EL ORO es un metal sui generis, feliz maridaje entre materia e idea.
Como medida decisiva de los valores pecuniarios, este hermoso metal resuena en
todo el mundo en una corriente interminable de barras amarillas perfectamente
lisas. Su precio “oficial” por onza troy
(31,1 gramos )
–que fue durante mucho tiempo de 35 dólares, pasó luego a 38 y recientemente a
42,22- no tiene ninguna relación con la demanda, ni con la oferta, ni con los
costos de su minería y metalurgia. En la mayoría de los países, desde hace
mucho, la ley ha prohibido poseerlo a los particulares, excepto en forma de
joyas. Los bancos centrales lo guardan cuidadosamente como reserva en sus
bóvedas, y las naciones lo utilizan para saldar sus operaciones de comercio
exterior.
Como pilar del actual sistema monetario internacional, el oro viene a
ser para todos nosotros poco menos que una abstracción. Pero también es algo
más: el rey de los metales y un buen amigo del hombre. Sin él nuestra
civilización no sería lo que es. Durante muchos siglos su símbolo (revelador
del amor que siempre le ha profesado la humanidad) fue una representación del
Sol: O; hoy es Au, abreviatura de su
nombre latino aurum.
Invulnerable a los
estragos del tiempo, no lo deslustra el aire, ni el agua, ni la mayor parte de
los agentes corrosivos. Lleva en sí el sello de la eternidad. Tantas veces se
ha fundido, moldeado y vuelto a fundir, que no es remota la posibilidad de que
el anillo que usted compra hoy contenga oro de los collares de la Reina de Saba. Son
innumerables las formas de utilizar este metal; desde puntas de pluma de
escribir hasta el sobredorado “cordón umbilical” que conecta al astronauta en
sus paseos espaciales con la cápsula madre.
El oro es brillante, lustroso, sumamente pesado y más maleable y dúctil
que cualquier otro metal. Se han batido con martillo hojas de no más de una
diezmilésima de milímetro de espesor; y 30 gramos de oro se
pueden estirar, sin romperse, hasta formar un hilo de 56 km . de longitud.
Para darle dureza se acostumbra usarlo en aleación con otros metales, y
entonces cambia de aspecto: la plata lo torna pálido, mientras que el cobre lo
enrojece. Es posible comunicarle tonalidades caprichosas de verde, anaranjado,
rubí o morado. Cuando se compra una alhaja, veremos impreso en ella un
contraste en que se declara su contenido de oro. La cantidad de metal puro en
un objeto se expresa en quilates; 24 quilates son oro puro. Así pues, un anillo
de 18 quilates contiene 18 partes de oro y 6 de alguna aleación.
El orfebre moderno no conoce ninguna técnica que no hubieran explorado
ya sus antecesores. En las tumbas reales de Ur se han encontrado diademas y
copas dignas de exhibirse en los escaparates de las mejores joyerías actuales,
y los etruscos, acaso los más hábiles joyeros de todos los tiempos, legaron al
mundo una pequeña escudilla incrustada con 137,000 glóbulos microscópicos de
oro que forman una pelusilla como de durazno (técnica cuyo secreto permaneció
oculto hasta 1933, cuando se volvió a descubrir).
Por ser tan compacto, el oro es un buen medio para almacenar riqueza. Un
cubo de oro puro, de 30
centímetros de lado, pesa un poco más de 500 kilos, y al
precio oficial actual valdría unos 740,000 dólares. Si se fundiera todo el oro
que se sabe existe sobre la
Tierra , y que vale unos 96.000 millones de dólares, se podría
hacer un bloque del tamaño de un granero grande.
El precioso metal se ha usado para todo: desde lo ridículo hasta lo
sublime. Un zar de Rusia jugaba con una pulga de oro de tamaño natural, que
saltaba como las de verdad. La orgullosa ciudad de Atenas coronó su Acrópolis
con una alta estatua de Palas Atenea, cuya capa de oro pesaba más de una
tonelada. La mayoría de las maravillas áureas del mundo antiguo han
desaparecido, pero todavía el visitante que vaya al Museo Egipcio del Cairo
puede admirar el ataúd de oro macizo, del rey Tutankamón: mide 1,88 m . de largo y pesa 1111 kg .
El rey Gyges de Lidia, hacia el año 650 a . de J. C, fue el
primero que acuñó monedas de oro. Tenían la forma aproximada de una haba, y
llevaban estampado en una de sus caras el emblema del Rey, que era la efigie de
un león. Aún se conservan unas cuantas de estas rudimentarias piezas, y los
coleccionistas pagan ahora hasta 3800 dólares por cada una de ellas.
