(DE LO FINITO A LO INFINITO)
Las tres realidades, que
están patentes en nuestra vida, pueden designarse con estas tres palabras:
naturaleza, arte y Dios. Son tres reinos, tres esferas y espacios, tres
dimensiones, tres formas distintas de existencia, en las que podemos tener
alguna participación. Son tres corrientes por las que fluye todo ser que entra
en contacto con nosotros.
La
naturaleza es lo que fluye hacia nosotros. Es la cuenca inmensa, dilatada,
enorme, más aún, realmente ilimitada, de la que viene a nosotros el Ello.
¡Ello! El misterio, lo lejano y extraño, lo distinto, lo que queda en el más
allá. Viene a nosotros como experiencia, como vivencia, como color, forma y
espacio, como fenómeno y ley, como destino y calamidad, como voluntad ajena,
como dicha indecible y como sufrimiento insondable. Cuando oímos hablar de la
naturaleza, el pensamiento se nos va, ante todo, a las montañas y a los mares,
a las flores y a los animales, a los amaneceres y ocasos, a las inmensas
latitudes y a las noches estrelladas. Sí, la naturaleza es todo eso: pero no es
toda la naturaleza, no es la naturaleza completa. La naturaleza no se nos ha
dado nunca en su totalidad, sino siempre como algo que está fluyendo sin cesar,
que estamos recibiendo continuamente en nosotros, y, sin embargo, queda
inextinguible allá afuera, como algo que viene sin cesar y que, no obstante,
jamás llega en su totalidad. Con la naturaleza nunca se termina; jamás se
termina con el eterno variar de impresiones, conocimientos, tareas de
aprendizaje y azares del destino.
¿Y el arte?
Es lo que fluye de otra manera, hacia otra región del cielo. En el arte, Ello
fluye de nosotros, de nuestra alma, del manantial misterioso de nuestro
interior, como decimos, para contraponerlo a aquel “afuera” de donde nos viene
la naturaleza. Cuando el hombre primitivo dio forma por vez primera al pobre y
tosco utensilio, que había sacado de la dura naturaleza de la época glacial,
cuando hizo un contorno, un adorno y un hueco, o tan sólo una curva o flexión
caprichosa, una oscilación de la silueta, cuando por primera vez dio forma a
los sonidos que salían de su boca para que sonaran como una canción, como un
tono vibrante que resonaba de una forma extrañamente conmovedora en las paredes
de la caverna, cuando comenzó a agrupar de manera inteligente los sonidos para
formar el lenguaje, cuando convirtió los movimientos de su cuerpo de meras
contracciones utilitarias de los músculos en gestos intencionados; entonces
acaeció el gran prodigio…, tan grande como la aparición del reino de la
naturaleza: comenzó a fluir la segunda gran corriente del ser, la corriente que
va desde el alma humana al mundo. Comenzó la realidad del arte. Entonces nació
algo que el hombre había creado, que había dotado de ser, y, por tanto, de
necesidad, es decir, de justificación interna de su ser.
Mientras el hombre se limitaba
a coger un tronco de árbol, tal como el bosque se lo ofrecía, y lo utilizaba
para golpear o para cualquier otro menester, hasta entonces no había más que
naturaleza: lo que fluye hacia el hombre. Mas cuando comenzó a convertir una
rama en bastón, cuando lo hizo obra suya, dándole forma o colorido o un ritmo
de vibración, tal como su alma se lo inspiraba, siendo, al mismo tiempo, cosa
objetiva, válida y quiescente en sí; entonces creó la primera obra de arte,
iniciando con ello un nuevo cosmos, una corriente que partía de la existencia y
que se movía en un sentido completamente nuevo y característico: en dirección
del sujeto, del alma, del interior hacia lo que cae afuera.
