“¿No os he
escogido a vosotros doce, y uno de vosotros es un diablo?” Con estas palabras
escalofriantes se refiere Jesucristo por primera vez a la conjura que habría de
entregar su persona a los que tramaban su muerte. Pero Juan nos lo dice en el
Cuarto Evangelio: “Hablaba de Judas Iscariote, el hijo de Simón; pues era él
quien había de hacerle traición”.
Como
siniestro antagonista de Jesús, Judas ha sido a lo largo de las edades
aborrecido por los cristianos. Durante siglos se practicó en la Cristiandad la
costumbre de quemarlo en efigie en las
proximidades de a la Pascua Florida. Los pintores lo han pintado como un
horrendo monstruo repelente. En poemas épicos, en baladas y en el teatro lo han
presentado como al peor y más abominable engendro de la Cristiandad. Quien dice
Judas, dice “traidor”.
¿Quién fue el
pérfido discípulo que ha concitado tanto odio? La Biblia nos da de él muy
escasa noticia. Continúa siendo un personaje enigmático. No vemos con claridad
ni el verdadero propósito de su nefanda acción, ni las causas que lo
impulsaron a ella. Aunque los ministriles medioevo solían
entretener y empavorecer a sus oyentes , en plazas y ferias, con espeluznantes
invenciones de la vida anterior y los crímenes de Judas, nadie sabe una palabra
de sus antecedentes. Judas era un nombre común entre los hebreos; pero el
sobrenombre de Iscariote es un hueso duro de roer para los eruditos. Quizá
derive de una voz aramea que significa “hipócrita”, o “mentiroso”; pero la
mayoría de los escriturarios opina que designa a quien lo lleva como natural de
Queriot, villa meridional de Palestina. Sería, pues, Judas, el único de los
compañeros de Jesucristo que no hubiese nacido en Galilea, lo que lo hacía
forastero entre ellos.
Estudio sicológico. No existe, sin embargo, razón
conocida, o válida, para sospechar que Judas se uniese al grupo con intenciones
torcidas. Reconocía en Jesucristo a un guía de enorme influencia y excepcional
personalidad.; y, como los demás discípulos, lo dejó todo por seguir sus pasos
y abrazar su doctrina. Al principio no se advirtió nada que lo distinguiese de
los otros once con los que recorría los caminos de palestina proveyendo
solícitamente a las necesidades del Maestro. Juntos compartían las estrecheces
y la común intimidad fraterna. Juntos se aventuraban a entrar en las ladeas
hostiles, desafiando la furia de los perros ya la granizada de certeras
piedras. Comían en el mismo plato, bebían el agua fresca de las mismas fuentes,
se sentaban por la noche en torno del mismo fuego, oyendo a Jesucristo explicar
esta frase o esta parábola. Judas era el tesorero del grupo: guardaba los
fondos comunes, recibía los donativos y desembolsaba el dinero para los gastos
y las limosnas. Es obvio que si Jesús y los otros hubiesen desconfiado de él, no le habrían
asignado esa función.
El hecho de
haber optado Judas libre y deliberadamente por el mal constituye el más
interesante y complejo fenómeno sicológico de Nuevo Testamento. Vemos cómo
empieza su trayectoria de malvado cometiendo irregularidades. San Juan nos dice
que fue un “ladrón”, un desfalcador de los fondos que custodiaba, y que no se
ocupaba gran cosa de los pobres que Jesús había puesto a cargo de él.
La revelación
de su sordidez nos conturba tanto más cuanto que nos sorprende en medio de una
escena profundamente conmovedora. Estamos en Betania, tranquila aldea situada
del otro lado del Monte de los Olivos, a unos tres kilómetros de Jerusalén.
Jesús tiene allí un amigo entrañable, Lázaro, a quien poco antes había sacado
milagrosamente del reino oscuro de la muerte. Se agasaja al Señor y a sus
discípulos con un banquete al que asiste el redivivo Lázaro. Una de las dos
hermanas de Lázaro, María, unge los pies de Jesús con un bálsamo precioso y se
los seca con su propia cabellera.
