¡Gracias por su fidelidad, amabilidad y generosidad a `compartiendo la palabra
escrita´!
En señal de gratitud y regocijo decimos: ¡Viva la Palabra Escrita !
Las razones nos la da Hauser.
Condensado de “Christian HERALD”
Un aplauso a lo que acaso sea la más noble creación de la humanidad.
¡VIVA EL LIBRO!
¿Qué es un libro? En parte
materia y en parte espíritu; en parte objeto y en parte pensamiento:
considérese como se quiera, siempre será muy difícil definir qué sea eso que
llamamos libro. Su forma exterior, esencialmente la misma desde hace casi 2000
años, es tan funcional como la del lápiz o la del guante, por ejemplo, no se
puede mejorar. Sin embargo, por su índole, el libro es el más noble de los
objetos comunes de este mundo. Es un vehículo de enseñanza e ilustración, un
“ábrete, sésamo” que nos da acceso a incontables gozos o penas. Con un toque de
la mano nuestro libro se abre súbitamente y nos introducimos en un mundo
silencioso, para visitar playas remotas, descubrir tesoros ocultos o
remontarnos hasta las estrellas.
En 1971, por decisión unánime de las 128 naciones afiliadas a ella, la UNESCO (Organización de las
Naciones Unidas para la
Educación y la
Cultura ) proclamó a 1972 como el primer Año Internacional del
Libro. El hecho de que todo el mundo aplaudiera la resolución es perfectamente
explicable, pues el libro es el producto final de una conjunción única de
esfuerzos, realizados independiente y simultáneamente en muchos y muy distantes
rincones del planeta. Es como si toda la humanidad hubiera concurrido a
crearlo.
Los chinos nos dieron el papel. Fenicia inventó nuestro alfabeto. El
formato definitivo del libro se introdujo en Roma y el arte de imprimir con
tipos movibles se debe a Alemania. Inglaterra y los Estados Unidos
perfeccionaron la producción de libros. Actualmente, en sólo una hora, salen
15,000 libros terminados de las prensas de gran velocidad, y nos resulta difícil
imaginarnos una sociedad sin libros, como la de nuestros remotos antepasados, y
revivir la historia del enorme esfuerzo que hizo posible la epopeya del libro.
En el principio hubo sólo la palabra hablada. Luego, para confiar sus
pensamientos a un medio más duradero que la memoria, el hombre dio en dibujar
figuras representativas de las cosas. Quizá la más antigua pictografía,
descubierta en Mesopotamia, data de hace 6000 años. Las imágenes –ave, buey,
espiga de cebada- se grababan en blandas tabletas de arcilla, que luego se
cocían al horno para endurecerlas y poder conservarlas.
Pero tal escritura era un trabajo engorroso que se utilizaba
principalmente para consignar documentos sacerdotales y testimonios públicos.
La “literatura” de entonces –como los poemas épicos- estaba confiada casi exclusivamente a la
trasmisión oral. Pero la ágil mente mediterránea, que forjaba una nueva
cultura, requería un medio mejor para conservar el lenguaje hablado. Faltaba poco
para el comienzo del siglo XV a. de J. C. cuando los fenicios –inquietos
navegantes, sagaces mercaderes y excelentes cronistas- comenzaron a descomponer
los sonidos del lenguaje en sus elementos básicos y a combinar las
representaciones de los fonemas resultantes para formar palabras. Recuerdo muy
bien el estremecimiento que sentí cuando, al vagar entre las ruinas del puerto
fenicio de Biblos –en el actual Líbano- vi la rudimentaria inscripción grabada
en un sarcófago de piedra de una tumba real, que se cree la más antigua
escritura alfabética. Pronto adoptaron el alfabeto los griegos que dieron a las
letras formas más simples y añadieron las vocales que aún faltaban.
Apenas el hombre había aprendido a leer, cuando surgió un nuevo
problema: ¿en dónde escribir? La piel de animales, la corteza de árboles, las
hojas y las tabletas de cera resultaron deficientes. En Egipto, durante 2500
años antes de la era cristiana, los textos se habían inscrito en deleznables
láminas hechas del tallo de una planta acuática que abunda en el delta del
Nilo: el papiro. El uso de este material se extendió gradualmente por todo el
ámbito del Mediterráneo. Por lo general se unían varias láminas de papiro,
pegándolas, para formar un rollo en el que cupiera un texto largo. (Todavía
existe un rollo de 40
metros de longitud que contiene el relato pictográfico
de las hazañas del faraón Ramsés III). Pero, ¡qué cosa tan incómoda para leer!
El papiro, enrollado en una varilla de madera, se tenía que sostener con la
mano derecha mientras la mano izquierda lo desenrrollaba lentamente para poner
al descubierto la siguiente columna de escritura. Sin embargo, se cree que en
la biblioteca de Alejandría –destruida en el siglo I a. de J. C. por no se sabe
qué catástrofe o acción guerrera- había no menos de 700,000 rollos.
