lunes, 14 de abril de 2014

EL HOMBRE QUE TRAICIONÓ A JESUCRISTO / Ernest HAUSER

“¿No os he escogido a vosotros doce, y uno de vosotros es un diablo?” Con estas palabras escalofriantes se refiere Jesucristo por primera vez a la conjura que habría de entregar su persona a los que tramaban su muerte. Pero Juan nos lo dice en el Cuarto Evangelio: “Hablaba de Judas Iscariote, el hijo de Simón; pues era él quien había de hacerle traición”.
Como siniestro antagonista de Jesús, Judas ha sido a lo largo de las edades aborrecido por los cristianos. Durante siglos se practicó en la Cristiandad la costumbre de quemarlo  en efigie en las proximidades de a la Pascua Florida. Los pintores lo han pintado como un horrendo monstruo repelente. En poemas épicos, en baladas y en el teatro lo han presentado como al peor y más abominable engendro de la Cristiandad. Quien dice Judas, dice “traidor”.
¿Quién fue el pérfido discípulo que ha concitado tanto odio? La Biblia nos da de él muy escasa noticia. Continúa siendo un personaje enigmático. No vemos con claridad ni el verdadero propósito de su nefanda acción, ni las causas que lo impulsaron  a ella.  Aunque los ministriles medioevo solían entretener y empavorecer a sus oyentes , en plazas y ferias, con espeluznantes invenciones de la vida anterior y los crímenes de Judas, nadie sabe una palabra de sus antecedentes. Judas era un nombre común entre los hebreos; pero el sobrenombre de Iscariote es un hueso duro de roer para los eruditos. Quizá derive de una voz aramea que significa “hipócrita”, o “mentiroso”; pero la mayoría de los escriturarios opina que designa a quien lo lleva como natural de Queriot, villa meridional de Palestina. Sería, pues, Judas, el único de los compañeros de Jesucristo que no hubiese nacido en Galilea, lo que lo hacía forastero entre ellos.
Estudio sicológico. No existe, sin embargo, razón conocida, o válida, para sospechar que Judas se uniese al grupo con intenciones torcidas. Reconocía en Jesucristo a un guía de enorme influencia y excepcional personalidad.; y, como los demás discípulos, lo dejó todo por seguir sus pasos y abrazar su doctrina. Al principio no se advirtió nada que lo distinguiese de los otros once con los que recorría los caminos de palestina proveyendo solícitamente a las necesidades del Maestro. Juntos compartían las estrecheces y la común intimidad fraterna. Juntos se aventuraban a entrar en las ladeas hostiles, desafiando la furia de los perros ya la granizada de certeras piedras. Comían en el mismo plato, bebían el agua fresca de las mismas fuentes, se sentaban por la noche en torno del mismo fuego, oyendo a Jesucristo explicar esta frase o esta parábola. Judas era el tesorero del grupo: guardaba los fondos comunes, recibía los donativos y desembolsaba el dinero para los gastos y las limosnas. Es obvio que si Jesús y los otros  hubiesen desconfiado de él, no le habrían asignado esa función.
El hecho de haber optado Judas libre y deliberadamente por el mal constituye el más interesante y complejo fenómeno sicológico de Nuevo Testamento. Vemos cómo empieza su trayectoria de malvado cometiendo irregularidades. San Juan nos dice que fue un “ladrón”, un desfalcador de los fondos que custodiaba, y que no se ocupaba gran cosa de los pobres que Jesús había puesto a cargo de él.
La revelación de su sordidez nos conturba tanto más cuanto que nos sorprende en medio de una escena profundamente conmovedora. Estamos en Betania, tranquila aldea situada del otro lado del Monte de los Olivos, a unos tres kilómetros de Jerusalén. Jesús tiene allí un amigo entrañable, Lázaro, a quien poco antes había sacado milagrosamente del reino oscuro de la muerte. Se agasaja al Señor y a sus discípulos con un banquete al que asiste el redivivo Lázaro. Una de las dos hermanas de Lázaro, María, unge los pies de Jesús con un bálsamo precioso y se los seca con su propia cabellera.
