Esta noche
estoy solo conmigo, madre mía, con mis músculos de hombre y con mi pequeño
corazón infantil, abrazado a tu inmortalidad que no quiere marcharse de la
tierra; de esta tierra a la vez tan áspera y tan dulce, tan positiva y tan incierta…
Mi pequeño corazón ha retozado en tu regazo
tibio, como en otros días blancos; y mi amor te ha tenido a mi lado,
acariciando tus manos, mientras tus labios fingían reproches y enfados, a la
par que tus pupilas de madona me besaban grávidas de miel.
He llamado a la Muerte: la he adulado con
tres o cuatro zalemas de esas que tú me enseñaste cuando estaba chiquito para
comprarme. La he colmado de decires sabrosos, como hacía con mi niñera. Al fin,
la he sobornado.
Le he dicho: “Oye, gentil damita negra, deja a mi madrecita
por unos momentos”.
“Ella me ha dicho: “Bueno, hijo, qué
fastidioso eres” y se ha ido (me ha llamado: “hijo”. ¿Porqué, madrecita, todos
seremos hijos de la Muerte”?)
Es así como esta noche henchida de tu
silencio, estoy solo conmigo madre mía; con mis músculos de hombre y con mi
pequeño corazón infantil, abrazado a tu inmortalidad.
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