A Judas le
contraría la generosa acción. ¿Por qué no se vendió ese bálsamo en 300 dineros
para dárselos a los pobres?” pregunta con malévola sorna. El Maestro lo ataja:
“!Déjala!” Y explica que el acto de tierna devoción de María no es sino un
prenuncio de su propia e inminente muerte: son los cuerpos muertos los que se
ungen, no los vivos.
Infame trato. Faltan dos meses para la Pascua, y
el drama va cobrando intensidad. Cristo, cazador de almas, va a ser cazado.
Hasta el Sanedrín, el Consejo Supremo judío, compuesto de ciudadanos eminentes,
altos sacerdotes y jurisperitos, llegan rumores que encienden la llama de la
sospecha. ¿No incita Jesús a desacatar las antiguas leyes hebreas? ¿No ha
acusado públicamente de hipócritas a los escribas y a los fariseos? ¿No
constituyen las muchedumbres que le salen al encuentro, y que él mantiene como hechizadas con su
palabra, materia propicia para la revuelta?
El Sanedrín
acordó eliminar al peligroso agitador. No había tiempo que perder. Pronto se
reunirían en Jerusalén millares de peregrinos para celebrar la Pascua, como
hacían todas las primaveras. Si Jesús los arengase, podrían ocurrir graves
sucesos. Un motín popular harían salir de sus cuarteles a la guarnición romana,
y las autoridades judías perderían el menguado poder que aún les quedaba.
Para
apresurar la detención de Jesús, los fariseos y los cabezas de los sacerdotes
expidieron el mandato de que “si alguno supiera dónde se hallaba, estaba en la
obligación de decirlo, para proceder a su prendimiento”. En tan tensa
situación, acaso el miércoles por la noche, Judas compareció ante los
sacerdotes. “¿Qué me dais si os lo entrego?
¿Y por qué
obró así? ¿Qué fue lo que impulsó a Judas a hacer eso? Los Evangelios no lo
dicen. No obstante, de su conducta se desprende que había perdido la fe en
Jesucristo. Sin género de duda, al igual que otros, había visto en Jesús al
largamente ansiado Mesías político que habría de acaudillar un levantamiento
contra Roma. El dicho de Jesús de que su reino no era de este mundo produjo
dolorosa conmoción a la mayoría de los apóstoles. Según leemos, Pedro llamó
aparte a Jesucristo y, en privado, lo “reprendió” por su renunciamiento a todo
poder mundanal. Jesús, en respuesta, lo apostrofó con insólita vehemencia: “Atrás,
Satán. Pues no gustas de las cosas de Dios, sino de las de los hombres”.
Si Judas fue
un patriota decepcionado, como piensan algunos escriturarios, su desengaño se
tornó en odio.* Obró como hombre irritado y vengativo el que hizo el infame
trato con los sacerdotes. En realidad, las 30 monedas de plata que le
prometieron como recompensa eran el precio corriente de un esclavo varón. Pero
Judas, ya lo hemos visto, no desdeñaba las pequeñas raterías y bien pudo el
amor al dinero haberle dado el impulso final.
“¿Soy yo?” En
la última cena flota en aire como un augurio siniestro. Jesucristo presiente ya
que uno de sus discípulos se ha comprometido a traicionarlo villanamente por
dinero. Aunque lavó humildemente los pies de Judas, como a los otros once
discípulos, formuló, sin embargo, una salvedad: ¿Estáis limpios, pero no todos”.
Ahora cuando pasea su mirada en derredor de la mesa, sus ojos indagadores se
detienen en Judas. Si delatara a Judas, los otros discípulos se precipitarían
sobre él con la rapidez de un rayo justiciero. Son muy leales a Jesús, y
algunos están armados.
Sin embargo,
Jesús, “turbado el espíritu”, comunica a los apóstoles su mortal congoja: “Uno
de vosotros me hará traición”.
Todos se
quedan atónitos. Se miran los unos a los otros, sumidos en angustiosa
incertidumbre. De pronto, empezaron cada uno de por sí a preguntar: “Señor,
¿soy acaso yo?” Cuando Judas Iscariote pregunta, Jesús responde como un
murmullo solo audible para el preguntante: “Tú lo has dicho”. Sólo a Juan, el
discípulo predilecto que se sienta a su lado, le revela el Maestro: El que mete
conmigo su mano en el plato para mojar el pan, ese es el traidor”. Al estilo
tradicional de los anfitriones, Jesucristo moja el pan en vino y se lo ofrece a
Judas, que lo acepta. Recordando su larga camaradería, Jesucristo, tristemente,
recita las palabras del Salmo XVI: “Un hombre con quien vivía yo en dulce paz,
de quien yo me fiaba, y que comía de mi pan, ha urdido una grande traición
contra mí”.
