viernes, 17 de mayo de 2013

REBELDÍA Y PASIÓN DE GOYA / Kennet CLARK


Lord Clark, distinguido historiador del arte, evoca el conflicto épico entre el clasicismo y el romanticismo en su certera obra The Romantic Rebellion (“La Rebelión de los románticos”). En esto pasajes nos narra la vida tempestuosa y los trabajos de Francisco de Goya y Lucientes, genio español de la pintura.

   Los retratos de Francisco de Goya y Lucientes tuvieron un gran éxito casi desde que el artista inició su carrera, lo cual es perfectamente explicable si observamos la distinción y la elegancia que sabía infundir en quienes le encargaban esas obras. La crema de la aristocracia madrileña tuvo a gala ser pintada por él, y a cambio de ello le perdonaba sus calaveradas. Supongo que habría mucho que perdonarle : era muy afecto a las pendencias callejeras, a las corridas de toros y, por supuesto, a perseguir a las mujeres.
   Goya, que nació cerca de Zaragoza (España), en 1746, pronto llegó a ser, además de pintor, un joven vigoroso y aventurero. A los 24 años de edad se las ingenió para marcharse a Italia, y antes de cumplir los 30 volvió a su patria, donde consiguió un puesto prominente: de dibujante principal en la Real Fábrica de Tapices. Sus cartones eran sencillas y grandes escenas costumbristas: ferias, meriendas campestres, bodas rústicas, un viaje invernal. Gozaban de tanto favor que dos años después el Rey le confirió el título de pintor de la corte.
   Vemos en esto uno de los más notables rasgos paradójicos de Goya: revolucionario nato, no sólo en lo artístico, sino en su vida personal, trabajó una gran parte de su existencia para la corte española, y sin embargo jamás consintió en hacerle la menor concesión. Imaginemos oírle decir en voz baja, refiriéndose a algún personaje encumbrado: “Es un tipo absurdo, grotesco; pero en el fondo, no es mala persona”.
   El artista llevó una existencia regalada y placentera hasta los 46 años de edad. En 1792 una extraña enfermedad lo incapacitó durante un año, al cabo del cual descubrió que había quedado más sordo que una tapia. Este hombre, que había vivido siempre intensamente, se vio de pronto reducido a la más absoluta soledad. En los años siguientes hizo una serie de grabados en que aparecían monstruos con cabezas que les brotaban de las piernas, enanos de manos enormes, viejas con un solo ojo, entes sin rostro envueltos en una sábana, etc. En aquella época pintó también cuadros de una vida muy diferente de la que reflejaban los tapices de su primera época. Parecían obsesionarle las horribles calamidades que puede sufrir la humanidad cuando deja de guiarse por la razón. En sus obras no se encuentra ningún rasgo compasivo, sino más bien la indignación contra la autoridad que reprime o pervierte la razón.
   En 1808 sobrevino una segunda crisis en la vida de Goya, coincidente con la que sufrió la historia de España. El Rey abdicó, y Napoleón envió sus ejércitos a la Península. Al principio el pintor hizo amistad con los invasores, pero al ver que se entregaban al más desenfrenado pillaje, a destruir y a matar sin piedad, se reafirmó en el artista la simpatía que siempre había sentido por el ser común, y legó a la posteridad un testimonio de la ocupación francesa que constituye la enuncia más terrible y condenatoria jamás hecha contra la crueldad humana.
   Cuando los franceses impusieron su dominación en Madrid, dos oficiales del Ejército español se apoderaron de un cañón emplazado en una colina que dominaba la ciudad y dispararon varias andanadas contra los intrusos. En represalia, el general francés ordenó fusilar a 5000 madrileños. El pelotón buscó un sitio adecuado; lo vemos cumpliendo con su tarea en el admirable lienzo de Goya titulado Los fusilamientos del 3 de mayo de 1808.
    Con genial acierto, Goya supo contrastar la feroz y simétrica repetición de las actitudes de los soldados con la irregularidad caótica de sus víctimas, que ante el pelotón francés de fusilamiento se cubren los ojos o juntan las manos en actitud de orar; en el centro, un hombre de oscuras facciones alza los brazos, con lo cual su sacrificio evoca una crucifixión. La blanca camisa de ese hombre deja el pecho descubierto para recibir las balas; es como un chispazo de inspiración que inflama toda la escena. En mi concepto, esta es la más grandiosa pintura de Goya.
   Al final de su vida el artista se desterró de España, probablemente como protesta por el despótico reinado de Fernando VII, el tercero (y el peor) de sus regios patronos
A la edad de 80 años, dos antes de morir, Goya escribió: “Ya no puedo ver, ni escribir ni oír; no me queda más que la voluntad… pero ésta la tengo en abundancia”.

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