Dios es la tercera clase del ser; es de nuevo otra dirección distinta en la que marcha el
ser, otro espacio en el que hay algo; más aún, Dios es simplemente “el ser
distinto”, considerado desde nuestro punto de vista. Dios es lo circundante, en
lo cual tienen su sede última la naturaleza y el arte, y ambos juntamente; de
Él parten la naturaleza y el arte para afluir a nosotros y fluir desde
nosotros. Dios es un infinito espacio-almacén, del cual se aprovisionan la
naturaleza y el arte, y en el cual vuelven a desembocar. Dios no es ni
naturaleza ni arte, pero los contiene a ambos en sí mismo: es la fuente
manantial y el sosegado océano, salida y entrada, patria y puerta de todo ser.
Dios es la meta de todas las direcciones, aun de las opuestas: la naturaleza y
el arte, que en nosotros corren en sentido opuesto, e encaminan los dos armónicamente
hacia Dios, a pesar de su dirección opuesta.
A las tres direcciones de lo
real les corresponden tres actitudes distintas en nuestra alma: el experimentar, el configurar y el orar.
A la naturaleza que fluye hacia nosotros nos abrimos de buena gana, con
receptibilidad y ansia, y así, la naturaleza se convierte para nosotros en
incansable estimuladora de nuestras vivencias. Aunque esas vivencias sean un
embriagador sorber de los sentidos, o un escuchar reflexivo, o un contemplar
pensativo, o la actividad sumamente dinámica de la investigación y conocimiento
científico, siempre contienen la misma actitud espiritual del que observa y
recibe, la postura de la psique que aguarda esperanzada la fecundación. Es una
actitud de respeto, de dejar pasar, de sumisión y entrega, más aún: la postura
del “padecer” (en el sentido de experimentar) y del ansia de ese padecer.
A la realidad del arte, que
fluye de nuestra alma, corresponde la actitud del configurar, del tesón
creador, varonil y soberano. Toda disposición y actitud artística tiene algo de
tesón y propia voluntad, y, por tanto, algo de individual y subjetivo. A una
cosa, a una palabra, a un sonido, le imprime el sello de necesidad, y esta
necesidad tiene su última razón suficiente en la voluntad creadora del artista,
el cual dice “Fiat. ¡Quiero que sea,
y que sea así!”. Este fiat del
mandato artístico no tiene nada de arbitrariedad, ¿cómo podría dar verdadera
necesidad a la obra? Sino que procede de la necesidad de la forma interna que
hay en el artista mismo y toma, por tanto, su razón suprema del ser y de la esencia íntima de éste. Cuanto más
válido e incondicionado es éste ser del artista, cuanto más intensos son los
valores y contenidos internos de que consta, tanto más válida e indiscutible es también su orden creadora,
y la obra que surge por ese mandato.
La tercera esfera de lo
real, Dios, es el “ser totalmente distinto”; es una dimensión totalmente
diversa. Pues precisamente por abarcar en sí las dos primeras direcciones, no
puede ordenarse en el mismo nivel de ellas, no se le puede designar propiamente
por medio de un número ordinal. Porque no pertenece a ningún orden que de
alguna manera admitiese clasificación. Dios es el absolutamente único. Pero en
Él se contienen todos los órdenes y números ordinales. Y así la actitud
espiritual, que corresponde a la divina, tiene que tener algo de esa manera de
ser totalmente propia y única.
Las actitudes del
experimentar y del configurar son siempre monísticas en su raíz más honda. De
dos, más aún, de innumerables muchos, de la pluralidad misma, hacen una sola
cosa. En la vivencia absorbemos en nosotros lo que se nos da, lo que nos
circunda; lo convertimos en propiedad nuestra,
nos posesionamos de ello, nos hacemos partícipes de la existencia y
esencia de la naturaleza; y a este unificarse lo llamamos verdad. En el
configurar, hacemos que nuestra propia objetividad fluya soberanamente hacia
las criaturas de nuestro espíritu, e imprimimos en ellas nuestro mandato y
nuestro ser, como si fuera un sello, de suerte que difundimos nuestra
existencia y la hacemos surgir fuera de nosotros. El artista, en todo lo que
toma entre manos, se crea a sí mismo; su obra no tiene ser propio; pues, en el
fondo, no es sino el artista mismo, y le hace omnipresente, le convierte en
universal.
