esa invitación es desoída por un mundo en tensión y deslumbrado por sus propias conquistas, la cristiandad debe asumir la culpa que le corresponde. El Papa cree que es necesario salvar al hombre donde está, no donde debiera estar. Al obligar a la cristiandad a reflexionar en su actitud ante el mundo y al curar las heridas que la han convulsionado durante siglos, ha ayudado mucho a recobrar el sentido cristiano de la familia.

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