(Condensado
de “Vogue”)
LA
PERSONALIDAD de madame Chiang iradia grandeza comunicativa, intensa emoción y
autoridad moral. En los actos públicos, cuando se yergue en el escenario
rodeada de avezados políticos, semeja la hoja vibrante de una espada. Sus
frases son siempre exactas, sin defecto ni exceso; sus discursos tienen la
sobria belleza de las obras de arte. Su espíritu ve el blanco, calcula el
ataque, y se lanza. Cuando no está lista para atacar y se ve atacada, cae en
guardia con gracioso encanto. Sus armas defensivas son la frase ingeniosa, el
discreto uso de los proverbios, y la simpatía, que le sirve de escudo.
Cuando habló en el Madison Square Garden de
Nueva York, cortó el diluvio de adjetivos encomiásticos que le ofrendaba un
equipo de nueve gobernadores para decir: “Es menester desterrar el odio del
mundo que hemos de reconstruir… Por muchos males que hayamos sufrido, debemos
esforzarnos en perdonar a quienes los
causaron, y en recordar únicamente las enseñanzas que hayamos derivado de esos
males”.
Cuando habló, poseída de dolorosa emoción,
en Wellesley College,lo hizo de aquello que conoce mejor que ninguna otra
mujer: la necesidad de la cooperación mu8ndial, la responsabilidad que incumbe
a las mujeres cultas. He aquí sus palabras: “En primer término, nos es precisa
la cooperación… En segundo, el espíritu de humildad… En último término, aunque
no ceda en importancia a las anteriores, viene la probidad de pensamiento y
acción. Es el pensamiento trascendental y su traducción en hechos que merezcan
calificarse de progresos humanos, lo que diferencia al hombre de la bestia”.
La idea inspiradora de su discurso ante el
Congreso de los Estados Unidos, era sencilla: El Japón es nuestro más grave
problema. “No olvidemos”, dijo entonces, “que el Japón dispone en los
territorios que actualmente ocupa, de mayores recursos que Alemania. No
olvidemos que cuanto más tiempo se deje al Japón en indisputada posesión de
tales recursos, tanto mayor será su fuerza. Cada día que pasa le pagamos más
crecido tributo en vida de norteamericanos y chinos”.
Tanta era la admiración que madame Chiang
despertaba en todos; tan decisivo el ascendiente con que se imponía, así por su
inteligencia como por su simpatía de mujer, que ocasiones hubo en que fue
preciso recordarles a los norteamericanos que lo principal era su misión, y que
ésta era la que correspondía a la emisaria de una nación en guerra. Así lo hizo
al decirles tan lacónica como expresivamente: “!Arrojemos al enemigo al mar!”
No hay comentarios:
Publicar un comentario