SIN PALABRAS.
Esa noche Mahler hablaba para mí. Su Novena Sinfonía se me revelaba plena de
sentido, transparente en su intención como nunca antes. La partitura hablaba en
signos, en símbolos y gestos que imprimían en mí sus huellas indelebles. Voces
llenas de pausas y suspiros destacaban por momentos para luego fundirse en el
conjunto que articulaba su discurso. El compositor anotó con amorosa dedicación
cada dinámica, cada acento, cada articulación, haciendo que las frases
surgieran por momentos como astros rutilantes en la larga cabellera de la
noche. Recordé entonces las estrellas que adornaban el peinado de la
Emperatriz.
La Novena de
Mahler es una sinfonía monumental, alta como una catedral, extensa como una
novela. Exigió a la orquesta un trabajo enorme durante la semana, más de lo
normal. Ella evoca esos palacios vieneses de la época imperial, con altos
salones ornados de espejos y candiles, donde cada habitación ha sido decorada
de un color y un mobiliario distinto y exclusivo. Así me siento al ir tocando
los tonos y motivos característicos de cada sección: como alguien que recorre
admirado los suntuosos salones de una mansión inmensa. Para prepararla no sólo
he tenido que estudiar en casa los pasajes más difíciles, sino que he
consultado libros y visto videos en Youtube. La he escuchado y meditado con
especial detenimiento. Estoy convencido de que se trata de la mejor de sus
composiciones, la más completa, la obra madura de un creador en el dominio
total de sus medios expresivos.
La noche del
concierto nos disponíamos a arrancar su interpretación con la emoción de quien
emprende una larga travesía (y con la esperanza de no naufragar a medio camino
como el Titanic). Nuestro barco musical es grande y poderoso: una orquesta de
cien músicos bien entrenados.
El primer
movimiento, "Andante cómodo", es el más elaborado y complejo. Dura
casi media hora. Crece a partir de dos temas contrastantes: uno dulce y afable,
en la tonalidad de Re Mayor, y otro de carácter más sombrío, en re menor. Ambas
atmósferas se alternan repetidas veces. Las melodías comienzan de un modo
inocente y de a poco se transforman en algo horrible y estridente. Las
tensiones se acumulan y estallan en tres puntos culminantes. En el tercero,
trombones y timbales retumban, “con la mayor violencia”, según indica la
partitura. Aparece después una marcha fúnebre como un presagio funesto que
conduce a una Coda resignada de dispersos solos. La flauta entona una de las
Canciones de los niños muertos en contrapunto con otra melodía interpretada por
el corno. Alban Berg dijo de este movimiento que “es lo más celestial que ha
compuesto Mahler”, que en él se sentía latir el anhelo de vivir y el carácter
irrevocable de los límites de la existencia. Conciencia de la finitud, podría
llamarse.
El segundo
movimiento se entrega por completo a la ironía. Es un Scherzo extenso compuesto
de tres danzas: un landler (danza rústica austriaca), un vals y un landler
lento y melancólico. Las danzas, que parecen acercarnos a la naturaleza, nos
alejan en realidad de ella. Son bailes de parejas, pero de unas parejas que se
aman y se odian. Todo está aquí desfigurado por la exageración. Una cruel
ironía traspasa el movimiento de principio a fin. Los intervalos se extienden
hasta lo ridículo. La orquestación extrema provoca sonoridades extrañas, como
la del último solo de tuba y flautín.
El mismo
humor negro prevalece en el tercer movimiento: una gran marcha en forma de
Rondó. Pero es una parodia, de textura fragmentada, de esa forma musical. De
ahí su título: “Rondó burlesco”. Lleva la dedicatoria “a mis hermanos en
Apolo”. Mahler cita aquí pasajes de sus anteriores sinfonías pero deformados
hasta lo grotesco. Emplea por momentos la bitonalidad. Algunos autores opinan
que este movimiento es una burla de sí mismo, del vacío ambiente profesional y
de la hipocresía de la sociedad. En la parte central hay un reposo, como una
reminiscencia entonada por los violines, pero que es pronto interrumpida por
agudas disonancias. Reinicia la marcha salvaje y el Rondó termina en fortísimo,
en el mismo ambiente caótico en que comenzó.
Y luego
llegamos al adagio final, esa maravilla. El cuarto movimiento es un himno
poderoso, hecho con materiales de los movimientos anteriores, pero que ahora
avanzan hacia la altura, explorando los límites del ser en su renuncia y
abandono. Otras veces Mahler me había parecido demasiado pesimista, un
visitante del crepúsculo, un profeta de la nada. Pero ahora se me mostraba
esperanzado y profundo, maduro como un hombre de fe. El gran adagio me
estremece y me interroga, es un final que es un principio, como un ciclo que se
cierra. Mientras toco, la música me arrastra en la fuerza apasionada de su
oleaje. Regreso al origen. La emoción de la amplia melodía explota en la voz de
los metales y algo en mi interior se rompe y me devuelve a la infancia. Estoy y
no estoy presente. Me veo comiendo higos en la rama de una higuera con mi
hermano una mañana de verano con el sol asomando entre las hojas y más atrás,
siento la voz y el abrazo tibio de mi madre en la vieja casa y más atrás, el
resplandor de la luz original donde todo nace.
Y la música continúa inexorable:
avanza cada vez más lentamente, rozando cimas entre abismos. Marcha sobre una
sucesión de cumbres como templos, borrando la frontera nebulosa entre el cielo
y la tierra. Despierta una visión del infinito como una ventana abierta a un
mundo nuevo. Poco a poco el himno se dispersa y acaba por desvanecerse en pura
luz. Y junto con la melodía el tiempo cesa y queda el alma suspendida en lo más
alto. El silencio final también es parte de la música.
Nos ahoga
entonces la emoción y tras un instante comienzan los aplausos. El director sale
y entra a escena bajo el clamor de la ovación; los músicos nos ponemos de pie y
nos volvemos a sentar. Pero mis movimientos son impersonales y automáticos:
floto en una nube y ya no entiendo nada. Ni quiero entender. Intercambiamos
saludos mientras guardamos los instrumentos, pero me niego a entablar
conversaciones. El lenguaje es redundante. Después de esta sinfonía ya no hay
nada que decir. Sólo quiero salir pronto a la calle y perderme entre las
sombras de la noche.
Horacio PUCHET/ 15 de junio-2017.
DE MI ÁLBUM
(Baltikum)
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