viernes, 17 de agosto de 2012

MOLIÈRE, TRIUNFO DEL ARTE Y LA RAZÓN. Por Jean DUTOURD .

Han transcurrido ya 300 años de su muerte, pero su estrella no se ha eclipsado.
             Jean DUTOURD *
                                                        CUALQUIERA que escoja la literatura como profesión necesita tener cierto grado de heroísmo, pues los quehaceres literarios no suelen asegurar el pan de cada día. Pero se necesita más heroísmo todavía cuando esta elección significa sacrificar la propia tranquilidad en aras de la verdad, artículo de lujo que los hombres consideran desagradable.

   La vida de Molière, uno de los comediógrafos más famosos del mundo, fue heroica en todos los sentidos.

   Acababa de cumplir 20 años de edad cuando, en 1642, anunció a su padre, maese Jean Poquelin, tapicero del Rey, que no le sucedería al frente de la muy boyante empresa familiar. En aquellos tiempos ser tapicero real era mucho más que un simple artesano: maese Poquelin había comprado el cargo real de “proveedor de su majestad”, lo que equivalía a haber ascendido a la alta burguesía.

   Rechazar tan brillante situación habría sido perdonable si aquel joven, uno de los más prometedores alumnos de los jesuitas, hubiera elegido una profesión respetable: la magistratura, por ejemplo. Mas el futuro Molière no ambicionaba tal cosa. Unos años antes su abuelo materno, Louis Cressé, lo había llevado al Pont-Neuf a ver la regocijante actuación de los cómicos de la legua. Desde entonces el teatro fue su meta. En 1642 tan descabellada idea en el cerebro de un mozo constituía una desgracia para la familia.

   Poquelin padre tuvo que recurrir a prodigios de persuasión para que su inquieto hijo empezara a estudiar la carrera de leyes, pero Jean-Baptiste no tardaría en abandonarla. Había hecho amistad con una divertida, extravagante familia de bohemios, los Béjart, con los que formó una compañía de comediantes aficionados. Se enamoró de la hija mayor de ese matrimonio, Madeleine, que le llevaba cuatro años, era bonita, pelirroja y de costumbres más que ligeras. Furioso, Poquelin padre suspendió la pensión mensual que daba a su hijo, y Jean-Baptiste se vio obligado a ganarse el pan como ayudante de un charlatán que vendía elixires de larga vida en el Pont-Neuf.

   Cuando, en 1643, el obstinado tapicero cedió ante lo inevitable y dio a su vástago las 630 libras que le correspondían por legado de su madre, Jean-Baptiste adoptó el nombre de Molière y, junto con Madeleine y los hermanos de ella, fundó el “Teatro Ilustre”, en una sala alquilada, en la orilla izquierda del Sena. Al año siguiente Molière estaba en prisión, por deudas.

   Al salir de la cárcel, Madeleine reunió como pudo suficiente dinero para cargar los arreos de la pequeña compañía en un carromato, en el que el Teatro Ilustre viajó de pueblo en pueblo por toda Francia. A veces la compañía era aclamada; pero más a menudo los aldeanos soltaban los perros contra los actores.

   Aquellos fueron penosos años de aprendizaje, pero poco a poco se fue formando una buena compañía teatral. A fuerza de voluntad, Molière logró superar su ligero tartamudeo y llegó a ser un prodigioso actor, sobre todo en los papeles cómicos. Entre gira y gira, escribió sus primeras farsas y sainetes, que tuvieron un gran éxito en la provincias. Pero lo más importante de todo era que iba reuniendo material para sus futuras obras maestras.

