TODO EL mundo conoce a algún Casanova, atolondrado
conquistador de incontables corazones femeninos. Sin embargo, pocos son los que
conocen a su prototipo: Giacomo Casanova, caballero de Seingalt, pícaro sin par
cuya vida y amoríos dejaron una ardiente estela de un extremo a otro de Europa.
Considerado
como uno de los grandes aventureros de la historia, Casanova fue hombre cuyos
conocimientos y encanto lo llevaron a codearse con los ricos y los poderosos.
Su reputación como amante corría parejas con su notable falta de ocupación, de
ingresos regulares y de residencia fija. Reyes, papas e intelectuales por igual
se deleitaban con su ingenio. Escribió más de una docena de libros, entre ellos
su famosa Historia de mi vida, en
doce volúmenes. Estas francas memorias, con la sorprendente imagen que nos
brindan de una época alegre y disoluta, se tiene ya por singular obra de la
literatura.
Casanova
comenzó su inquieta existencia como aspirante a la carrera sacerdotal y la
terminó como bibliotecario. El juego era su obsesión, y se dice que perdía
fortunas enteras con la sonrisa en los labios. No era físicamente hermoso. De
constitución atlética, media 1,88 m. de estatura y tenía unos ojos negros que
miraban intensamente, nariz aguileña y boca sensual. Su tez morena y un rostro
marcado por algunas picaduras de la viruela, daban a su aspecto cierta
ferocidad. Entre los goces a que era dado se contaban los buenos vinos y los
manjares, y de unos y otros consumía cantidades asombrosas.
Giacomo nació
en Venecia, en 1725, y tuvo la desventaja de que le faltó un hogar. Sus padres,
cómicos de la legua, lo dejaron en manos de la abuela maternal. Esta lo envió a
una escuela en la cercana ciudad de Padua, donde lo alojó en una casa de
huéspedes que hervía de chinches. Un cura bondadoso dio refugio en su casa a
aquel niño de carácter introvertido, y Giacomo comenzó a despertar. Destacó en
sus estudios y, apenas cumplidos los 17 años de edad, obtuvo el doctorado en
derecho civil y canónico. Un año después la madre del muchacho consiguió para
él la promesa formal de proporcionarle una plaza como ayudante de un Obispo en
el sur de Italia. Giacomo echó un vistazo al triste pueblecito en que iba a
vivir y, con las bendiciones del Obispo, lo abandonó. Es en esa decisión donde
asomaron por primera vez los rasgos del carácter de Casanova.
A su llegada
a Roma, sin tener idea de lo que haría, obtuvo Casanova el puesto de secretario
del influyente cardenal Aquaviva. Quizá hubiera hecho Carrera en la Santa Sede,
pero se vio complicado en un escándalo. Según parece, Giacomo había seducido a
la novia de un sobrino del Papa, y, a consecuencia de ello, tuvo que salir de
Roma. Esta vez se dirigió a la exótica ciudad de Constantinopla.
Sin embargo,
para Giacomo, su viaje a Turquía fue una desilusión. Le puso fin cuando un
turco acaudalado le ofreció a la vez la oportunidad de hacer Carrera en el
comercio y a su hija por esposa, con la condición de que se hiciera musulmán.
“No me fue posible renunciar a la legítima esperanza de lograr fama en naciones
más civilizadas”, escribió más adelante.
Encontrándose
en Venecia en mala situación, Casanova entró a formar parte de una orquesta
como violinista. Además, tocaba en las bodas. Al salir de una fiesta nupcial,
cierta noche, recogió una carta que se le cayó del bolsillo a un empurpurado
senador del Estado veneciano que se dirigía a su góndola particular.
Complacido, el senador, que se llamaba Bragadin, se brindó llevarlo a su casa.
Apenas embarcados, Bragadín sufrió un ataque al corazón. Giacomo saltó a tierra,
hizo venir a un médico y así contribuyó a salvarle la vida del dignatario. El
agradecido senador lo invite a vivir en su palacio y le asignó una modesta
pensión, que le estuvo pasando puntualmente hasta que murió, 22 años después.
Giacomo
comenzó entonces a disfrutar de una situación estable, de una residencia y del
favor de un patrón. !Ah! !Si pudiera sentar cabeza! Pero, lejos de ello,
durante los tres años siguientes llevó una existencia borrascosa. Desde que, a
la edad de 16 años, Casanova descubrió por primera vez que su virilidad
resultaba extraordinariamente atractiva para el bello sexo, se había dejado
arrastrar de una Aventura amorosa a otra. Las tuvo con mujeres rubias y
morenas, altas y bajas, ricas y pobres: todas le parecían bellas y deseables.
Sin embargo, no hubo ninguna como Henriette.
