viernes, 31 de agosto de 2012

LA TORRE EIFFEL: EMBLEMA DE FRANCIA. Por J. BRYAN NIETO.


La célebre torre de 300 metros, que en un principio horrorizó a los parisienses, ahora ocupa un lugar bien ganado en el corazón de los franceses.
                                              LA TORRE Eiffel es indiscutiblemente la estructura más famosa del mundo.

   ¿Lo duda? Piense usted en las personas de cualquier parte del globo que confundirían el Tj Mahal, el edificio Empire State, etc, con otras estructuras análogas, y que sin embargo, reconocerían la A mayúscula alargada de la Torre Eiffel al instante y sin vacilación.

   Por otra parte, la torre posee un prestigio particular : es el emblema especial, personal, por decirlo así, de la ciudad de París. Es el símbolo de toda Francia.

   Pero no siempre se ha admirado y respetado a la Torre Eiffel. En los años de su concepción e infancia fue vilipendiada, escarnecida, detestada. En el decenio de 1881 a 1890 Francia empezaba a olvidar la humillación de la guerra franco-prusiana y a recuperar en parte su gallardía gala. Resuelta a proyectar una nueva imagen de laboriosidad en los campos de la paz, convocó a una Exposición Universelle que se celebraría en 1889, centenario de la revolución francesa. La atracción máxima sería una espectacular torre de 300 metros de altura.

   Una comisión gubernamental organizó el concurso para erigir la torre en el Campo de Marte, entre la Escuela Militar y el Sena. Se presentaron 700 proyectos ; el de Gustave Eiffel triunfó por unanimidad de votos.

   Eiffel tenía entonces 53 años y era un hombrecito alegre y vivaracho, con gran reputación de ingeniero y una fortuna igual a su reputación. Había construido una presa en Rusia, una fábrica en Bolivia, una iglesia en Manila, una estación de ferrocarril en Budapest y puentes en una docena de países, para no mencionar muelles, puertos y viaductos. Cuando el escultor Bartholdi necesitó un armazón sumamente fuerte para sostener la estatua neoyorquina de la Libertad, fue Eiffel quien la diseñó. También se deben a su ingeniería las compuertas para el Canal de Panamá, de Fernando de Lesseps. Pero fue la torre la que verdaderamente perpetuó su nombre.

   Las excavaciones para los cimientos se iniciaron el 28 de enero de 1887, pero no había pasado una semana cuando estalló el escándalo mayúsculo en París. Su causa fue un manifiesto, Protestation des Artistes (“Protesta de los Artistas”) que empezaba diciendo : “Nosotros, los escritores, pintores, escultores, arquitectos, devotos amantes de la hasta hoy intacta belleza de París, protestamos con todo el vigor y la ira de que somos capaces… por la erección, en el centro de nuestra capital, de la inútil y monstruosa torre de Eiffel…” No fueron los artistas los únicos en abominar de la torre. Los críticos acumularon vituperio tras vituperio : “Este arrogante montón de chatarra…, ignominioso esqueleto…, solitario supositorio”. Los furibundos disidentes no habían comprendido el objetivo que se perseguía. A la comisión no le interesaba gran cosa la estética; el destino de la torre era glorificar la industria pesada de la Tercera República, su destreza en la ingeniería y el haber resurgido Francia de la infamia de 1870.

   Las excavaciones para los cimientos de la torre alcanzaron una profundidad de 14 metros en el lado más próximo al Sena, o sea, cinco metros por debajo del lecho del río, y se prolongaron durante cinco meses. En los nueve meses siguientes la obra de hierro subió 57,63 metros, hasta el nivel donde la primera plataforma ligaba una con otra las cuatro patas. La operación de ensamble resultó precisa e impecable ; no hubo necesidad de volver a perforar ningún agujero para remache. La segunda plataforma, dos veces más alta, aunque más pequeña, necesitó menos de cuatro meses. Algún profesor había aseverado por ahí que la torre no podría superar los 228 metros de altura, “porque las oscilaciones la derrumbarían”. Cuando las vigas superiores alcanzaron este nivel, los aprensivos habitantes de París emprendieron peregrinaciones a la torre, con los ojos muy abiertos al menor movimiento o a la más ligera oscilación. Mientras la ciudad contenía el aliento, la torre sobrepasó el vaticinado límite y siguió ascendiendo.