Entre las muestras que Colón envió a España después de su primer viaje
trasatlántico iban algunas pepitas de oro. A medida que los españoles fueron
penetrando en el Nuevo Mundo, se dieron cuenta de que habían encontrado “El
Dorado”. Al sentar la planta en México, Hernán Cortés pasó su casco a los
indios para que se lo llenaran de oro en polvo; y en Perú, Francisco Pizarro,
al frente de 180 hombres, entró en un territorio que debió de parecerle
encantado, donde hasta los objetos ordinarios, como herramientas y muebles,
eran de oro. Los españoles parpadearon… y se aprovecharon. Durante cien años
las flotas armadas surcaron el océano en uno
y otro sentido para dejar en Sevilla su cargamento de oro y plata. Esta
riqueza se difundió por toda Europa y produjo una revolución que había de
remplazar el antiguo sistema del trueque por una economía industrial basada en
transacciones monetarias.
El oro se encuentra en casi todas partes. El cobre, el carbón y el
subsuelo arcilloso de nuestras ciudades pueden contener vestigios del noble
metal. El mar contiene seis partes de oro por cada billón de partes de agua
salada.
Sin embargo, cuando se presenta en cantidades tales que valga la pena
extraerlo, lo hace en dos formas: en vetas, o suelto. Las vetas o filones son
antiguas grietas en la roca viva rellenadas por cuarzos auríferos que surgieron
del interior de la Tierra
hace entre dos y diez millones de años. En su forma suelta, el oro estuvo
primitivamente aprisionado en los mismos filones, hasta que la erosión lo
arrastró. Las pepitas de oro fueron lavadas por las aguas y se depositaron en
los placeres o arenales de los ríos, donde por agregación mecánica se fueron
juntando para formar pepitas más grandes y palabras. Si el río cambió de curso,
se quedaron en la arena esperando a que alguien fuera a recogerlas.
Los principales yacimientos de oro se han encontrado, todos, por indicio
de algunas palabras halladas al acaso. La fiebre del oro de California empezó
un día de enero de 1848, cuando James Marshall metió su sombrero en el río
Americano, en Coloma, y lo sacó lleno de gránulos brillantes. En el curso del
año siguiente viajaron al Oeste 80,000 hombres, y algunos ganaban hasta 50
dólares diarios lavando arenas auríferas.
Las profundas y ricas minas Rand, en Sudáfrica, abiertas hace más de 80
años, producen casi la mitad del oro del mundo, o sea cerca de 2000 toneladas
anuales. Rusia va en segundo lugar en la producción mundial, con un veinticinco
por ciento. Los Estados Unidos, que en un tiempo fueron el mayor productor,
contribuyen ahora con un cuatro por ciento.
El oro se funde a una temperatura de 1063º C. y no cambia de color en su
estado líquido. Es emocionante verlo fluir en una refinería. El metal fundido
se transporta en unas jarritas que se manejan con largas tenazas de hierro, y
se vierte en moldes. El operario debe tener buen pulso, pues cualquier gotita
que se pierda representa varios gramos y vale dinero. En los moldes, al
enfriarse, van quedando las barras o lingotes, marcados con un número de serie
que los identificará en sus futuros viajes, y luego salen de la refinería en camiones
blindados.
De ahí en adelante, puede ocurrir casi cualquier cosa. Por cada siete
barras de oro que pasan por canales bien controlados, una se escapa para ir a
ver el mundo. El mercado negro mundial, con centros importantes como Beirut,
Dakar, Hong Kong y Bombay, absorbe vastas cantidades el metal, lo que no puede
sorprender a nadie, puesto que espera una utilidad de 1000 dólares a cualquiera
que pueda cruzar una frontera con un solo lingote del tamaño de una barra de
chocolate.
Aunque hoy ninguna nación usa monedas de oro, algunas siguen acuñándolo
para satisfacer la enorme demanda. Inglaterra, por ejemplo, produce brillantes
libras esterlinas que se venden muy bien en los bazares de Asia. Los ciudadanos
particulares franceses, que pueden comprar monedas de oro legalmente en
cualquier banco y que las consideran como el mejor seguro contra los desastres,
guardan cerca de una cuarta parte del oro mundial (15.000 millones de dólares)
en alacenas, frascos y colchones.
Durante siglos los hombres de ciencia aseguraron que se puede producir
oro artificialmente, por trasmutación, aunque no sabían cómo hacerlo. Los
alquimistas buscaron en vano la “piedra filosofal”, para convertir en oro los
metales corrientes. Hoy, con ciclotrones en vez de crisoles y mediante la
fisión nuclear, podemos realizar aquel antiguo sueño…, pero no es recomendable
como diversión: el físico tendría que empezar con plomo o con platino y
acabaría produciendo una pepita de oro del tamaño de una cabeza de alfiler, con
un costo equivalente al precio de varias toneladas de oro natural. No obstante,
sería auténtico oro hecho por el hombre.
Los geólogos nos aseguran que, aun quedando todavía oro suficiente en
los yacimientos que se explotan en la actualidad, no es probable que en lo
futuro se descubran nuevas minas de cierta importancia; en nuestra busca
constante, ningún campo aurífero se ha pasado por alto.
Ahora bien, sea que la producción baje o aumente, o que los precios
suban o se dejen flotar, la demanda de oro siempre será superior a la oferta.
El amarillo metal seguirá fascinando al hombre como lo ha hecho durante 6000
años.
-- Ernest HAUSER.
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