martes, 14 de agosto de 2012

PRIMER ANIVERSARIO DE "COMPARTIENDO LA PALABRA ESCRITA".

       La aventura que comencé hace un año  (MAÑANA 15), me ha deparado un suceso extraordinario y al mismo tiempo un trabajo estimulante: tener entre manos y a disposición un documental, con miras a ser incrementado, como testimonio de compartir variadas informaciones (de libros, revistas, folletos y periódicos) dosificadas para muchos lectores. Un documental, (de 293 Entradas-títulos), que difunde, regularmente, la columna semanal de Boff, los trabajos exquisitos de los literatos de la región y extranjeros, las más bellas oraciones del mundo, la página  musical, la página de los pensadores contemporáneos, y algo personal, que no son otra cosa, que repetir esas palabras como si fueran una oración o un conjuro con una pizca de ironía, la necesaria y perseguida por el trasmisor;  aquella palabra aleteando, agitándose como un ser vivo, como un polluelo que hubiera caído del regazo de alguien y que alguien tenía que recogerlo, bien para devolvérselo o quedarse con él como recuerdo y así cantar al unísono con el  Chato Grados: “ese pollito que tú me regalaste, pío, pío, cantará muy pronto en mi corral”; un historial completo de 5 399 páginas vistas. Este historial tiene relación con el balance  hecho a propósito de valorar el ideal del verdadero humanismo,  del 29 de Junio del presente año.

   ¡Gracias por su fidelidad, amabilidad y generosidad a `compartiendo la palabra escrita´!

   En señal de gratitud y regocijo decimos: ¡Viva la Palabra Escrita!
Las razones nos la da Hauser.

LA PALABRA ESCRITA: Por Ernest HAUSER.
Condensado de “Christian HERALD”
Un aplauso a lo que acaso sea la más noble creación de la humanidad.
        ¡VIVA EL LIBRO!

¿Qué es un libro? En parte materia y en parte espíritu; en parte objeto y en parte pensamiento: considérese como se quiera, siempre será muy difícil definir qué sea eso que llamamos libro. Su forma exterior, esencialmente la misma desde hace casi 2000 años, es tan funcional como la del lápiz o la del guante, por ejemplo, no se puede mejorar. Sin embargo, por su índole, el libro es el más noble de los objetos comunes de este mundo. Es un vehículo de enseñanza e ilustración, un “ábrete, sésamo” que nos da acceso a incontables gozos o penas. Con un toque de la mano nuestro libro se abre súbitamente y nos introducimos en un mundo silencioso, para visitar playas remotas, descubrir tesoros ocultos o remontarnos hasta las estrellas.

   En 1971, por decisión unánime de las 128 naciones afiliadas a ella, la UNESCO (Organización de las Naciones Unidas para la Educación y la Cultura) proclamó a 1972 como el primer Año Internacional del Libro. El hecho de que todo el mundo aplaudiera la resolución es perfectamente explicable, pues el libro es el producto final de una conjunción única de esfuerzos, realizados independiente y simultáneamente en muchos y muy distantes rincones del planeta. Es como si toda la humanidad hubiera concurrido a crearlo.

   Los chinos nos dieron el papel. Fenicia inventó nuestro alfabeto. El formato definitivo del libro se introdujo en Roma y el arte de imprimir con tipos movibles se debe a Alemania. Inglaterra y los Estados Unidos perfeccionaron la producción de libros. Actualmente, en sólo una hora, salen 15,000 libros terminados de las prensas de gran velocidad, y nos resulta difícil imaginarnos una sociedad sin libros, como la de nuestros remotos antepasados, y revivir la historia del enorme esfuerzo que hizo posible la epopeya del libro.

   En el principio hubo sólo la palabra hablada. Luego, para confiar sus pensamientos a un medio más duradero que la memoria, el hombre dio en dibujar figuras representativas de las cosas. Quizá la más antigua pictografía, descubierta en Mesopotamia, data de hace 6000 años. Las imágenes –ave, buey, espiga de cebada- se grababan en blandas tabletas de arcilla, que luego se cocían al horno para endurecerlas y poder conservarlas.