La caducidad del papiro incitaba a buscar algo más duradero que lo
sustituyera. En la opulenta Pérgamo, situada cerca de la costa de Asia Menor,
los escribas copiaban en pieles de ovejas, cabras o terneros, preparadas
especialmente. Este fino y traslúcido material, más fuerte que el papiro y
también plegable, llegó a ser conocido con el nombre de pergamino. Poco después
del primer año de la era cristiana un oscuro escriba romano, que tenía sentido
de lo compacto, cogió un rimero de hojas delgadas de pergamino, las dobló y las
cosió por el margen correspondiente al doblez. Así nació el libro moderno. Es
casi seguro que sus primeros impulsores fueron los cristianos de Roma. Para
ellos era esencial conservar las Escrituras en el medio más duradero, y el
pergamino no se estropeaba al manipularlo. Además, cuando se quería buscar una
referencia, como un capítulo o un versículo, ele libro se consultaba mejor que
en el rollo.
Así sucedió que, durante todo el medioevo en Europa, un ejército de
devotos monjes recluidos tras los muros de los monasterios copiaron a mano, en
hojas fuertes de pergamino, los rotos y despedazados escritos del pasado. Sin
su fatigosa labor se habrían perdido para siempre las glorias literarias de
Grecia y Roma antiguas, así como textos vitales que fueron dando su carácter a
la fe cristiana. Con frecuencia costó años copiar un tomo grueso, y muchos
monjes, antes de soltar su pluma de ave, escribieron en la última página, dando
un suspiro de alivio: “¡Gracias a Dios, he terminado!”
Mientras, en la lejana China –cuenta la tradición-, un caballero llamado
Ts´ai Lun, disgustado por el derroche que significaba emplear la costosa seda
como material para escribir, informó al emperador Ho-ti que se podía hacer una
sustancia mucho más barata machacando trapos, corteza de árbol y viejas redes
de pescar hasta convertirlas en pulpa, que se disponía después en capas
delgadas, cuya superficie superior se alisaba, se limpiaba y se ponía a secar.
Así, en el año 105 de nuestra era, irrumpió el papel en la historia… para
permanecer durante seis siglos como un secreto de Oriente celosamente guardado.
Pero al fin, después de tanto tiempo, unos mercaderes árabes capturaron a
algunos chinos fabricantes de papel, y esta maravilla flexible, blanca y
duradera conquistó al mundo.
El siguiente avance revolucionario en la producción de libros se hizo en
Occidente. En 1439 un laborioso artesano alemán, Johann Gutenberg, comenzó a
probar otra forma de escribir que no fuera a mano. Pensaba que, si podía fundir
las letras del alfabeto en tipos de metal que pudieran usarse una y otra vez y
componer con ellos palabras, líneas y columnas ordenadas de derecha a izquierda
en una plancha de superficie lisa, la impresión hecha con esta plancha sobre un
papel constituiría una página. En vez de escribir laboriosamente a mano un solo
libro, podría imprimir en su “prensa” el número de ejemplares que quisiera de
un mismo libro.
Con tesonero afán Gutenberg compuso sus primeras planchas-páginas, cada
una de ellas con más de 3700 signos y letras. Utilizando una prensa de madera
que había construido inspirándose en las prensas de vino de Renania (región en
que había nacido), y que no experimentó cambio en los 350 años siguientes,
comenzó a imprimir en un taller alquilado, en Maguncia. Tardó tres años en
producir unos 190 ejemplares de la
Biblia de Gutenberg del año 1455 (actualmente
se conservan todavía 47).
Con la notable invención de Gutenberg, los precios de los libros bajaron
un 80 por ciento de la noche a la mañana, y entonces valió la pena aprender a
leer. A los 50 años de la proeza de Gutenberg los principales países europeos,
salvo Rusia, imprimían ya sus propios libros. Fue como si se hubieran abierto
unas compuertas. En el siglo XVI se publicaron unos 520,000 títulos, 1.250.000
en el siglo XVII, dos millones en el XIX. Hoy salen de las prensas más de
500,000 títulos al año y se suman al total existente, estimado en 7000
millones.
A pesar de estas cifras pasmosas, hay quienes predicen la desaparición
del hábito de leer. Uno de ellos, el catedrático canadiense Marshalll Mcluhan,
ha sostenido que los medios de comunicación de masa –el cine, la radio, la
televisión- nos absorben más completamente y, por tanto, comunican su mensaje
de modo más directo que la familiar línea de letras negras en la página
impresa.
Sea o no sea verdad esto, el libro ha demostrado tener considerable
espíritu combativo ante las nuevas amenazas. Los libros en rústica desaparecen
de los estantes de las librerías apenas los colocan allí. En realidad, la
exposición a los medios electrónicos parece haber creado un nuevo deseo de
“abismarse en un buen libro”. Y cuando volvemos sus páginas a nuestro antojo,
retrocedemos pausadamente para releer un pasaje que nos ha dado especial placer
o nos saltamos un pasaje aquí y otro allá, estamos más íntima y completamente
inmersos de lo que estaríamos con cualquier otro medio de difusión.
Los pensamientos y los sueños del hombre, sus conocimientos y
aspiraciones, se hallan “almacenados” en los libros: constituyen un tesoro a
disposición de todo el que desee gozarlo. Desde el primer pictograma grabado
con mano vacilante hasta las prensas rotativas de Offset más rápidas que el ojo, el libro ha recorrido un largo y
arduo camino, impulsado por el genio y la perseverancia de muchos individuos y
naciones. El género humano tiene motivo para sentirse orgulloso del libro, pues
nos muestra en nuestro mejor aspecto. ¡Viva el libro!
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