Lord
Clark, distinguido historiador del arte, evoca el conflicto épico entre el
clasicismo y el romanticismo en su certera obra The
Romantic Rebellion (“La Rebelión de los
románticos”). En esto pasajes nos narra la vida tempestuosa y los trabajos de
Francisco de Goya y Lucientes, genio español de la pintura.
Los
retratos de Francisco de Goya y Lucientes tuvieron un gran éxito casi desde que
el artista inició su carrera, lo cual es perfectamente explicable si observamos
la distinción y la elegancia que sabía infundir en quienes le encargaban esas
obras. La crema de la aristocracia madrileña tuvo a gala ser pintada por él, y
a cambio de ello le perdonaba sus calaveradas. Supongo que habría mucho que
perdonarle : era muy afecto a las pendencias callejeras, a las corridas de
toros y, por supuesto, a perseguir a las mujeres.
Goya,
que nació cerca de Zaragoza (España), en 1746, pronto llegó a ser, además de
pintor, un joven vigoroso y aventurero. A los 24 años de edad se las ingenió
para marcharse a Italia, y antes de cumplir los 30 volvió a su patria, donde
consiguió un puesto prominente: de dibujante principal en la Real Fábrica de Tapices. Sus
cartones eran sencillas y grandes escenas costumbristas: ferias, meriendas
campestres, bodas rústicas, un viaje invernal. Gozaban de tanto favor que dos
años después el Rey le confirió el título de pintor de la corte.
Vemos
en esto uno de los más notables rasgos paradójicos de Goya: revolucionario
nato, no sólo en lo artístico, sino en su vida personal, trabajó una gran parte
de su existencia para la corte española, y sin
embargo jamás consintió en hacerle la menor concesión. Imaginemos oírle
decir en voz baja, refiriéndose a algún personaje encumbrado: “Es un tipo absurdo,
grotesco; pero en el fondo, no es mala persona”.
El
artista llevó una existencia regalada y placentera hasta los 46 años de edad.
En 1792 una extraña enfermedad lo incapacitó durante un año, al cabo del cual
descubrió que había quedado más sordo que una tapia. Este hombre, que había
vivido siempre intensamente, se vio de pronto reducido a la más absoluta
soledad. En los años siguientes hizo una serie de grabados en que aparecían
monstruos con cabezas que les brotaban de las piernas, enanos de manos enormes,
viejas con un solo ojo, entes sin rostro envueltos en una sábana, etc. En
aquella época pintó también cuadros de una vida muy diferente de la que
reflejaban los tapices de su primera época. Parecían obsesionarle las horribles
calamidades que puede sufrir la humanidad cuando deja de guiarse por la razón.
En sus obras no se encuentra ningún rasgo compasivo, sino más bien la
indignación contra la autoridad que reprime o pervierte la razón.
En
1808 sobrevino una segunda crisis en la vida de Goya, coincidente con la que
sufrió la historia de España. El Rey abdicó, y Napoleón envió sus ejércitos a la Península. Al principio el
pintor hizo amistad con los invasores, pero al ver que se entregaban al más
desenfrenado pillaje, a destruir y a matar sin piedad, se reafirmó en el
artista la simpatía que siempre había sentido por el ser común, y legó a la
posteridad un testimonio de la ocupación francesa que constituye la enuncia más
terrible y condenatoria jamás hecha contra la crueldad humana.
Cuando los franceses impusieron su dominación en Madrid, dos oficiales
del Ejército español se apoderaron de un cañón emplazado en una colina que
dominaba la ciudad y dispararon varias andanadas contra los intrusos. En
represalia, el general francés ordenó fusilar a 5000 madrileños. El pelotón
buscó un sitio adecuado; lo vemos cumpliendo con su tarea en el admirable
lienzo de Goya titulado Los fusilamientos
del 3 de mayo de 1808.
Con
genial acierto, Goya supo contrastar la feroz y simétrica repetición de las actitudes
de los soldados con la irregularidad caótica de sus víctimas, que ante el
pelotón francés de fusilamiento se cubren los ojos o juntan las manos en
actitud de orar; en el centro, un hombre de oscuras facciones alza los brazos,
con lo cual su sacrificio evoca una crucifixión. La blanca camisa de ese hombre
deja el pecho descubierto para recibir las balas; es como un chispazo de
inspiración que inflama toda la escena. En mi concepto, esta es la más
grandiosa pintura de Goya.
Al
final de su vida el artista se desterró de España, probablemente como protesta
por el despótico reinado de Fernando VII, el tercero (y el peor) de sus regios
patronos
A la edad de 80 años, dos antes de morir, Goya
escribió: “Ya no puedo ver, ni escribir ni oír; no me queda más que la
voluntad… pero ésta la tengo en abundancia”.
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