Efectivamente,
de todas las antiguas culturas mexicanas: maya, tolteca, azteca, surge el
esfuerzo de liberación del hombre a través del arte; se moviliza en su impulso emotivo
hacia la belleza. El mexicano transfigura la mano, órgano hecho para fabricar herramientas
y para los menesteres mecánicos de la vida, en un grado que pocos pueblos lo
alcanzaron con tan raro y traslúcido resplandor. Esta transfiguración comienza
cuando avienta la semilla en el surco para la siembra y llega su lucimiento máximo
cuando modela masas plásticas y talla altares para los templos, esculturas para
las plazas y los estadios agonales, cuando agrupa trazos para el colorido de
las pinturas, cuando dibuja letras para los poemas. Y, sobre todo, cuando ambas manos se alzan
unidas, hacia arriba para la plegaria, transformadas en aguja vibrante que
hiende el espacio, como una verdadera antena viva de propalación y captación de
mensajes en el Infinito. Todo esto es esencia y experiencia de la libertad.
“Levantaron los mexicanos –dice un escritor-
templos tan sólidos como los de Roma y más hermosos; hermosos como los
de Atenas y más profundos”. Y, luego añade: “Las figuras complejas de sus
matemáticas y de su escritura tenían símbolos para millones de años pasados y
futuros”. La pasión del antiguo mexicano por la libertad ha quedado eternizada
en el testimonio de su arquitectura sin par, de su urbanística portentosa, de
sus obras escultóricas y pictóricas, de sus vasos líticos y de su cerámica
artística. Es el hombre que se liberta de la densidad de la materia que lo
oprime; que rompe sus cadenas terrenales en la fulguración estética de su
espíritu. Esta misma pasión lo llevaría a la gesta de la Independencia
política, primero; y a la gesta de la Revolución de 1810, después. No es una
casualidad que la Revolución mexicana se adelantara ocho años a la Revolución
rusa, que rompe el desfile de la bélica marcha revolucionaria y social de
nuestra época.
En la tensión andino-europea palpita la
pasión por la justicia, que es patente en todas sus culturas arcaicas y que lo
llevó a realizar, con los incas, una organización estatal perfecta, como no lo
pudieron lograr ninguna de las grandes culturas del Oriente y ninguno de los
pueblos europeos modernos. Una admirable organización comunitaria en la que
jamás se conoció la pobreza y el hambre, es decir, la injusticia económica y
las terribles desigualdades sociales de los otros pueblos. “Si el bienestar y
la virtud, dice Louis Baudin, fuentes de felicidad, son el objeto de la vida,
puede decirse que los incas realizaron una obra maestra”. Una organización que
arrancando de su célula primigenia, la familia, se desenvuelve en el aillu, y
se alza en sucesivos y concéntricos desarrollos hasta alcanzar el vértice de la
pirámide en la persona del soberano, el
Inca, centro divino y humano del Imperio. La estructura estatal sería el
trasunto vivo del sistema piramidal de su arquitectura y del desarrollo de sus
andenes agrícolas que se alzaban, también, en espirales ascendentes y
concéntricas hasta tocar la cúspide de las montañas eriazas o desérticas,
transformándolas en canastas floridas. Esta pasión por la justicia del indio
peruano tendrá, seguramente, su proyección y superación en etapas futuras y se
incorporará al ser histórico de la nueva América.
Empero,
libertad y justicia son dos valores espirituales, tan íntimamente trabados que
parecen en su esencia un único misterio que el hombre no ha podido dominar
todavía, no obstante sus titánicos esfuerzos en el curso de milenios sin
cuento. Ha sido el tema central de la historia y de las luchas humanas que ha
costado sacrificios heroicos y torrentes de sangre generosa. En realidad, es
una tensión espiritual permanente, cuya sustancial polaridad oscila entre la
libertad, colocada en uno de los extremos, y la justicia, asentada en el
opuesto. Un misterio huidizo, que apenas captado en algunas de sus facetas
concretas, se escapa, luego, dejando sólo esqueletos yertos que ya no expresan
su esencia. Esqueletos de instituciones o de leyes que se tornan opresivas y
que niegan su designio y su origen. Esqueletos de arte o de pensamiento que un
día estuvieron animados por la liberación triunfante del espíritu y, luego, se
vacían de toda liberación espiritual y se truecan en oquedades absolutas,
normas de rutina, que se vuelven opresivas, también para la criatura humana.