   Pero tal escritura era un trabajo engorroso que se utilizaba principalmente para consignar documentos sacerdotales y testimonios públicos. La “literatura” de entonces –como los poemas épicos-  estaba confiada casi exclusivamente a la trasmisión oral. Pero la ágil mente mediterránea, que forjaba una nueva cultura, requería un medio mejor para conservar el lenguaje hablado. Faltaba poco para el comienzo del siglo XV a. de J. C. cuando los fenicios –inquietos navegantes, sagaces mercaderes y excelentes cronistas- comenzaron a descomponer los sonidos del lenguaje en sus elementos básicos y a combinar las representaciones de los fonemas resultantes para formar palabras. Recuerdo muy bien el estremecimiento que sentí cuando, al vagar entre las ruinas del puerto fenicio de Biblos –en el actual Líbano- vi la rudimentaria inscripción grabada en un sarcófago de piedra de una tumba real, que se cree la más antigua escritura alfabética. Pronto adoptaron el alfabeto los griegos que dieron a las letras formas más simples y añadieron las vocales que aún faltaban.

   Apenas el hombre había aprendido a leer, cuando surgió un nuevo problema: ¿en dónde escribir? La piel de animales, la corteza de árboles, las hojas y las tabletas de cera resultaron deficientes. En Egipto, durante 2500 años antes de la era cristiana, los textos se habían inscrito en deleznables láminas hechas del tallo de una planta acuática que abunda en el delta del Nilo: el papiro. El uso de este material se extendió gradualmente por todo el ámbito del Mediterráneo. Por lo general se unían varias láminas de papiro, pegándolas, para formar un rollo en el que cupiera un texto largo. (Todavía existe un rollo de 40 metros de longitud que contiene el relato pictográfico de las hazañas del faraón Ramsés III). Pero, ¡qué cosa tan incómoda para leer! El papiro, enrollado en una varilla de madera, se tenía que sostener con la mano derecha mientras la mano izquierda lo desenrrollaba lentamente para poner al descubierto la siguiente columna de escritura. Sin embargo, se cree que en la biblioteca de Alejandría –destruida en el siglo I a. de J. C. por no se sabe qué catástrofe o acción guerrera- había no menos de 700,000 rollos.

   La caducidad del papiro incitaba a buscar algo más duradero que lo sustituyera. En la opulenta Pérgamo, situada cerca de la costa de Asia Menor, los escribas copiaban en pieles de ovejas, cabras o terneros, preparadas especialmente. Este fino y traslúcido material, más fuerte que el papiro y también plegable, llegó a ser conocido con el nombre de pergamino. Poco después del primer año de la era cristiana un oscuro escriba romano, que tenía sentido de lo compacto, cogió un rimero de hojas delgadas de pergamino, las dobló y las cosió por el margen correspondiente al doblez. Así nació el libro moderno. Es casi seguro que sus primeros impulsores fueron los cristianos de Roma. Para ellos era esencial conservar las Escrituras en el medio más duradero, y el pergamino no se estropeaba al manipularlo. Además, cuando se quería buscar una referencia, como un capítulo o un versículo, ele libro se consultaba mejor que en el rollo.

   Así sucedió que, durante todo el medioevo en Europa, un ejército de devotos monjes recluidos tras los muros de los monasterios copiaron a mano, en hojas fuertes de pergamino, los rotos y despedazados escritos del pasado. Sin su fatigosa labor se habrían perdido para siempre las glorias literarias de Grecia y Roma antiguas, así como textos vitales que fueron dando su carácter a la fe cristiana. Con frecuencia costó años copiar un tomo grueso, y muchos monjes, antes de soltar su pluma de ave, escribieron en la última página, dando un suspiro de alivio: “¡Gracias a Dios, he terminado!”