   La tercera plataforma se remachó en su sitio a 276,15 m. Ésta debía de ser la más alta entre las que se destinarían al acceso del público, pero encima había una cuarta, que Eiffel se reservaba para sí : un minúsculo observatorio privado –su “salón aérien”- donde recibiría visitantes distinguidos, estudiaría aerodinámica y contemplaría la puesta del Sol (en los días claros la vista abarca 80 kilómetros). Pero en lo más alto, exactamente a la altura de 300,65 metros, habría una diminuta plataforma, totalmente desnuda, excepto un asta de bandera, un pararrayos y una barandilla. Allí se fijó en su sitio el último remache el 30 de marzo de 1889. La gran torre estaba terminada.

   Durante 40 años habría de ser la estructura más alta del mundo, hasta que el edificio Chrysler se alzó a 319 metros. Hace poco era la mayor atracción turística del planeta. Y además posee otros motivos de distinción que jamás perderá. La han pintado grandes artistas ; incluso para uno, el cubista Delaunay, fue tema predilecto. Los poetas la han adornado con guirnaldas. Es la escena de un ballet y tema de una docena de películas cinematográficas.

   El último remache exigía una ceremonia, y Eiffel invitó a unos 50 dignatarios para que el 31 de marzo lo acompañaran a escalar por primera vez a la cima. Les advirtió que tendrían que hacerlo a pie ; el calendario de construcción había sido superado al punto que los ascensores aún no estaban terminados. El grupo empezó a disminuir en número a medida que subía, pero 20 espíritus indómitos perseveraron hasta la plataforma de observación (1585 peldaños) y Eiffel encabezó a un puñado hasta la punta misma (1710 escalones). Una vez allí izó un gran lienzo tricolor. Mientras la bandera ondeaba a la brisa, se oyó en la segunda plataforma una salva de 21 cañonazos. “Francia”, dijo Eiffel victorioso, “es la única nación del mundo con un asta de bandera de 300 metros”.

   Seis semanas después se inauguró oficialmente la torre. Los ascensores seguían inconclusos, pero el público se lanzó al asalto -29.922 resistentes personas en la primera semana- subiendo y bajando quizá con la esperanza de que el ejercicio le ayudaría a digerir las formidables estadísticas con que lo había estado alimentando la prensa : 15.000 diferentes tipos de piezas componentes, 2.5000.000 remaches, etcétera.

   Con el paso del tiempo habrían de acumularse otras estadísticas. El viento más fuerte que se ha medido en la torre (unos 179 kilómetros por hora) la desvió casi 12 centímetros de la vertical. Pero el sol de agosto puede aumentar la oblicuidad hasta 18 centímetros. Una helada de enero puede reducir en 15 centímetros la altura de la torre. Cada siete años el peso de la estructura aumenta en unas 45 toneladas, o sea, el peso de los 33.753 litros de pintura que se necesitan para recubrir su superficie aproximada de 160.000 metros cuadrados. Treinta reparadores de espiras dedican ocho meses a la tarea y consumen un número astronómico de brochas.

   Cuando el primer ascensor entró en servicio, a fines de mayo de aquel año (actualmente hay cuatro), se registraron 23.202 visitantes en un solo día. Entre los primeros estuvo Tomás Edison, quien llevó un Ediphone a la plataforma de observación de Eiffel y le dio un concierto. También Charles Gounod ofreció un concierto allí, para luego inscribirse en el libro de honor, él, que había figurado entre los firmantes del manifiesto contra la torre. Lo mismo hicieron Sarah Bernhardt, el príncipe de Gales, los reyes de Noruega, Suecia, Siam y el sha de Persia.

   El número de visitantes en el resto del año fue de 1.968.287; si el dato era halagüeño para Eiffel el ingeniero, más lo era para Eiffel el empresario. Las entradas produjeron 5.919.884 francos, suma que ascendía a tres cuartos del costo total de la construcción (unos ocho millones de francos de entonces, o sea, el equivalente de 1.100.000 dólares actuales). El contrato no sólo le permitía construir la torre, sino administrarla durante 20 años.

