Puede
llevarnos a una vida de paz y satisfacción… ¡pero somos tan pocos los que la
practicamos!
AÑOS ATRÁS, cuando era yo un eclesiástico
joven e impaciente, fui llamado para hacerme cargo de una gran iglesia de la
ciudad de Nueva York. Iba lleno de ideas, estaba decidido a hacer toda clase de
innovaciones, mi entusiasmo no reconocía límites. Por desgracia para mí, dos de
los miembros más influyentes de la congregación eran unos señores ya ancianos,
cautos y tradicionalistas. Se resistían firmemente a todo cambio y reprobaban
casi todo lo que yo hacía.
Cierto domingo, después de predicar un sermón
que, en mi concepto, fue bastante bueno, uno de mis censores se acercó a mí
para decirme, fríamente, que en aquella iglesia la duración del sermón debía limitarse a 25 minutos, y yo me había extralimitado: el mío había durado 27.
Procuré conservar la calma, hasta llegar a
mi casa. Una vez allí, estallé y manifesté a grito herido que la congregación
tendría que elegir entre ese par de fósiles o yo.
Ese día, mi padre, también ministro de la
iglesia, había ido a mi casa para comer con nosotros. Después de escuchar mi
andanada sin pestañear, me dijo:
-Mira, hijo, puedes ir y desahogarte, si
quieres, pero te aseguro que lo vas a lamentar. Vas a crearte dos enemigos
acérrimos, probablemente dividirás a tu congregación, y lo más seguro es que
perjudiques tu carrera.
Guardó silencio durante un momento,
procurando mirarme a la cara, y continuó:
-¿Puedo hacerte una sugerencia? En la vida,
el éxito es una mezcla de ingredientes. Me parece a mí que para solucionar tu
problema lo que necesitas es ese ingrediente tan difícil de lograr que es la paciencia; ya sé que está muy sobado
aquello de “ la virtud de la paciencia”, pero como casi todas las frases muy
sobadas, es cierta y da resultado. Creo que debes ponerlo a prueba.
-Muy bien –repliqué-. Pero…¿qué debo hacer?
-Lo primero, es dejar que el tiempo obre por
ti, fría y calculadoramente, siguiendo una estrategia dinámica. Estudia a esos
señores, trata de imaginar las causas de su modo de ser. Ve las cosas desde sus
puntos de vista. Hazles sentir que los amas, como prójimos tuyos que son.
Luego, cuando hayan aprendido a confiar en ti, cuando te vean con simpatía,
podrás comenzar a exponerles tus ideas. La paciencia posee un poder enorme:
¿por qué no explotarlo?
Seguí su consejo en aquella ocasión, y
continúo haciéndolo, porque mi padre tenía razón. No importa a qué dificultad
nos enfrentemos, la práctica de la paciencia creadora es el camino seguro para
superarla.
No hay eclesiástico que no encuentre tristes
ejemplos de lo que cuesta no valerse de esa fuerza. Recuerdo el caso de un joven médico y su esposa, que acudieron a mí
en busca de consejo. Él era un hombre idealista, profundamente interesado en la
investigación. Ella, por su parte, era materialista y se sentía decepcionada
porque el esposo no ponía más empeño en utilizar su talento para ganar dinero.
Traté de persuadirlos para que experimentaran con la paciencia, pues estaba
convencido de que con el tiempo su matrimonio saldría adelante. Pero la esposa
se empeño en divorciarse. Tres años más tarde, este médico fue elegido para
dirigir un vasto programa de investigación y entonces llovieron sobre él tanto
el prestigio como el bienestar económico que la ex esposa ambicionaba, y de los
que se privó por su incapacidad o su falta de voluntad para ejercer la
paciencia.
¿Qué impide a la gente hacer en su vida un
mejor uso de la paciencia? Ante todo, creo yo, tiene esta virtud tres grandes
enemigos: el desaliento, esa bandera
blanca de la rendición que hace que la persona se dé por vencida demasiado
pronto; el sentimiento de fracaso,
que engendra esa ira que nos nubla el entendimiento y nos hace perder el
sentido de las proporciones; y por último, la
tendencia a reaccionar exageradamente cuando algo nos tiene en tensión, nos
produce pánico, nos hace perder la ecuanimidad. Yo sé algo acerca de estos tres
fantasmas, porque -como mi esposa puede
confirmar- soy propenso a dejarme influir por los tres. En consecuencia, he
tenido que buscar con ahínco la manera o maneras de contrarrestarlos.