Ahora bien: la actitud frente a lo divino no
es monística, sino dualística; pues esta actitud, llamada religiosa, es, por su
misma esencia, una relación personal, una relación del yo al tú. Es un tuteo de
espíritu a espíritu, y, por tanto, dualístico. Ya que un tú solamente es
posible cuando existe otro yo y permanece allí enfrente, es decir, cuando
existe dualidad. Sobre esta dualidad se construye el arco de una actividad completamente
especial, característica y única: el tuteo, es decir, el afirmar, el abrazar,
el entregarse, pero de manera que persista la dualidad; ésta se exige de manera
consciente y fundamental; más aún, esencial. La actitud religiosa es un arco
que se tiende sobre dos pilares; requiere que tanto Dios como nuestra alma permanezcan
en su propio ser, y con él se pongan frente a frente. Podríamos decir (si no
sonara excesivamente a paradoja): la actitud religiosa busca la unidad de dos
cosas y la dualidad de una misma cosa.
De ahí que la mejor manera de designar la
actitud religiosa sea diciendo que es un orar, y por orar se entiende la suma y
el meollo más íntimo de todo aquello que llamamos religión. En efecto, orar no
es más que un tuteo religioso. Orare es el diálogo piadoso entre Dios y el
alma, diálogo entre dos, que en su dualidad se aúnan, y, sin embargo, por su
misma vinculación quieren seguir siendo dos. Orar es venerar y ensalzar y
encumbrar cada vez más al tú divino, y, al mismo tiempo, es ansiar vivamente y
abrazar a ese tú. Se desearía asirle y poseerle, y dejarle, al mismo tiempo,
que siguiera en su propiedad y unicidad. Se deshace uno en ansias de unión,
pero, al mismo tiempo, no se quiere uno mezclar y confundir con el amado,
porque entonces casaría la dulce y extensa posibilidad del seguir tuteando.
Así, pues, en la actitud religiosa retornan
todas esas extrañas oposiciones que son propias de la realidad divina. Esta
realidad no es ninguna de las otras cosas, y, sin embargo, todas éstas se
hallan en ella, proceden de ella y en ella desembocan. Esta realidad divina no
es ninguna dirección, mas todas las direcciones, aun las opuestas de la
naturaleza y el arte, se encaminan a ella, llegan a la misma como a su meta, y,
no obstante, no se confunden, sino que siguen siendo oposiciones. Dios es la
suma de toda la naturaleza y de todo el arte, y, sin embargo, no es ni la naturaleza ni el arte. Dios, en su unicidad, abarca todas las
pluralidades, sin que éstas pierdan su pluralidad. Lo mismísimo ocurre con el
orar, como suma y compendio de la actitud religiosa: es la actitud de la
dualidad-unidad.
Estas mismas paradojas pueden expresarse,
por tanto, de la siguiente manera: las tres grandes realidades (naturaleza,
arte y Dios) son distintas en sí y por toda la eternidad, mas, no obstante,
están en cierto modo unidas; se tocan, se condicionan y se impregnan. Y las
tres actitudes esenciales el alma humana (experimentar, configurar, y orar) son
totalmente distintas por su especie y dirección, y, no obstante, tienen de
alguna manera un punto de unidad en el que se encuentran en un punto, sin
convertirse en una única dimensión, ni siquiera en el mismo punto en que se
encuentran. La vivencia de la naturaleza, el contemplar y escucharla, el
conocerla y saberla, el experimentarla e investigarla, se convierte de alguna manera,
a gran profundidad, en configuración, en creación artística. Hay científicos
geniales, a los que igualmente se podría llamar artistas geniales. Hay un
caminar y contemplar y embeberse de las montañas y de los mares, que es tan
individual, tan creador y fecundo, tan autónomo y soberano como el modelar, con
el cual Miguel Ángel da forma a un bloque ingente de mármol, o Rembrandt sabe
asignar sus puestos eternos a las masas de luz y tinieblas. Y, por otra parte,
la creación artística, en su genial altura, es también un fenómeno natural de
primer rango, inmediatamente comparable con la eclosión de la primavera o con
el prodigio de una flor que se abre, o con el renacer de un ser vivo.