   Mientras, en la lejana China –cuenta la tradición-, un caballero llamado Ts´ai Lun, disgustado por el derroche que significaba emplear la costosa seda como material para escribir, informó al emperador Ho-ti que se podía hacer una sustancia mucho más barata machacando trapos, corteza de árbol y viejas redes de pescar hasta convertirlas en pulpa, que se disponía después en capas delgadas, cuya superficie superior se alisaba, se limpiaba y se ponía a secar. Así, en el año 105 de nuestra era, irrumpió el papel en la historia… para permanecer durante seis siglos como un secreto de Oriente celosamente guardado. Pero al fin, después de tanto tiempo, unos mercaderes árabes capturaron a algunos chinos fabricantes de papel, y esta maravilla flexible, blanca y duradera conquistó al mundo.

   El siguiente avance revolucionario en la producción de libros se hizo en Occidente. En 1439 un laborioso artesano alemán, Johann Gutenberg, comenzó a probar otra forma de escribir que no fuera a mano. Pensaba que, si podía fundir las letras del alfabeto en tipos de metal que pudieran usarse una y otra vez y componer con ellos palabras, líneas y columnas ordenadas de derecha a izquierda en una plancha de superficie lisa, la impresión hecha con esta plancha sobre un papel constituiría una página. En vez de escribir laboriosamente a mano un solo libro, podría imprimir en su “prensa” el número de ejemplares que quisiera de un mismo libro.

   Con tesonero afán Gutenberg compuso sus primeras planchas-páginas, cada una de ellas con más de 3700 signos y letras. Utilizando una prensa de madera que había construido inspirándose en las prensas de vino de Renania (región en que había nacido), y que no experimentó cambio en los 350 años siguientes, comenzó a imprimir en un taller alquilado, en Maguncia. Tardó tres años en producir unos 190 ejemplares de la Biblia de Gutenberg del año 1455 (actualmente se conservan todavía 47).

   Con la notable invención de Gutenberg, los precios de los libros bajaron un 80 por ciento de la noche a la mañana, y entonces valió la pena aprender a leer. A los 50 años de la proeza de Gutenberg los principales países europeos, salvo Rusia, imprimían ya sus propios libros. Fue como si se hubieran abierto unas compuertas. En el siglo XVI se publicaron unos 520,000 títulos, 1.250.000 en el siglo XVII, dos millones en el XIX. Hoy salen de las prensas más de 500,000 títulos al año y se suman al total existente, estimado en 7000 millones.

   A pesar de estas cifras pasmosas, hay quienes predicen la desaparición del hábito de leer. Uno de ellos, el catedrático canadiense Marshalll Mcluhan, ha sostenido que los medios de comunicación de masa –el cine, la radio, la televisión- nos absorben más completamente y, por tanto, comunican su mensaje de modo más directo que la familiar línea de letras negras en la página impresa.

   Sea o no sea verdad esto, el libro ha demostrado tener considerable espíritu combativo ante las nuevas amenazas. Los libros en rústica desaparecen de los estantes de las librerías apenas los colocan allí. En realidad, la exposición a los medios electrónicos parece haber creado un nuevo deseo de “abismarse en un buen libro”. Y cuando volvemos sus páginas a nuestro antojo, retrocedemos pausadamente para releer un pasaje que nos ha dado especial placer o nos saltamos un pasaje aquí y otro allá, estamos más íntima y completamente inmersos de lo que estaríamos con cualquier otro medio de difusión.

   Los pensamientos y los sueños del hombre, sus conocimientos y aspiraciones, se hallan “almacenados” en los libros: constituyen un tesoro a disposición de todo el que desee gozarlo. Desde el primer pictograma grabado con mano vacilante hasta las prensas rotativas de Offset más rápidas que el ojo, el libro ha recorrido un largo y arduo camino, impulsado por el genio y la perseverancia de muchos individuos y naciones. El género humano tiene motivo para sentirse orgulloso del libro, pues nos muestra en nuestro mejor aspecto. ¡Viva el libro!

No hay comentarios:

Publicar un comentario