Jean DUTOURD *
CUALQUIERA que escoja la literatura como profesión necesita tener cierto
grado de heroísmo, pues los quehaceres literarios no suelen asegurar el pan de
cada día. Pero se necesita más heroísmo todavía cuando esta elección significa
sacrificar la propia tranquilidad en aras de la verdad, artículo de lujo que
los hombres consideran desagradable.
La vida de Molière, uno de los comediógrafos más famosos del mundo, fue
heroica en todos los sentidos.
Acababa de cumplir 20 años de edad cuando, en 1642, anunció a su padre,
maese Jean Poquelin, tapicero del Rey, que no le sucedería al frente de la muy
boyante empresa familiar. En aquellos tiempos ser tapicero real era mucho más
que un simple artesano: maese Poquelin había comprado el cargo real de
“proveedor de su majestad”, lo que equivalía a haber ascendido a la alta burguesía.
Rechazar tan brillante situación habría sido perdonable si aquel joven,
uno de los más prometedores alumnos de los jesuitas, hubiera elegido una
profesión respetable: la magistratura, por ejemplo. Mas el futuro Molière no
ambicionaba tal cosa. Unos años antes su abuelo materno, Louis Cressé, lo había
llevado al Pont-Neuf a ver la regocijante actuación de los cómicos de la legua.
Desde entonces el teatro fue su meta. En 1642 tan descabellada idea en el
cerebro de un mozo constituía una desgracia para la familia.
Poquelin padre tuvo que recurrir a prodigios de persuasión para que su
inquieto hijo empezara a estudiar la carrera de leyes, pero Jean-Baptiste no
tardaría en abandonarla. Había hecho amistad con una divertida, extravagante
familia de bohemios, los Béjart, con los que formó una compañía de comediantes
aficionados. Se enamoró de la hija mayor de ese matrimonio, Madeleine, que le
llevaba cuatro años, era bonita, pelirroja y de costumbres más que ligeras.
Furioso, Poquelin padre suspendió la pensión mensual que daba a su hijo, y
Jean-Baptiste se vio obligado a ganarse el pan como ayudante de un charlatán
que vendía elixires de larga vida en el Pont-Neuf.
Cuando, en 1643, el obstinado tapicero cedió ante lo inevitable y dio a
su vástago las 630 libras
que le correspondían por legado de su madre, Jean-Baptiste adoptó el nombre de
Molière y, junto con Madeleine y los hermanos de ella, fundó el “Teatro
Ilustre”, en una sala alquilada, en la orilla izquierda del Sena. Al año
siguiente Molière estaba en prisión, por deudas.
Al salir de la cárcel, Madeleine reunió como pudo suficiente dinero para
cargar los arreos de la pequeña compañía en un carromato, en el que el Teatro
Ilustre viajó de pueblo en pueblo por toda Francia. A veces la compañía era
aclamada; pero más a menudo los aldeanos soltaban los perros contra los
actores.
Aquellos fueron penosos años de aprendizaje, pero poco a poco se fue
formando una buena compañía teatral. A fuerza de voluntad, Molière logró
superar su ligero tartamudeo y llegó a ser un prodigioso actor, sobre todo en
los papeles cómicos. Entre gira y gira, escribió sus primeras farsas y
sainetes, que tuvieron un gran éxito en la provincias. Pero lo más importante
de todo era que iba reuniendo material para sus futuras obras maestras.
En 1658 el Teatro Ilustre pudo por fin volver a París, dirigido por un
Molière ya maduro, para representar el papel de censor de las locuras de su
sociedad. Luis XIV, al que habían llegado ecos del éxito de la compañía en las
provincias, ordenó que actuara en su presencia. El 24 de octubre de 1658, en la Salle des Gardes del palacio
del Louvre, Molière y sus compañeros hicieron su primera aparición ante el Rey.
Representaron Nicodemo, del gran
Corneille, que les valió un cortés aplauso, que les valió un cortés aplauso.
