martes, 4 de julio de 2017

SIN PALABRAS / Horacio PUCHET


SIN PALABRAS. Esa noche Mahler hablaba para mí. Su Novena Sinfonía se me revelaba plena de sentido, transparente en su intención como nunca antes. La partitura hablaba en signos, en símbolos y gestos que imprimían en mí sus huellas indelebles. Voces llenas de pausas y suspiros destacaban por momentos para luego fundirse en el conjunto que articulaba su discurso. El compositor anotó con amorosa dedicación cada dinámica, cada acento, cada articulación, haciendo que las frases surgieran por momentos como astros rutilantes en la larga cabellera de la noche. Recordé entonces las estrellas que adornaban el peinado de la Emperatriz.

La Novena de Mahler es una sinfonía monumental, alta como una catedral, extensa como una novela. Exigió a la orquesta un trabajo enorme durante la semana, más de lo normal. Ella evoca esos palacios vieneses de la época imperial, con altos salones ornados de espejos y candiles, donde cada habitación ha sido decorada de un color y un mobiliario distinto y exclusivo. Así me siento al ir tocando los tonos y motivos característicos de cada sección: como alguien que recorre admirado los suntuosos salones de una mansión inmensa. Para prepararla no sólo he tenido que estudiar en casa los pasajes más difíciles, sino que he consultado libros y visto videos en Youtube. La he escuchado y meditado con especial detenimiento. Estoy convencido de que se trata de la mejor de sus composiciones, la más completa, la obra madura de un creador en el dominio total de sus medios expresivos.

La noche del concierto nos disponíamos a arrancar su interpretación con la emoción de quien emprende una larga travesía (y con la esperanza de no naufragar a medio camino como el Titanic). Nuestro barco musical es grande y poderoso: una orquesta de cien músicos bien entrenados.

El primer movimiento, "Andante cómodo", es el más elaborado y complejo. Dura casi media hora. Crece a partir de dos temas contrastantes: uno dulce y afable, en la tonalidad de Re Mayor, y otro de carácter más sombrío, en re menor. Ambas atmósferas se alternan repetidas veces. Las melodías comienzan de un modo inocente y de a poco se transforman en algo horrible y estridente. Las tensiones se acumulan y estallan en tres puntos culminantes. En el tercero, trombones y timbales retumban, “con la mayor violencia”, según indica la partitura. Aparece después una marcha fúnebre como un presagio funesto que conduce a una Coda resignada de dispersos solos. La flauta entona una de las Canciones de los niños muertos en contrapunto con otra melodía interpretada por el corno. Alban Berg dijo de este movimiento que “es lo más celestial que ha compuesto Mahler”, que en él se sentía latir el anhelo de vivir y el carácter irrevocable de los límites de la existencia. Conciencia de la finitud, podría llamarse.

El segundo movimiento se entrega por completo a la ironía. Es un Scherzo extenso compuesto de tres danzas: un landler (danza rústica austriaca), un vals y un landler lento y melancólico. Las danzas, que parecen acercarnos a la naturaleza, nos alejan en realidad de ella. Son bailes de parejas, pero de unas parejas que se aman y se odian. Todo está aquí desfigurado por la exageración. Una cruel ironía traspasa el movimiento de principio a fin. Los intervalos se extienden hasta lo ridículo. La orquestación extrema provoca sonoridades extrañas, como la del último solo de tuba y flautín.

El mismo humor negro prevalece en el tercer movimiento: una gran marcha en forma de Rondó. Pero es una parodia, de textura fragmentada, de esa forma musical. De ahí su título: “Rondó burlesco”. Lleva la dedicatoria “a mis hermanos en Apolo”. Mahler cita aquí pasajes de sus anteriores sinfonías pero deformados hasta lo grotesco. Emplea por momentos la bitonalidad. Algunos autores opinan que este movimiento es una burla de sí mismo, del vacío ambiente profesional y de la hipocresía de la sociedad. En la parte central hay un reposo, como una reminiscencia entonada por los violines, pero que es pronto interrumpida por agudas disonancias. Reinicia la marcha salvaje y el Rondó termina en fortísimo, en el mismo ambiente caótico en que comenzó.

Y luego llegamos al adagio final, esa maravilla. El cuarto movimiento es un himno poderoso, hecho con materiales de los movimientos anteriores, pero que ahora avanzan hacia la altura, explorando los límites del ser en su renuncia y abandono. Otras veces Mahler me había parecido demasiado pesimista, un visitante del crepúsculo, un profeta de la nada. Pero ahora se me mostraba esperanzado y profundo, maduro como un hombre de fe. El gran adagio me estremece y me interroga, es un final que es un principio, como un ciclo que se cierra. Mientras toco, la música me arrastra en la fuerza apasionada de su oleaje. Regreso al origen. La emoción de la amplia melodía explota en la voz de los metales y algo en mi interior se rompe y me devuelve a la infancia. Estoy y no estoy presente. Me veo comiendo higos en la rama de una higuera con mi hermano una mañana de verano con el sol asomando entre las hojas y más atrás, siento la voz y el abrazo tibio de mi madre en la vieja casa y más atrás, el resplandor de la luz original donde todo nace.

Y la música continúa inexorable: avanza cada vez más lentamente, rozando cimas entre abismos. Marcha sobre una sucesión de cumbres como templos, borrando la frontera nebulosa entre el cielo y la tierra. Despierta una visión del infinito como una ventana abierta a un mundo nuevo. Poco a poco el himno se dispersa y acaba por desvanecerse en pura luz. Y junto con la melodía el tiempo cesa y queda el alma suspendida en lo más alto. El silencio final también es parte de la música.

Nos ahoga entonces la emoción y tras un instante comienzan los aplausos. El director sale y entra a escena bajo el clamor de la ovación; los músicos nos ponemos de pie y nos volvemos a sentar. Pero mis movimientos son impersonales y automáticos: floto en una nube y ya no entiendo nada. Ni quiero entender. Intercambiamos saludos mientras guardamos los instrumentos, pero me niego a entablar conversaciones. El lenguaje es redundante. Después de esta sinfonía ya no hay nada que decir. Sólo quiero salir pronto a la calle y perderme entre las sombras de la noche.

Horacio PUCHET/ 15 de junio-2017.

DE MI ÁLBUM
(Baltikum)




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