   En 1658 el Teatro Ilustre pudo por fin volver a París, dirigido por un Molière ya maduro, para representar el papel de censor de las locuras de su sociedad. Luis XIV, al que habían llegado ecos del éxito de la compañía en las provincias, ordenó que actuara en su presencia. El 24 de octubre de 1658, en la Salle des Gardes del palacio del Louvre, Molière y sus compañeros hicieron su primera aparición ante el Rey. Representaron Nicodemo, del gran Corneille, que les valió un cortés aplauso, que les valió un cortés aplauso. Acto seguido Molière asumió un gran riesgo: terminó la función con una de aquellas breves farsas que tanto gustaban a los provincianos: El médico enamorado. El éxito fue ruidoso. El Rey premió a Molière  concediéndole medio teatro: el Petit-Bourbon, que compartiría con otra compañía, la de los Italianos. Dos años después le asignaría el Palais-Royal, o Teatro del Palacio Real, en el que el comediógrafo representaría hasta su muerte.

   El patrocinio del Rey Sol –encarnación del orden y de la autoridad, el hombre de quien menos se habría esperado apoyo a un espíritu libre y aventurero– fue un extraordinario momento de suerte. Al aparecer Molière en los escenarios de París, el Rey tenía 20 años; aún estaban frescos en la memoria del monarca los disturbios de la Fronda, que habían dejado cicatrices en su niñez, y se había empeñado en destruir la vieja sociedad feudal, turbulenta y anárquica, que tanto lo había aterrado. Molière, al ridiculizar los vicios, los abusos, a su manera, a proseguir la labor de zapa.

   Con el beneplácito del Rey, el comediógrafos y comediante minimizó al ignorante y pedante gremio de médicos, la antigua institución del matrimonio de conveniencia, la falsa cultura, a los afectados ignorantes que tiranizaban la vida intelectual, a los grandes señores que no creían en nada, ni siquiera en Dios, y a los mojigatos que, so capa de religión, cometían las más siniestras villanías.

   Los títulos de sus comedias –El misántropo, La escuela de damas, Georgesn Dandin, Las preciosas ridículas, Las sabihondas, Don Juan, Tarufo, El avaro, El burgués gentilhombre, El enfermo imaginario- suenan en nuestros oídos como otros tantos triunfos de ironía bonachona. Pero las víctimas del desprecio molieresco se defendieron vigorosamente, y no vacilaron en recurrir a los golpes bajos.

   Molière contestó a sus antagonistas con La crítica de la escuela de damas y con El impromptu de Versalles, que se representaron ante un complacido Luis XIV y las butacas llenas de cortesanos. Uno de ellos, el duque Francois de La Feuillade, creyó reconocerse en un ridículo personaje que repetía sin cesar: “tarta con crema”. Un día se topó el duque con el comediante en uno de los pasillos de Versalles y fingió abrazarlo complacido; en realidad, los puntiagudos botones de diamante del jubón del duque se incrustaron en el rostro de Molière hasta hacerlo sangrar, mientras el heridor le gritaba: “¡Tarta con crema, Molière! ¡Tarta con crema!”

   El famoso predicador Bourdaloue denunció al comediógrafo desde el púlpito; el arzobispo Perefixe fulminó una homilía contra “esas peligrosas comedias, que son una amenaza contra la religión”. Molière pensó mucho tiempo su respuesta, que fue el Tarufo, retrato de un tonto, vicioso y santurrón personaje que desde entonces ha sido el paradigma de la hipocresía. Prohibida dos veces por influencia del arzobispo de París, Luis XIV autorizó por fin su representación, siempre y cuando se añadiera un epílogo halagüeño para el monarca. Pero al publicarse Tarufo, en agosto de 1667, un tal Roullé dio a la estampa un libelo que terminaba pidiendo que se quemara vivo al autor de esa comedia.