Acto seguido Molière asumió un gran riesgo: terminó la función con una de
aquellas breves farsas que tanto gustaban a los provincianos: El médico enamorado. El éxito fue
ruidoso. El Rey premió a Molière
concediéndole medio teatro: el Petit-Bourbon, que compartiría con otra
compañía, la de los Italianos. Dos años después le asignaría el Palais-Royal, o
Teatro del Palacio Real, en el que el comediógrafo representaría hasta su
muerte.
El patrocinio del Rey Sol –encarnación del orden y de la autoridad, el
hombre de quien menos se habría esperado apoyo a un espíritu libre y
aventurero– fue un extraordinario momento de suerte. Al aparecer Molière en los
escenarios de París, el Rey tenía 20 años; aún estaban frescos en la memoria
del monarca los disturbios de la
Fronda , que habían dejado cicatrices en su niñez, y se había
empeñado en destruir la vieja sociedad feudal, turbulenta y anárquica, que
tanto lo había aterrado. Molière, al ridiculizar los vicios, los abusos, a su
manera, a proseguir la labor de zapa.
Con el beneplácito del Rey, el comediógrafos y comediante minimizó al
ignorante y pedante gremio de médicos, la antigua institución del matrimonio de
conveniencia, la falsa cultura, a los afectados ignorantes que tiranizaban la
vida intelectual, a los grandes señores que no creían en nada, ni siquiera en
Dios, y a los mojigatos que, so capa de religión, cometían las más siniestras
villanías.
Los títulos de sus comedias –El
misántropo, La escuela de damas, Georgesn Dandin, Las preciosas ridículas, Las
sabihondas, Don Juan, Tarufo, El avaro, El burgués gentilhombre, El enfermo
imaginario- suenan en nuestros oídos como otros tantos triunfos de ironía
bonachona. Pero las víctimas del desprecio molieresco se defendieron vigorosamente,
y no vacilaron en recurrir a los golpes bajos.
Molière contestó a sus antagonistas con La crítica de la escuela de damas y con El impromptu de Versalles, que se representaron ante un complacido
Luis XIV y las butacas llenas de cortesanos. Uno de ellos, el duque Francois de
La Feuillade ,
creyó reconocerse en un ridículo personaje que repetía sin cesar: “tarta con
crema”. Un día se topó el duque con el comediante en uno de los pasillos de
Versalles y fingió abrazarlo complacido; en realidad, los puntiagudos botones
de diamante del jubón del duque se incrustaron en el rostro de Molière hasta
hacerlo sangrar, mientras el heridor le gritaba: “¡Tarta con crema, Molière!
¡Tarta con crema!”
El famoso predicador Bourdaloue denunció al comediógrafo desde el
púlpito; el arzobispo Perefixe fulminó una homilía contra “esas peligrosas
comedias, que son una amenaza contra la religión”. Molière pensó mucho tiempo
su respuesta, que fue el Tarufo,
retrato de un tonto, vicioso y santurrón personaje que desde entonces ha sido
el paradigma de la hipocresía. Prohibida dos veces por influencia del arzobispo
de París, Luis XIV autorizó por fin su representación, siempre y cuando se
añadiera un epílogo halagüeño para el monarca. Pero al publicarse Tarufo, en agosto de 1667, un tal Roullé
dio a la estampa un libelo que terminaba pidiendo que se quemara vivo al autor
de esa comedia.
Los enemigos de Molière no tuvieron empacho en llevar sus ataques hasta
la vida privada del escritor. En 1662, a la edad de 40 años, Molière cometió el
mayor error de su vida, al casarse con una muchacha 20 años menor que él a
quien había conocido durante los años de cómico de la legua. Durante una larga
temporada, en Nimes, el año 1651, Madeleine había presentado a sus compañeros a
una niña de die4z años, vivaz, de gran ingenio, inteligente; Madeleine la
presentaba como su hermana Armande, a la que había criado una ama de la
comarca. Asombrados por tan súbita aparición, los actores estaban convencidos
de que la niña era hija ilegítima de Madeleine, y que ésta la había mantenido
oculta. Cuando, diez años después, Armande y Molière se casaron, las lenguas
viperinas dijeron algo peor; hicieron correr por todo París el rumor de que el
comediógrafo se había casado con su propia hija.