Giacomo la
conoció en una hostería del norte de Italia, cuando él era un joven de 24 años
de edad. Henriette vestía ropas masculinas; no llevaba equipaje y hablaba muy
poco de sí misma. Pero quería marchar a Parma, y Casanova, con su
característica desenvoltura, se brindó a llevarla en su carroza. “Henriette”
era francesa, y bellísima. Era, probablemente, una mujer de la nobleza que
había abandonado a su marido. Buena parte de los tres meses que pasaron juntos,
ella se mostró temerosa de que la reconocieran.
Se amaron
tiernamente. Saboreando una felicidad que
nunca antes había conocido, Giacomo se mostraba delicado y generoso. “Jamás hubo
un momento de mal humor que nublara nuestra aventura”, escribió después. Lo que
Henriette más temía, sin embargo, ocurrió al fin. Un francés del círculo a que
la joven pertenecía, la reconoció, y Henriette se vio obligada a emprender el
largo camino de regreso a su país. Los amantes se despidieron en una posada de
Ginebra. Ya a solas, Casanova descubrió que su amiga había escrito en el
cristal de la ventana de su habitación, con un diamante, estas palabras:
“También de Henriette te olvidarás”.
Cuatro años y
mil besos después, Casanova, ya de vuelta en Venecia, estaba listo para gozar
de una nueva y gran pasión. La chica se llamaba Caterina y era una adolescente
deliciosa e inexperta, a quien Casanova, en sus
Memorias se refiere discretamente con las iniciales “C. C”. Fueron juntos a
la opera. Poco después salieron a pasear en góndola. Al reunirse por tercera vez, Giacomo y
Caterina se precipitaron el uno en brazos del otro. Con todo, cuando el
enamorado galán pidió la mano de Caterina a los padres de la joven, éstos la
metieron en un convento para calmar su ardor y dijeron que, una vez que el Dr.
Casanova tuviera su empleo fijo, le darían a su hija. “Su contestación me
pareció desoladora”, escribe Casanova.
Venecia vivía
una vida opulenta, alegre, decadente. No obstante, el gran centro de placeres
estaba gobernado férreamente por una autoridad aristocrática cuyos tribunales
secretos ejercían poderes de vida o de muerte. Los informes de la policía
acerca de las aventuras de Casanova lo describían como un libertino que
practicaba la magia negra, hacía víctimas de sus bribonadas a horados
ciudadanos y frecuentaba los garitos. En una ocasión en que Casanova declamó
un poema “impío”en una taberna, las autoridades juzgaron que habían soportado
ya bastante.
Una noche
estival la policía arrestó al disoluto, ya de 30 años de edad, y lo encerró en
los Piombi, una de las prisiones más
seguras y más infamantes de Italia, situado en lo alto del palacio del Dux.
Nadie había conseguido escapar nunca de los “Plomos” de Venecia, pero Casanova
resolvió hacer el intento de recobrar su libertad.
Con una barra
de hierro que había tomado durante una de sus salidas al patio y que afiló con
un pedazo de mármol, Giacomo cavaba por la noche, y después de tres meses de
labor ya había abierto un agujero bajo su camastro. Mas !ay! cuando el orificio
estaba grande para que el prisionero pudiera dejarse caer hasta la oficina que
había debajo, trasladaron a Casanova a otro calabozo. Sus carceleros
descubrieron el hoyo. Y los utensilios con que lo había excavado? Sin perder
tiempo, Giacomo había pasado su valiosa herramienta al prisionero de la celda
contigua, cierto monje de nombre Balbi. Siguiendo las instrucciones de
Casanova, Balbi procedió luego a abrir un agujero en el delgado techo de su
calabozo, se encaramó al desván que estaba encima y allí practicó una abertura
hasta la celda de Casanova. Este trepó al desván, donde aplicó su improvisada
barren a una de las grandes planchas de plomo del tejado… y los dos prisioneros
se encontraron pronto bajo el cielo estrellado, asiéndose al tejado,
peligrosamente inclinado, a 30 metros de altura.
Por un
increíble momento de suerte, Casanova encontró una escalera de mano que allí
habían dejado unos obreros. No sin trabajo, Giacomo y el monje introdujeron la
escalera por una lumbrera y bajaron hasta una habitación en tinieblas. El alba
se anunciaba ya cuando Casanova y Balbi, después de atravesar archivos y
oficinas, forzar una cerradura y practicar una abertura en una gruesa puerta,
llegaron por fin a la salida. Con calma, Giacomo se caló sus Viejas ropas de
paisano, que había conservado hechas un ovillo. Así vestido y cubierto con un
sombrero emplumado, pasó, flanqueado por el tembloroso monje, ante las narices
del asombrado portero, y a continuación abandonó Venecia.
Giacomo no
habría de volver a pisar el suelo de su ciudad natal en el curso de 18 años.
