El que pronunció esta frase tan optimista era llamado por sus amigos, y después por toda Francia y todo el mundo, “Le Vieux”, el viejo.
Fue Clemenceau, en efecto, en una edad que para muchos
señala el ocaso de sus vidas, el héroe del resurgir de Francia contra el
intento alemán de ocupar su tierra y destruir su alma.
Fue Clemenceau por la
Francia de 1916 lo que Churchill (que tampoco era un “joven”) por la Gran Bretaña
de 1940: la emancipación de la voluntad de vivir de todo un pueblo amenazado de
destrucción y de muerte. Y en ambos casos, lo que movió a aquellos hombres a la
acción fue, no tan sólo la fe en sus pueblos, sino también la fe en sí mismos,
la determinación de no caer vencidos.
Clemenceau y Churchill fueron “jóvenes” toda
su vida, porque los animó la fe, nunca se dieron por vencidos y, al superar
situaciones históricas de colosal envergadura, superaron también el problema
relativamente “fácil” de su propio envejecimiento.
La Rochefoucauld dijo que la juventud era
una “intoxicación” perpetua, la “fiebre de la razón”. Para mantenerse joven
toda la vida, hay que buscar un objetivo trascendental que “intoxique” el
espíritu, una misión que pueda sólo ser alcanzada con la fiebre de la razón. No
se trata siempre, como en el caso de Churchill y Clemenceau, de ganar una
guerra mundial. Simplemente hay que ganar la guerra contra el tedio y la
desilusión; contra la duda y la indiferencia. Hay que vivir para hacer algo,
aunque este “algo” sea solamente vivir…
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