Quizá algunas de mis técnicas resulten de
utilidad para otras personas. Helas aquí:
Primero: cuando no se producen los
resultados que yo esperaba, no obstante mis esfuerzos, y empieza a dominarme el
desengaño, pienso en aquel filósofo que dijo que el genio no es sino una
singularísima aptitud para la paciencia. Pienso en Luther Burbank, quien en
cierta ocasión calculó que durante los 16 años que tardó en lograr un cacto
comestible para el ganado se había extraído de los dedos un millón de espinas. O en Thomas Edison,
quien alegremente replicó al escéptico que le preguntó cómo podía justificar
1000 ensayos fracasados en un solo proyecto: “! Ahora conocemos 1000 maneras
que no sirven!” En resumen, en vez de
meditar en los fracasos, procuro pensar en las recompensas que se obtienen con
la paciente persistencia.
Segundo, cuando siento que las llamas de la
frustración empiezan a calentarme la cabeza, recuerdo algo que dijo Winston
Churchill durante la segunda guerra mundial: “ ¡Señor mío” , gruñó el Primer
Ministro a un general tan impaciente como explosivo, “ usted no es dueño de sus
emociones: ellas lo dominan a usted!”
En momentos de frustración he descubierto
que lo que Paul Dubois, el siquiatra suizo, llamó “ terapia de las
palabras” resulta útil. Su teoría es que
las palabras como “serenidad”, “tranquilidad”
o “paz” dichas en voz alta, o sólo con el pensamiento, tienden a
neutralizar la exasperación producida por el fracaso. Pero, sobre todo, la
oración contribuye a recuperar la paciencia. El sentimiento de frustración es
siempre egoísta, y la oración lo contrarresta al alejar nuestros pensamientos
de nosotros mismos. La próxima vez que alguno de ustedes tenga urgencia de
llegar a alguna parte y se vea retrasado
por una serie de luces rojas, en vez de enfurecerse a riesgo de que le suba la
tensión arterial, trate de orar por alguna persona conocida que realmente esté
en dificultades. Si obran con sinceridad, ese sentimiento de frustración
perderá fuerza en un instante.
En cuanto al tercer enemigo de la paciencia
–esa tendencia a perder la ecuanimidad en los momentos de crisis -, tuve hace
tiempo la ocasión de aprender una valiosa lección en una estación naval. Había
allí un oficial que sentía gran admiración por cierto almirante al que conocí
durante una comida en las habitaciones del comandante. “ Nada lo agita” , me
dijo, “ está hecho de acero”. Y me contó que el almirante aludido había tenido
a su mando un gigantesco portaaviones. Cierto día, cuando llevaba su nave a
puerto, se le había cruzado por la proa un buque cisterna. La colisión parecía inminente. En ese momento crítico, un suboficial llegó
desalado al puente, gritando que había fuego en la cubierta de hangares.
Ahora bien, un incendio en un portaaviones es
el peor de los peligros, pero el capitán, fijos los ojos en el buque cisterna,
no respondió al suboficial.
-¡Fuego en la cubierta de hangares! –gritó
el teniente, más agitado aun.
-¡Ya lo oí! –dijo el capitán-, ¡Vaya y
apáguelo!
Más tarde pregunté al almirante si el
episodio era verídico. “Sí”, dijo él. “Sucedió… y en el fondo creo que yo
estaba más agitado que mi joven suboficial, pero me obligué a tener paciencia,
a ocuparme del problema más apremiante: evitar la colisión. La experiencia me
había enseñado ya que si nos obligamos a actuar con serenidad se contagia a los
que nos rodean”
Hay muchas formas de conocer el valor de la
paciencia creadora. Oyendo hablar de ella a una persona más experimentada, como
me ocurrió a mí, o viéndola obrar en las vidas de otras personas, o bien
observando la vida misma. Después de todo, nada puede apresurar la salida del
sol ni alterar el ritmo de las mareas: en estos fenómenos de la Naturaleza está
presente una paciencia eterna que el hombre, tan impaciente, tomará de ejemplo,
si es inteligente.
Pero lo principal, sea uno quien sea y esté
uno donde esté, es tratar de adquirir la paciencia y perseverar en el intento:
es la clave del éxito en la vida, y todos podemos aspirar a ella.
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