   Pero habrían de seguir tiempos tristes. Al cerrar la exposición, las visitas a la torre se redujeron considerablemente. En 1902 apenas llegaron a 121.144. El coro de críticos, casi mudo desde 1889, empezó a resonar de nuevo; pero si antes el tema era el adjetivo “monstruosa”, empezó a ser entonces “inútil”.

   En 1903 Eiffel sugirió que Gustave Ferrié utilizara la torre como base para sus experimentos de adaptación de la nueva telegrafía sin hilos a las necesidades militares. Ferrié aceptó la idea y al instante Eiffel puso la torre a su disposición, rogándole que aceptara su ayuda financiera.

   Los experimentos de Ferrié tuvieron un éxito rotundo. En 1904 estaba en contacto con instalaciones militares a 400 kilómetros de distancia. Durante la campaña de Marruecos de 1908 proporcionó al cuartel general comunicación de ida y vuelta con el campo de batalla. Y una noche, en septiembre de 1914, su estación interceptó la orden alemana para que el ataque sobre París se desviara al sudeste. Advertido Joseph Simon de Galliéni, gobernador militar de París, pudo detenerlo en la primera batalla del Marne. Jean Jules Jusserand bautizó entonces a la torre “el centinela de Francia”.

   La concesión original de Eiffel se había ampliado ya hasta 1926 ; pero en 1919 las agradecidas autoridades se la extendieron otros 20 años. En aquella época el ingeniero tenía 87 años y estaba lleno de vida. A los 89 insistió en escoltar al príncipe heredero de Hiroito hasta la plataforma observatorio. Murió a los ocho días de haber cumplido 91 años.

   Casi desde el principio la torre había sido violada por una serie de personajes en busca de notoriedad. La habían escalado de rodillas, erguidos sobre las manos, en zancos, a lomos de otras persona y andando para atrás. Un elefante fue izado con grúa; un ciclista la bajó en su vehículo. Ciertos trapecistas dieron volteretas colgaos de los travesaños; los alpinistas la escalaron por los flancos. Un piloto a bordo de su aparato intentó atravesar los arcos, pero cometió un error mortal. Un sastre saltó de ella para demostrar una combinación de impermeable con paracaídas de su invención : otro mortal error. Un notorio estafador, el “conde” Víctor Lustig, “vendió” la torre a un comerciante de chatarra. Y naturalmente ha habido suicidios. Más de 300 hasta la fecha.

   Para muchos franceses se llegó al colmo de la indignidad cuando un fabricante de automóviles escribió su nombre en la torre con luces eléctricas. Pero no había sucedido lo peor. El 14 de junio de 1940 la torre cayó intacta en poder de los nazis ; sólo se salvó el equipo de radio, que los encargados destruyeron por propia iniciativa. Los mecánicos de mantenimiento hicieron cuanto estuvo de su parte, anunciaron que los ascensores se habían estropeado. Los alemanes, comprendiendo cabalmente el significado simbólico de la torre, arreglaron el ascensor hasta la primera plataforma, donde instalaron un club para suboficiales. Por fin, el 25 de agosto de 1944, día de la liberación, un soldado francés subió hasta la última plataforma y volvió a izar la bandera tricolor en el “asta de 300 metros”. Pero, por extraño que parezca, ninguna otra bandera ha vuelto a ondear allí después de 1957. En ese año se instaló una antena de televisión y los técnicos temían que una bandera causara interferencias en las trasmisiones.

   Durante los últimos años la torre ha gozado de una popularidad nunca vista. En 1972 atrajo a tres millones de personas, marca sin paralelo, o sea dos veces más que el Louvre, cinco veces más que el Arco del Triunfo. En enero de 1973 el número total de visitantes ascendía a 65.322.270.

  Actualmente, la “Grande Dame du Champ-de-Mars” goza de excelente salud física y económica. No ha necesitado muchas reparaciones, ni ha habido necesidad de remplazar un solo remache. Sigue siendo tan alta y esbelta como en su juventud; a los ojos de los franceses, es bella. Y parece destinada a seguir incólume para siempre.-

No hay comentarios:

Publicar un comentario