A Judas le contraría la generosa acción. ¿Por qué no se vendió ese bálsamo en 300 dineros para dárselos a los pobres?” pregunta con malévola sorna. El Maestro lo ataja: “!Déjala!” Y explica que el acto de tierna devoción de María no es sino un prenuncio de su propia e inminente muerte: son los cuerpos muertos los que se ungen, no los vivos.
Infame trato. Faltan dos meses para la Pascua, y el drama va cobrando intensidad. Cristo, cazador de almas, va a ser cazado. Hasta el Sanedrín, el Consejo Supremo judío, compuesto de ciudadanos eminentes, altos sacerdotes y jurisperitos, llegan rumores que encienden la llama de la sospecha. ¿No incita Jesús a desacatar las antiguas leyes hebreas? ¿No ha acusado públicamente de hipócritas a los escribas y a los fariseos? ¿No constituyen las muchedumbres que le salen al encuentro, y  que él mantiene como hechizadas con su palabra, materia propicia para la revuelta?
El Sanedrín acordó eliminar al peligroso agitador. No había tiempo que perder. Pronto se reunirían en Jerusalén millares de peregrinos para celebrar la Pascua, como hacían todas las primaveras. Si Jesús los arengase, podrían ocurrir graves sucesos. Un motín popular harían salir de sus cuarteles a la guarnición romana, y las autoridades judías perderían el menguado poder que aún les quedaba.
Para apresurar la detención de Jesús, los fariseos y los cabezas de los sacerdotes expidieron el mandato de que “si alguno supiera dónde se hallaba, estaba en la obligación de decirlo, para proceder a su prendimiento”. En tan tensa situación, acaso el miércoles por la noche, Judas compareció ante los sacerdotes. “¿Qué me dais si os lo entrego?
¿Y por qué obró así? ¿Qué fue lo que impulsó a Judas a hacer eso? Los Evangelios no lo dicen. No obstante, de su conducta se desprende que había perdido la fe en Jesucristo. Sin género de duda, al igual que otros, había visto en Jesús al largamente ansiado Mesías político que habría de acaudillar un levantamiento contra Roma. El dicho de Jesús de que su reino no era de este mundo produjo dolorosa conmoción a la mayoría de los apóstoles. Según leemos, Pedro llamó aparte a Jesucristo y, en privado, lo “reprendió” por su renunciamiento a todo poder mundanal. Jesús, en respuesta, lo apostrofó con insólita vehemencia: “Atrás, Satán. Pues no gustas de las cosas de Dios, sino de las de los hombres”.
Si Judas fue un patriota decepcionado, como piensan algunos escriturarios, su desengaño se tornó en odio.* Obró como hombre irritado y vengativo el que hizo el infame trato con los sacerdotes. En realidad, las 30 monedas de plata que le prometieron como recompensa eran el precio corriente de un esclavo varón. Pero Judas, ya lo hemos visto, no desdeñaba las pequeñas raterías y bien pudo el amor al dinero haberle dado el impulso final.
“¿Soy yo?” En la última cena flota en aire como un augurio siniestro. Jesucristo presiente ya que uno de sus discípulos se ha comprometido a traicionarlo villanamente por dinero. Aunque lavó humildemente los pies de Judas, como a los otros once discípulos, formuló, sin embargo, una salvedad: ¿Estáis limpios, pero no todos”. Ahora cuando pasea su mirada en derredor de la mesa, sus ojos indagadores se detienen en Judas. Si delatara a Judas, los otros discípulos se precipitarían sobre él con la rapidez de un rayo justiciero. Son muy leales a Jesús, y algunos están armados.
Sin embargo, Jesús, “turbado el espíritu”, comunica a los apóstoles su mortal congoja: “Uno de vosotros me hará traición”.