Más tarde, en nombre de ellas se levantarán cadalsos, se encenderán hogueras,
se crearán sistemas de persecución y de exterminio. Y, de nuevo, no habrá sitio
para la reciente efigie de la libertad y para el remozado semblante de la
justicia que reclaman los hombres en ese distinto momento de la historia. Y
otra vez habrá que luchar por ellas con renovado coraje porque poseen una
sustancialidad multicéfala, que en cada turno es diferente siempre. Por esta
razón, el hombre tiene que conquistarlas y merecerlas cada día, si quiere
poseerlas en su plena vigencia histórica.
Mas este es sólo un aspecto del misterioso
drama de la historia. El otro es esa tensión polar que traba a las dos en una
simbiosis eterna. Porque, como ocurrió en las antiguas culturas mexicanas,
mientras es asida alguna efigie de la libertad por la captación de la belleza,
es negada completamente la justicia. O como ocurrió en la cultura andina, que
mientras es lograda una parcela de la justicia en la admirable organización
económico-social del gobierno incaico, es negado totalmente el valor supremo de la libertad, convirtiendo
al hombre en siervo del Estado, en la unidad anónima de un rebaño. Y es que en
virtud de esta misma polaridad enigmática no puede haber nunca libertad plena
sin justicia y, a la inversa, jamás puede realizarse la justicia sin l logro
correspondiente de la libertad. ¡Es la doble dimensión de la naturaleza
integral del hombre!
Empero, esta pasión por la libertad y por la
justicia, junto con los demás valores humanos que creó la antigua América, y
aquellos que trajeron los pueblos europeos, constituye los gérmenes históricos
que entrarán en la nueva constelación vital del renacimiento americano. Esta
constelación no podrá estructurarse hacia el futuro sino dentro de la doble
tensión polar mexicano-andina, que son los dos puntales maestros de la nueva
América.
También, estas dos constelaciones culturales
que se resuelven en la doble tensión polar mexicano-andina, constituyen, en su
entraña más vivas, dos sintonías integrantes de la gran orquestación americana.
En el norte se modula la sinfonía de la belleza en que el hombre se esfuerza
por liberarse de sus lazos densos y sublunares alcanzando un agudísimo sentido
trágico en las aras sacrificiales y terribles de Huitzilopochtli, rara vez
alcanzado por otras culturas. Este logro liberador lo obtiene el mexicano a
través del colorido pictórico, de la línea arquitectónica, de la masa, del
movimiento y del volumen escultórico; de la captación y de la fuga de la luz en
su múltiple y milagrosa iridiscencia a través de los espacios cerrados en
ángulo y de los espacios abiertos hacia la ilimitación de la perspectiva. El
hombre mexicano ha salido al mundo en busca de la libertad con todos los
terrores, con todos los sobrecogimientos, con todas las potencias de su ser.
En el sur se modula la sinfonía de la
justicia a través de la familia y del aillu,
a través del trabajo organizado, coordinado y tecnificado, a través de las
realizaciones estatales y jurídicas. Convierte la tierra desértica en una madre
pródiga, en la verdadera Pachamama
que nutre a todos y no sólo a unos pocos, madre universal que regala al mundo
de todas las épocas y de todas las razas preciados alimentos básicos como la
papa, el maíz, el camote, la quinua, y tantos otros más. Convierte la tierra en
una auténtica madre nutricia, tajando su seno con una maravillosa red de
canales de regadío que ascienden desde las llanuras a las cúspides de las
montañas con una destreza técnica aún desconocida; cruzando sus pajares
dilatados con una espléndida malla de caminos, tan sólidos y tan anchos como
las vías romanas; dragando embalses de agua para aplacar la sed de su entraña
en las épocas de escasez: empapando la gleba con su sudor, con sus lágrimas,
con su ternura y hasta con su sangre. El hombre andino ha salido al mundo en busca
de la felicidad humana en la tierra.
Y así, ambas sinfonías americanas se
combinan y se funden íntimamente en un acorde intemporal y último que no ha
sonado todavía para la historia humana, pero cuya fluencia musical está
entramada de libertad y de felicidad, de justicia y belleza. Tal vez, no sean
sino cuatro aspectos o efigies de un solo y único enigma que rebasan las
palabras que intentan expresarla y que quizá sean aquello que llamamos balbuceando, sin saber apenas lo que decimos:
Vida, o Espíritu o Eternidad. Vivamos los americanos con la esperanza de que
este acorde final, este trémulo patético y luminoso del hombre, que está
flotando aún en una dimensión intemporal, se encarne algún día en la historia y
se module, desde América, para todo el mundo.
(Orrego)
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