Empleó la mayor parte de este tiempo en viajar por toda Europa, al parecer sin
objeto. Sin embargo, para entonces Casanova se había convertido en personaje de
leyenda. Su reputación de anecdotista y de hombre que había escapado de los “Plomos” de Venecia le
daban un halo de distinción. En Londres lo presentaron a Jorge III, y en San
Petersburgo examinó los méritos del calendario ruso con Catalina la Grande.
Federico el Grande de Prusia le ofreció el puesto de instructor de sus cadets,
pero Giacomo lo rechazó. Benjamín Franklin lo invite a asistir a una reunion de
la Académie de Sciences francesa.
Voltaire, el más ilustre de los intelectuales de Francia, escuchaba con
atención las opiniones de Giacomo. En Roma, el papa Clemente XIII celebraba sus
chistes y otorgó a Casanova la orden papal de la Espuela de Oro.
Veneciano tan
gentil y bien hablado sería, sin duda, un caballero. Pero, lo era realmente?
Para proveerse de un linaje apropiado, Casanova se hacía llamar “Caballero de
Seingalt”, título que había compuesto, según sus propias palabras, “con varias
letras del alfabeto tomadas al azar”. Ciertamente, Casanova tenía mucho de
caballero de industria. La más provechosa de sus víctimas fue una acaudalada
aristócrata francesa, la marquesa d’Urfé, a quien Giacomo prometió convertirla
en un niño que, al crecer, se hallaría en contacto directo con los poderes
ocultos, gracia que les estaba negada a las mujeres. Casanova alimentó las vivas
esperanzas de la marquesa durante siete años con toda suerte de mojigangas y
sortilegios, mientras la despojaba de gruesas sumas en joyas y en efectivo, que
la dama le entregaba de buen grado. Ambos se separaron como buenos amigos.
“Nunca pensé que la estuviera engañando”, arguye Casanova. “Si yo le hubiera
dicho que sus ideas eran absurdas, jamás me habría creído”.
Sus lances
amorosos se sucedían unos a otros en confusa procesión. Casanova mismo cuenta
que triunfó en varios centenares de ellos. Sin embargo, a despecho de su
apetito sexual, a lo que Giacomo aspiraba, más que ninguna otra cosa, era el
verdadero amor. Cuando le aseguraba a la protagonista de cada nueva aventura:
“No eres la primera de mis amantes, pero sin duda serás la última”, Casanova lo
decía de corazón. Los rimeros de cartas amorosas a él dirigidas, y descubiertas
después de su muerte, nos dan un conmovedor testimonio de los sentimientos que
inspiraba. No obstante, este pródigo dispensador de afecto no se casó jamás. Si
bien se declaró en repetidas ocasiones y a veces vio aceptadas sus propuestas
matrimoniales, algo ocurría siempre para impedirle el paso decisivo. En el
fondo, quizá Casanova comprendía que no tardaría en hartarse de la felicidad
conyugal. “El matrimonio es la tumba del amor”, declaró cierta vez.
En 1763
Giacomo Casanova se trasladó a Inglaterra con el proyecto de fundar una lotería
oficial. No hablaba el ingles, y esto lo tenía confundido. “Todo lo que come
uno aquí”, se lamentaba, “tiene un sabor diferente de aquel a que estamos
acostumbrados”. En Londres ocupaba una casa magnífica de cuatro pisos, que
compartía con una joven portuguesa de noble estirpe. “Pauline”, esbelta,
Hermosa y de majestuoso porte, era, para Casanova, la mujer ideal. No tardó en
sentirse perdidamente enamorado de la joven portuguesa. Fue su último amorío
completamente feliz.
Cuando
Pauline tuvo que regresar a Portugal, rogándole que jamás pretendiera
localizarla, Giacomo se sintió tan trastornado como cuando se despidió de
Henriette.
Casanova tenía ya cerca de 50 años de edad y
la nostalgia lo atormentaba cuando el Gobierno veneciano le permitió por fin
volver a su tierra natal.
Trascurrieron
ocho años sin ningún incidente adverso. Pero una vez más Casanova demostró ser
su propio enemigo, y el peor. Incitado por algún demonio maligno, dio a la
publicidad un libelo en el que atacaba a las familias más influyentes de
Venecia, lo que le valió que lo expulsaran del Estado tan implacable como
definitivamente.
Casanova pasó
los años postreros de su vida en Dux. El
señor del lugar, el joven conde de Waldstein, lo había tomado a su servicio en
calidad de bibliotecario. Giacomo falleció a los 73 años de edad, en el cálido
y perfumado silencio de una primavera bohemia. Las personas discretas
estuvieron acordes en que, en el fondo
de las chapucerías de Casanova, existió un elemento muy próximo a la grandeza.
Giacomo Casanova había escrito una frase que podría servirle de epitafio: “Al
reflexionar en que lo que llena de dicha mi actual ancianidad es la presencia
de mis recuerdos, he de llegar a la conclusión de que mi larga vida debe de
haber sido más venturosa que desdichada. Y tras de dar gracias a Dios, me
congratulo de ello”.
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