Todos se quedan atónitos. Se miran los unos a los otros, sumidos en angustiosa incertidumbre. De pronto, empezaron cada uno de por sí a preguntar: “Señor, ¿soy acaso yo?” Cuando Judas Iscariote pregunta, Jesús responde como un murmullo solo audible para el preguntante: “Tú lo has dicho”. Sólo a Juan, el discípulo predilecto que se sienta a su lado, le revela el Maestro: El que mete conmigo su mano en el plato para mojar el pan, ese es el traidor”. Al estilo tradicional de los anfitriones, Jesucristo moja el pan en vino y se lo ofrece a Judas, que lo acepta. Recordando su larga camaradería, Jesucristo, tristemente, recita las palabras del Salmo XVI: “Un hombre con quien vivía yo en dulce paz, de quien yo me fiaba, y que comía de mi pan, ha urdido una grande traición contra mí”.
Durante la cena Jesús trató a Judas con indulgencia, dándole una última oportunidad de apartarse de la conjura. Mas, como dice San Juan, “Satán entró en él”. Cuando Judas se levantó de la mesa, Jesucristo le dirigió una súplica: “Lo que vayas a hacer, hazlo pronto”. Los que oyen estas palabras creen sencillamente, que Jesucristo le encarga que vaya a la villa a comprar víveres o a repartir limosnas. Judas, resuelto a consumar su traición, sale a ejecutarla. Sabe que Jesucristo habrá de pasar la noche con sus discípulos en el Huerto de los Olivos de Getsemaní. Para evitar que los soldados cometan un error, Judas se adelanta hacia Jesucristo y le da un beso en la mejilla. Es la manera usual de saludar a un rabino, y Judas lo habría hecho ya, sin duda, en muchas ocasiones.
“!Dios te guarde, Maestro!” Al saludo del felón contestó Jesucristo afablemente: “!Oh, amigo!” ¿A qué has venido aquí?” Un momento quedan los dos grupos frente a frente. Las armas despiden reflejos a la luz ondulante de las antorchas. Pedro hiere con su espada a un criado del Sumo Sacerdote, cercenándole la oreja.
“Vuelve tu espada a la vaina”, le ordena Jesús, “porque todo el que se sirviere de la espada, a espada morirá”. El cáliz que mi Padre me tiene destinado, ¿no he de apurar hasta las heces? Un momento después se llevaron de allí a Jesús. Nadie quedó en el huerto, sino el silencio mortal y el viento cortante del alba entre los olivos.
Hijo de perdición. ¿Asistió Judas al juicio de Jesucristo? ¿Figuró entre los testigos que depusieron contra Él? Todo lo que sabemos es que la emoción de ver condenado a Jesucristo lo desequilibró y que el remordimiento hizo presa en su alma. Podemos imaginárnoslo, con sus monedas de plata tintineando en la bolsa, camino del Sanedrín: “Yo he pecado”, gritó. “He vendido la sangre inocente”. Los sacerdotes salen del Sanedrín para dirigirse al templo. Judas los sigue hasta allí y arroja las monedas contra el suelo de piedra. Entonces, según San Mateo, que nos ha dejado el único relato hecho por un contemporáneo, “Judas se partió de allí y fue y, desesperado, se ahorcó”
En el transcurso de los siglos se han hecho muchos intentos para rehabilitar la memoria detestada de Judas. El ensayista inglés Tomás De Quincey apunta la posibilidad de que lo que Judas se propuso fue empujar a Jesucristo, cuando se viese preso, a proclamarse Mesías, aniquilar a sus enemigos y erigirse en rey de una Palestina libre. Otros escritores, reacios a creer que uno de los discípulos pudiese deliberadamente planear la muerte de su Maestro, argumentan que Judas obró por orden y permisión del mismo Dios para suscitar la Pasión de Cristo y que, por consiguiente, no es culpable. Jesucristo, sin embargo, denostó a Judas de “hijo de perdición” y predijo públicamente su castigo: “!Ay del hombre que vendió al Hijo del Hombre! Más le valiera no haber nacido”.
Sin embargo, hay muchos lectores de los Evangelios que se preguntan qué hubiera sucedido si Judas, en vez de suicidarse, ciego de desesperación, se hubiese arrojado al pie de la Cruz e implorando perdón. ¿Se lo hubiese negado su Divina Víctima expirante?

*Según una teoría, “Iscariote” caracterizaba a Judas como “sicario” (del latín sica, daga), matón de un grupo de terroristas judíos que se valían del asesinato para librar a su país del yugo romano.

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