Se publicó por entonces una obscena sátira, La famosa actriz, y alguien escribió una obra sobre el tema: Elomire hipocondriaco (anagrama evidente
de Molière). Se enviaron anónimos al monarca, pidiéndole que castigara de
inmediato a aquel “escandaloso” protegido. Pero Luis XIV no perdió la
ecuanimidad. En una ostentosa demostración de su confianza en Molière, el 20 de
julio de 1664, en apadrinar al primogénito del comediógrafo.
Molière había llegado a la cúspide de la fama. Pero sus enemigos habían
fatigado el ánimo de este hombre recto y sincero. Además, su matrimonio había
resultado un fracaso. La “adorable” Armande vivía en notorio adulterio con otro
hombre. En el personaje de barba cana Arnulfo, a quien engaña Inés, joven
discípula con quien quiere casarse en La
escuela de damas, Molière hizo su autoretrato. Fingía la risa, pero tras
ella su corazón sangraba. Por si esto fuera poco, los detractores del genio
arguyeron que los diez consejos que da en la obra Arnulfo a Inés eran una
parodia de los Diez Mandamientos, y que la pieza era sacrílega.
En el último retrato de Molière, que en esa época le hizo Pierre
Mignard, se advierte claramente la melancolía del envejecido comediógrafo.
Empezó a amargarse y gradualmente fue presa de la misantropía que desde entonces
campearía en sus más graciosas farsas.
Esta melancolía, esta hipocondría, como entonces se le llamaba, se
acentuaron con la edad. Cada vez más se entregó a una doble vida: llena de
ruido y luz en escena; meditativa, recluida y laboriosa en su casa de campo de
Auteuil, donde no recibía sino a sus mejores amigos.
Sin embargo, a pesar del “negro ánimo” de que era presa, es precisamente
de ese período de su vida del que datan algunas de sus más hermosas, profundas
y osadas comedias: Las sabihondas, El misántropo,
Don Juan, El avaro, Las travesuras de Scapin y, finalmente, El enfermo imaginario, en la que de
nuevo, y por última vez, fustiga la petulante incompetencia de los médicos de
su tiempo.
Todos sabemos la historia de la muerte de Molière: al finalizar la
cuarta función de El enfermo imaginario,
en el momento en que, en el papel de Argán, apoyaba el burlesco entronizamiento
de un médico, el actor sufrió un ataque; sentado en su silla, emitió un quejido
que hasta sus compañeros confundieron con un sublime recurso escénico. En
realidad, Molière se recuperó rápidamente, y lanzó un grito de alegría. Pero al
caer el telón se desplomó y lo llevaron con celeridad a su apartamento de la Rue de Richelieu, donde murió
aquella misma noche. Era el fatídico 17 de febrero de 1673.
Han transcurrido ya tres siglos, y la estrella de Molière no se ha
puesto. Entre los grandes escritores franceses, tiene un templo dedicado a él: la Comedia Francesa , que también
es una compañía de “sacerdotes” que dicen una misa perpetua por su alma.
Molière lanzó contra las costumbres de su tiempo su caballería de sentido
común. Cargó con la bravura de un Murat y tuvo el honor de morir en el campo de
batalla.
* Distinguido escritor francés
nacido en 1920; fue combatiente en la segunda guerra mundial y en la Resistencia. Ha
ganado merecida fama como novelista, crítico y editor, y fue laureado con los
premios literarios Mónaco e Interallié.
Su libro Pluche ou l`amour de l`art apareció en Libros Condensados de
Selection du Reader`s Digest, en 1970.
No hay comentarios:
Publicar un comentario