Quienes deciden mirar a
la vida
por su cara risueña, más
que
las gentes taciturnas.
Jorge Manrique
Claudio Bernard
Brummel
Luis XIV
Rudyard Kipling
Gabriele D'Annunzio
Nicolas Boileau
Breton de los Herreros
Barbey D'Aurevilly
Sacha Guitry
Cicerón dijo
que “vivir es pensar”, seguramente recordando la manoseada frase “cogito, ergo sum” (pienso, luego existo). Vio la vida bajo la
luz del prisma filosófico. Pero no siguió el más antiguo consejo de “primero vivir, luego filosofar”.
Otros, como Jorge Manrique en sus célebres
coplas, la miraron a través del cristal dramático: “Nuestras vidas son los ríos –que van a dar
en el mar –que es el morir”. No tan patético, al cabo, como puede parecer a
primera vista, pues deja libre el tiempo del tránsito desde el manantial a la
desembocadura. La copla, pues, es casi optimista, de compararse con la frase
rotunda, cortante como hacha de verdugo, sin salida posible, pronunciada por
Claudio Bernard: “La vida es la muerte”.
Pero como la variación humana es infinita
gracias a Dios, hay quienes contemplan el vivir desde el polo opuesto y la
tiñen de gracia, de humor, de alegría.
Por ejemplo: un día paseaba Brummel, el
famoso árbitro de la elegancia francesa, por un parque de París, cuando tropezó
con un joven amigo de cabellos ridículamente rizados, quien llevaba junto a sí,
en su coche, un enorme perro de aguas. Brummel le preguntó a bocajarro:
--El coche de
la familia, ¿eh?
Es éste un humor fácil, sin demasiado ácido,
pues hay otros hirientes como el filo de una daga. Y si no, recuérdese la frase
de Luis XIV, rey de Francia, cuando le dijeron: “Majestad, el cardenal Mazarino
ha entregado su alma a Dios”, a lo que el monarca respondió: “Dudo que se la haya aceptado”.
Hay un proverbio árabe que asegura que quien
no ríe por lo menos una vez al día, no llegará a los cien años. No sabemos lo
que clínicamente tendrá de valor la afirmación. Pero lo que sí sabemos es que
quien haya reído de buena gana, quien haya mirado la vida por su cara jovial,
quien haya evitado que los pesares se le subieran a los hombros pesándole como
montañas, habrá disfrutado de la vida mucho mejor que quien haya circulado por
caminos contrarios. Le habrá resultado, en fin de cuentas, más agradable.
Las bromas a personalidades han sido
frecuente tema de humor. Se cuenta de un individuo, cuya identidad nunca fue
conocida, que envió, allá por el año de 1925, a una importante publicación
inglesa, un poema titulado “La vieja
guardia” calzado con la firma de Rudyard
Kipling, el gran escritor británico. La revista se apresuró a insertarlo en la
edición inmediata. Cuando se descubrió el engaño, Kipling no se molestó gran
cosa, pues tenía ya bien cimentada su fama. Y en charla amena con el director
de la publicación, le dijo: “El poema es
detestable…” y el periodista le contestó, sin darse cuenta de lo que decía:
“Desde luego; pero creyéndolo de usted, no vacilamos en publicarlo”.
A la inversa, a veces son los grandes
hombres quienes enredan el ingenio humorístico en sus frases. A este propósito
recordamos el caso que se cuenta de Gabriel D’Annunzio, el gran poeta italiano,
quien sabiendo la debilidad de su ayuda de cámara por las corbatas del
conquistador de Fiume, le advirtió mientras preparaba el equipaje para un largo
viaje: “En esa maleta ponga usted mis camisas, mis camisetas y no olvide nuestras corbatas…”
Más raramente se hallan muestras del humano
ingenio cuando se dirigen sus dardos a altos personajes. Pero las hay. Como
aquel caso en que el rey francés Luis XIV mostraba a Boileau unos versos que
había compuesto en momentos de ocio, solicitando su opinión. La cual le fue dada
francamente por el interpelado al responder: “Señor, nada hay imposible para Su
Majestad. Habéis querido componer unos versos malos ¡y con cuán pasmosa
facilidad lo habéis conseguido”.
Los flechazos entre los ingenios, especie de
duelo intelectual, son los más a propósito para enlazarlos en este trabajo
sobre el mundo en broma. Cuéntase que vivían en Madrid, en el mismo edificio,
el escritor Bretón de los Herreros y un médico apellidado Mata. Este último
estaba un poco molesto por el sinnúmero de veces que llamaban a su puerta preguntando
por el escrito, y colocó al cabo un letrerito en la de su casa en el que se
leía: “En aquesta habitación, no vive ningún bretón”. A lo que el aludido
ripostó inmediatamente con la célebre cuarteta:
“Hay en esta vecindad
cierto médico poeta,
que al fin de cada
receta
pone mata, y es verdad”.
En el campo de la política menudean las
alusiones en broma. Recordemos al fanático extremista francés Luis Augusto
Blanqui, fundador de un diario titulado “Ni Dios ni amo”, que era sumamente
bajito de estatura y a quien un día dijo Barbey D’Aurevilly al observar que
Blanqui olvidaba su lápiz sobre la mesa del café: “Perdón, pero parece que se
deja su bastón olvidado”.
Sacha Guitry, el autor y actor, de primera
en ambos quehaceres, comentaba su estruendoso fracaso en el estreno de la obra
“La llave”…”Lo recuerdo bien”, dijo. “Fue una jornada inolvidable… La mitad de
la sala silbaba estrepitosamente…” Alguien que conversaba con él le preguntó: “¿Y
la otra mitad?”, a lo que el actor respondió sin inmutarse: “La otra mitad
estaba vacía”.
Y hablando de estrenos, recordemos el
simpático episodio de una zarzuelita muy mala que se ofrecía n Madrid, titulada
“El diablo rojo”, en la que en un pasaje, al final de la obra, un actor decía:
“Salta una Venus de Milo, coge del lecho una sábana…” Instante en que la voz
aguda de un espectador traspasó el silencio: “/Eso sería antes de perder los
brazos!”
Queriendo cierta dama aristocrática inglesa
que Bernard Shaw visitase su casa, le envió una tarjeta con la invitación
redactada en el estilo de rigor: “Fulana de tal… estará en su casa mañana a las
cinco”. A lo que el dramaturgo autor de “Pigmalión” contestó con otra tarjeta
en la que consignó sólo: “Yo, también”.
Se cuenta de cierto periodista cubano que
acostumbraba a dar cada noche una moneda de veinte centavos a un pordiosero que
rondaba su casa a la hora en que aquél se recogía. Cierta vez, el periodista
había estado jugando con unos amigos y había perdido como se dice “hasta la
camisa”. Y al acercarse a él el pordiosero, tuvo que confesarle: “Lo siento,
pero esta noche no puedo darte nada, porque perdí hasta el último centavo
jugando”. Obteniendo una respuesta de reconvención: “¿Y por qué se jugó usted
mi dinero?”
Bill Sontham, editor canadiense excéntrico y
rico, regresaba una noche en compañía de su
amigo Jack Council, tras una
prolongada juerga. La esposa de Council los fulminó con los ojos y dijo a
Sontham: “/Quisiera ver cómo está su estómago por dentro!” Al día siguiente
recibió un gran sobre que éste le envió, conteniendo dos radiografías de su estómago.
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