Aun
antes de que falleciera, en 1953, ya se había consolidado la reputación de E.
O’Neill como el Shakespeare norteamericano. Dramaturgo laureado con el Premio
Nobel, la producción de O’Neill fue formidable: más de 30 obras de teatro, que
en su mayoría comunican una imagen profunda de lo que es la lucha, a menudo
heroica, generalmente inútil, del hombre contra el hado. Por eso el
“testamento”… constituye una rareza entre los documentos de O’Neill, pues es
sentimental, inclusive travieso. Fue redactado con ánimo de consolar a su
esposa Carlotta, poco antes de que el perro muriera de vejez, en diciembre de
1940.
OYO, SILVERDENE EMBLEM O’NEILL (llamado por mis parientes, amigos
y conocidos, “Blemie”), dada la carga de años y de achaques que pesa sobre mí,
y comprendiendo que el fin de mis días se aproxima, por estas líneas sepulto mi
última voluntad y testamento en el ánimo de mi amo. Él no sabrá que está allí
hasta cuando yo me haya ido. Pero luego, al pensar en mí en su soledad, tendrá
de pronto la revelación de este testamento, y yo le pido que lo escriba como
monumento a mi memoria.
TENGO pocos bienes materiales que dejar. Los
perros son más sabios que los hombres. No se enamoran de las cosas. No
malgastan el tiempo acumulando bienes. No pierden el sueño preguntándose cómo
conservarán los objetos que poseen o cómo harán para obtener los que no
tienen.. No tengo nada de valor que legar, excepto mi amor y mi fe. Los dejo a
todos aquellos que me han querido, a mi amo y ama, que bien sé habrán de ser quienes más me lloren; a Freeman, que
ha sido tan bueno conmigo; a Cyn, Roy, Willie y Naomi, y a… pero si me pusiera
a enumerar a todos los que han dado su cariño obligaría a mi amo a escribir un
libro. Quizá sea vanidad de mi parte jactarme así cuando me encuentro a las
puertas de la muerte, que convierte a todas las bestias y vanidades en polvo,
pero sé que siempre he sido un perro extremadamente digno de ser amado.
Pero a mis amos que me tengan siempre
presente en su memoria, pero que no penen demasiado por mí. En vida me he
esforzado por ser para ellos un consuelo en los momentos de tristeza, y un
motivo de mayor alegría en su felicidad. Me duele pensar que incluso en la
muerte pueda yo causarles pena. Recuerden que si bien es cierto que ningún
perro ha tenido una vida más feliz que yo (y esto lo debo a su amor y sus
cuidados), ahora que estoy ciego, sordo y cojo, y que incluso el olfato me
falla de tal manera que un conejo podría pasarme por las narices sin que yo me
diera cuenta, mi orgullo ha degenerado en enfermiza y aturdida humillación.
Siento que la vida hace burla de mí por haber abusado de su hospitalidad. Es
hora de decir adiós, antes de que mis achaques me convierta en una carga para
mí mismo y para quienes me aman. Será un pesar dejarles, pero no será un pesar
morir. Los perros, a diferencia de los hombres, no temen a la muerte. La
aceptamos como parte de la vida, no la vemos como algo ajeno y terrible que
destruye la vida. ¿Quién sabe nada sobre lo que nos espera después de la
muerte? Quisiera compartir con mis hermanos los dálmatas, que son devotos
musulmanes, la creencia de que hay un paraíso donde uno es siempre joven y
tiene siempre la vejiga henchida; donde retoza todo el día con una amorosa
multitud de huríes, de piel deliciosamente moteada; donde los conejos, que
corren más aprisa pero no demasiado (como las huríes), son tan abundantes como
las arenas del desierto; donde toda dichosa hora que pasa es hora de comer;
donde en las largas veladas encontramos un millón de chimeneas con troncos
perpetuamente encendidos, y uno se enrosca y parpadea mirando el fuego, y
cabecea y sueña recordando aquellos hermosos días pasados en la Tierra, y el
amor de sus dueños.
CREO que esto es demasiado esperar, incluso
para un perro como yo. Pero por lo menos tengo la certeza de hallar la paz. Paz
y reposo para el viejo corazón, para la cabeza y los miembros, y un sueño
eterno en la tierra que he amado tanto. Quizá después de todo, esto sea mejor.
Quiero hacer ardientemente una última
petición. He oído a mi ama decir: “Cuando Blemie muera no volveremos a tener
otro perro. Lo quiero tanto que no podré querer a otro”. Yo quisiera pedirle,
por amor a mí, que tenga otro. Que no tuviera otro perro sería triste homenaje
a mi recuerdo. Lo que yo quisiera es sentir que, por lo mismo que me tuvo en la
familia, ahora ya no puedo vivir sin un perro. Nunca fui celoso ni mezquino.
Siempre he dicho que casi todos los perros son buenos (como lo es también un
gato, el negro a quien permití que compartiera conmigo el tapete de la sala en
las noches, y cuyo afecto he tolerado bondadosamente, al punto de
corresponderle un poquito en los raros momentos en que me ganaba el
sentimentalismo). Por supuesto, algunos perros son mejores que otros.
Naturalmente, como es bien sabido, los dálmatas son los mejores.
Por tanto, recomiendo un dálmata como mi
sucesor. Difícilmente será tan fino, tan distinguido ni tan hermoso como lo fui
yo en mis mejores años. Mis amos no deben pedir imposibles. Pero mi sucesor
hará cuanto esté de su parte, de eso estoy seguro, e incluso sus inevitables
defectos contribuirán, por comparación, a perpetuar mi recuerdo. A él le dejo
mi collar y correa, así como mi abrigo y mi impermeable, hechos a la medida por
Hermes, en París. Jamás podrá llevarlos con la misma distinción que yo, al
pasear por la Place Vendome, o a lo largo de Park Avenue, donde me seguían
todas las miradas con admiración; pero también en este caso estoy seguro de que
quien me suceda hará cuanto pueda para no parecer un vulgar provinciano. Es posible
que aquí en la quinta se muestre digno de ser comparado conmigo en algunos
aspectos.
UNA ÚLTIMA palabra de adiós, idolatrados
amos. Cuando visitéis mi tumba, decíos a vosotros mismos, con tristeza pero
también con satisfacción, recordando mi dichosa existencia a vuestro lado:
“Aquí yace una criatura que nos amó y a quien amamos”. Por profundo que sea mi
sueño yo os escucharé, y ni aun toda la potencia de la muerte podrá impedir que
mi espíritu menee la cola, agradecido.
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