   Los enemigos de Molière no tuvieron empacho en llevar sus ataques hasta la vida privada del escritor. En 1662, a la edad de 40 años, Molière cometió el mayor error de su vida, al casarse con una muchacha 20 años menor que él a quien había conocido durante los años de cómico de la legua. Durante una larga temporada, en Nimes, el año 1651, Madeleine había presentado a sus compañeros a una niña de die4z años, vivaz, de gran ingenio, inteligente; Madeleine la presentaba como su hermana Armande, a la que había criado una ama de la comarca. Asombrados por tan súbita aparición, los actores estaban convencidos de que la niña era hija ilegítima de Madeleine, y que ésta la había mantenido oculta. Cuando, diez años después, Armande y Molière se casaron, las lenguas viperinas dijeron algo peor; hicieron correr por todo París el rumor de que el comediógrafo se había casado con su propia hija.

   Se publicó por entonces una obscena sátira, La famosa actriz, y alguien escribió una obra sobre el tema: Elomire hipocondriaco (anagrama evidente de Molière). Se enviaron anónimos al monarca, pidiéndole que castigara de inmediato a aquel “escandaloso” protegido. Pero Luis XIV no perdió la ecuanimidad. En una ostentosa demostración de su confianza en Molière, el 20 de julio de 1664, en apadrinar al primogénito del comediógrafo.

   Molière había llegado a la cúspide de la fama. Pero sus enemigos habían fatigado el ánimo de este hombre recto y sincero. Además, su matrimonio había resultado un fracaso. La “adorable” Armande vivía en notorio adulterio con otro hombre. En el personaje de barba cana Arnulfo, a quien engaña Inés, joven discípula con quien quiere casarse en La escuela de damas, Molière hizo su autoretrato. Fingía la risa, pero tras ella su corazón sangraba. Por si esto fuera poco, los detractores del genio arguyeron que los diez consejos que da en la obra Arnulfo a Inés eran una parodia de los Diez Mandamientos, y que la pieza era sacrílega.

   En el último retrato de Molière, que en esa época le hizo Pierre Mignard, se advierte claramente la melancolía del envejecido comediógrafo. Empezó a amargarse y gradualmente fue presa de la misantropía que desde entonces campearía en sus más graciosas farsas.

   Esta melancolía, esta hipocondría, como entonces se le llamaba, se acentuaron con la edad. Cada vez más se entregó a una doble vida: llena de ruido y luz en escena; meditativa, recluida y laboriosa en su casa de campo de Auteuil, donde no recibía sino a sus mejores amigos.

   Sin embargo, a pesar del “negro ánimo” de que era presa, es precisamente de ese período de su vida del que datan algunas de sus más hermosas, profundas y osadas comedias: Las sabihondas, El misántropo, Don Juan, El avaro, Las travesuras de Scapin y, finalmente, El enfermo imaginario, en la que de nuevo, y por última vez, fustiga la petulante incompetencia de los médicos de su tiempo.

   Todos sabemos la historia de la muerte de Molière: al finalizar la cuarta función de El enfermo imaginario, en el momento en que, en el papel de Argán, apoyaba el burlesco entronizamiento de un médico, el actor sufrió un ataque; sentado en su silla, emitió un quejido que hasta sus compañeros confundieron con un sublime recurso escénico. En realidad, Molière se recuperó rápidamente, y lanzó un grito de alegría. Pero al caer el telón se desplomó y lo llevaron con celeridad a su apartamento de la Rue de Richelieu, donde murió aquella misma noche. Era el fatídico 17 de febrero de 1673.

   Han transcurrido ya tres siglos, y la estrella de Molière no se ha puesto. Entre los grandes escritores franceses, tiene un templo dedicado a él: la Comedia Francesa, que también es una compañía de “sacerdotes” que dicen una misa perpetua por su alma. Molière lanzó contra las costumbres de su tiempo su caballería de sentido común. Cargó con la bravura de un Murat y tuvo el honor de morir en el campo de batalla.

* Distinguido escritor francés nacido en 1920; fue combatiente en la segunda guerra mundial y en la Resistencia. Ha ganado merecida fama como novelista, crítico y editor, y fue laureado con los premios literarios Mónaco e Interallié.
Su libro Pluche ou l`amour de l`art apareció en Libros Condensados de Selection du Reader`s Digest, en 1970.

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