El gran
conocedor de los meandros de la psique humana C.G. Jung observaba: el viaje
rumbo a nuestro propio centro, al corazón, puede ser más largo y peligroso que
el viaje a la Luna. En el interior humano habitan ángeles y demonios, tendencias
que pueden llevar a la locura y a la muerte, y energías que conducen al éxtasis
y a la comunión con el Todo.
Entre los
pensadores de la condición humana hay una pregunta nunca resuelta: ¿cuál es la
estructura de base del ser humano? Muchas son las escuelas de intérpretes pero
no viene al caso enumerarlas ahora.
Yendo
directamente al asunto diría que no es la razón, como se afirma comúnmente. La
razón no irrumpe; no es lo primero que irrumpe. Ella remite a dimensiones más
primitivas de nuestra realidad humana de las que se alimenta y que la permeabilizan en
todas sus expresiones. La razón pura kantiana es una ilusión. La razón viene
siempre impregnada de emoción, de pasión y de interés. Conocer es siempre entrar
en comunión interesada y afectiva con el objeto del conocimiento.
Más que ideas y
visiones de mundo, son pasiones, sentimientos fuertes, experiencias germinales
las que nos mueven y nos ponen en marcha. Nos levantan, nos hacen arrostrar
peligros y hasta arriesgar la propia vida.
Lo primero
parece ser la inteligencia cordial, sensible y emocional. Sus bases biológicas
son las más ancestrales, ligadas al surgimiento de la vida, hace 3,8 mil
millones de años, cuando las primeras bacterias irrumpieron en el escenario de
la evolución y comenzaron a dialogar químicamente con el medio para poder
sobrevivir. Este proceso se profundizó a partir del momento en que surgió, hace
millones de años, el cerebro límbico de los mamíferos, cerebro portador de
cuidado, de ternura, de cariño y amor por la cría, gestada en el seno de esta
nueva especie de animales, a la cual también pertenecemos nosotros los humanos.
En nosotros ha llegado a la fase autoconsciente e inteligente. Todos nosotros
estamos vinculados a esta tradición primera.
El pensamiento
occidental, logocéntrico y antropocéntrico, puso el afecto bajo sospecha, con el
pretexto de que perjudicaba la objetividad del conocimiento. Hubo un exceso, el
racionalismo, que llegó a producir en algunos sectores de la cultura, una
especie de lobotomía, es decir, una completa insensibilidad frente al
sufrimiento humano, el de los demás seres y el de la Madre Tierra. El Papa
Francisco en Lampedusa delante de los inmigrantes africanos criticó la
globalización de la insensibilidad, incapaz de compadecerse y llorar.
Pero se puede
decir que a partir del romanticismo europeo (con Herder, Goethe y otros) se
empezó a recuperar la inteligencia sensible. El romanticismo es más que una
escuela literaria; es una manera de sentir el mundo, nuestra pertenencia a la
naturaleza y la integración de los seres humanos en la gran cadena de la vida
(Löwy y Sayre, Rebelión y melancolía, Vozes, 28-50).
Modernamente el
afecto, el sentimiento y la pasión (pathos) han ido adquiriendo
centralidad. Este paso es hoy imperativo, pues solamente con la razón (
logos) no podemos hacer frente a las graves crisis por las que pasan la
vida, la humanidad y la Tierra. La razón intelectual necesita unirse a la
inteligencia emocional sin la cual no construiremos una realidad social
integrada y de rostro humano. No se llega al corazón del corazón sin pasar por
el afecto y el amor.
Entre otros
muchos datos importantes, cabe resaltar sin embargo uno, por su relevancia y por
la gran tradición de la que goza: es la estructura del deseo que marca la psique
humana. Partiendo de Aristóteles, pasando por san Agustín y por los medievales
como san Buenaventura (llama a san Francisco vir desideriorum, hombre de
deseos), por Schleiermacher y MaxScheler en los tiempos modernos, y culminando
con Sigmund Freud, Ernst Bloch y René Girard en tiempos más recientes, todos
afirman la centralidad de la estructura del deseo.
El deseo no es
un impulso cualquiera. Es un motor que dinamiza y pone en marcha toda la vida
psíquica. Funciona como un principio, tan bien traducido por el filósofo Ernst
Bloch como principio esperanza. Por su naturaleza, el deseo es infinito y
confiere carácter infinito al proyecto humano.
El deseo hace
dramática y, a veces, trágica la existencia. Cuando se realiza, da una felicidad
sin igual. Pero por otro lado, produce una grave desilusión cuando el ser humano
identifica una realidad finita como el objeto infinito deseado. Puede ser la
persona amada, una profesión siempre deseada, una propiedad, un viaje por el
mundo o una nueva marca de teléfono móvil.
No pasa mucho
tiempo y aquellas realidades deseadas le parecen ilusorias y solamente hacen
aumentar el vacío interior, tan grande como el tamaño Dios. ¿Cómo salir de este
impasse tratando de equilibrar lo infinito del deseo con lo finito de toda
realidad? ¿Vagar de un objeto a otro, sin nunca encontrar reposo? El ser humano
tiene que plantearse seriamente esta pregunta: ¿Cuál el verdadero y oscuro
objeto de su deseo? Me atrevo a responder: es el Ser y no el ente, el Todo y no
la parte, es el Infinito y no lo finito.
Después de
mucho peregrinar, el ser humano es llevado a pasar por la experiencia del cor
inquietum de san Agustín, incansable hombre de deseo e infatigable peregrino
del Infinito. En su autobiografía, Las Confesiones, declara con conmovedor
sentimiento:
Tarde te
amé, oh Belleza siempre antigua y siempre nueva. Tarde te amé. Tú me tocaste y
yo ardo en deseo de tu paz. Mi corazón inquieto no descansará hasta reposar en
Ti (libro X, n.27).
Aquí tenemos
descrita la trayectoria del deseo que busca y encuentra su oscuro objeto siempre
deseado, en el sueño y en la vigilia. Sólo el Infinito se adecúa al deseo
infinito del ser humano. Sólo entonces termina el viaje rumbo al corazón y
comienza el sábado del descanso humano y divino.
-Leonardo BOFF / 29-noviembre-13