Durante la
cena Jesús trató a Judas con indulgencia, dándole una última oportunidad de
apartarse de la conjura. Mas, como dice San Juan, “Satán entró en él”. Cuando
Judas se levantó de la mesa, Jesucristo le dirigió una súplica: “Lo que vayas a
hacer, hazlo pronto”. Los que oyen estas palabras creen sencillamente, que
Jesucristo le encarga que vaya a la villa a comprar víveres o a repartir
limosnas. Judas, resuelto a consumar su traición, sale a ejecutarla. Sabe que
Jesucristo habrá de pasar la noche con sus discípulos en el Huerto de los
Olivos de Getsemaní. Para evitar que los soldados cometan un error, Judas se
adelanta hacia Jesucristo y le da un beso en la mejilla. Es la manera usual de
saludar a un rabino, y Judas lo habría hecho ya, sin duda, en muchas ocasiones.
“!Dios te
guarde, Maestro!” Al saludo del felón contestó Jesucristo afablemente: “!Oh,
amigo!” ¿A qué has venido aquí?” Un momento quedan los dos grupos frente a
frente. Las armas despiden reflejos a la luz ondulante de las antorchas. Pedro
hiere con su espada a un criado del Sumo Sacerdote, cercenándole la oreja.
“Vuelve tu
espada a la vaina”, le ordena Jesús, “porque todo el que se sirviere de la
espada, a espada morirá”. El cáliz que mi Padre me tiene destinado, ¿no he de
apurar hasta las heces? Un momento después se llevaron de allí a Jesús. Nadie
quedó en el huerto, sino el silencio mortal y el viento cortante del alba entre
los olivos.
Hijo de perdición. ¿Asistió Judas al juicio de
Jesucristo? ¿Figuró entre los testigos que depusieron contra Él? Todo lo que sabemos
es que la emoción de ver condenado a Jesucristo lo desequilibró y que el
remordimiento hizo presa en su alma. Podemos imaginárnoslo, con sus monedas de
plata tintineando en la bolsa, camino del Sanedrín: “Yo he pecado”, gritó. “He
vendido la sangre inocente”. Los sacerdotes salen del Sanedrín para dirigirse
al templo. Judas los sigue hasta allí y arroja las monedas contra el suelo de
piedra. Entonces, según San Mateo, que nos ha dejado el único relato hecho por
un contemporáneo, “Judas se partió de allí y fue y, desesperado, se ahorcó”
En el
transcurso de los siglos se han hecho muchos intentos para rehabilitar la
memoria detestada de Judas. El ensayista inglés Tomás De Quincey apunta la
posibilidad de que lo que Judas se propuso fue empujar a Jesucristo, cuando se
viese preso, a proclamarse Mesías, aniquilar a sus enemigos y erigirse en rey
de una Palestina libre. Otros escritores, reacios a creer que uno de los
discípulos pudiese deliberadamente planear la muerte de su Maestro, argumentan
que Judas obró por orden y permisión del mismo Dios para suscitar la Pasión de
Cristo y que, por consiguiente, no es culpable. Jesucristo, sin embargo,
denostó a Judas de “hijo de perdición” y predijo públicamente su castigo: “!Ay
del hombre que vendió al Hijo del Hombre! Más le valiera no haber nacido”.
Sin embargo,
hay muchos lectores de los Evangelios que se preguntan qué hubiera sucedido si
Judas, en vez de suicidarse, ciego de desesperación, se hubiese arrojado al pie
de la Cruz e implorando perdón. ¿Se lo hubiese negado su Divina Víctima
expirante?
*Según
una teoría, “Iscariote” caracterizaba a Judas como “sicario” (del latín sica, daga), matón de un grupo de
terroristas judíos que se valían del asesinato para librar a su país del yugo
romano.
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