Con más claridad aún vemos en la oración el
íntimo contacto, o, mejor dicho, la confluencia de todas las actitudes del
alma. En su altura de santidad, la oración es, no sólo una experiencia de grado
sumo –la denominamos entonces arrebato y éxtasis místico--, sino también un
configurar y crear, y entonces se nos manifiesta como la hazaña del fundador de
una religión, más aún, de un redentor y salvador, el cual, con su postura
religiosa, ha impreso una nueva forma y ha marcado una dirección nueva al mundo
de los hombres, más aún, a la naturaleza entera.
Así, pues, en las tres actitudes posibles
del alma existe cierta tensión, casi contradicción, que las repele, que trata
de conservar independiente a cada una de ellas, más aún, que procura aislarla,
pero que precisamente por eso revela su interna y profunda vinculación. Con bastante
frecuencia se ha advertido ya que el talento y la actividad científica y el
talento y la actividad artística corren en direcciones distintas; se ha
recalcado que el pensamiento conceptual y el impulso visionario artístico, la
investigación de la verdad y la creación de la belleza son dos ejercicios
completamente distintos y siguen caminos opuestos. Más contradictoria aún es la
oposición que existe entre el experimentar y el configurar, por una parte, y el
orar, por otra. Las actitudes que adoptamos con respecto a la naturaleza y al
arte son de índole monística; en ellas todo se reduce, ora a la naturaleza, que
todo lo abarca: al “universo”, ora al sujeto, que todo lo engendra desde sí
mismo, al yo y a sus innumerables reflejos. En cambio, la actitud religiosa es
dualística: necesita y busca la dualidad. En un perpetuo monólogo, se secaría y
agostaría.
Y, no obstante, a pesar de estas direcciones
e impulsos dispares, las tres actitudes distintas no pueden separarse unas de
otras; literalmente no se las puede desligar, porque, de algún modo, a una
profundidad infinita, se encuentran, más aún, se vinculan, y con esta
vinculación se apoyan y se conservan en la existencia. Su aislamiento radical
suprimiría internamente y extinguiría a cada una de ellas. Son, pues, como un
lejano trasunto del Dios Trino y Uno, que nos presenta el dogma cristiano: son
tres actitudes distintas, más aún, opuestas, y, no obstante, en su aspiración
dispar tienden a confluir, y existe un punto en que se aúnan, sin que cesen por
eso de ser tres. En aquel punto, el recibir, el embeberse y la plenitud
embriagadora, no son sino el arrebato místico por el Dios que nos invade. Y el
soberano y deiforme hablar y mandar, con el que el alma obra hacia el exterior
por encima de sí misma y crea figuras, se convierte en una representación de la
necesidad y validez divinas, que se llama belleza absoluta, y que no es otra
cosa sino la manifestación de la bondad divina que se verifica en el hombre. El
hombre, en la cumbre de su labor creadora, se hace a sí mismo imagen de Dios.
En este punto se hace sinónima la contemplación visionaria del investigador con
la producción creadora del artista. Y ya no se sabe si las imágenes y figuras
que llenan la mente han venido de fuera sobre ella, o las ha formado desde su
interior. Entonces todo saber es como una acción y toda hazaña de la propia
libertad es como una gracia recibida, y toda arrebatada embriaguez del alma le
proporciona a ésta infinitas claridades.
Síguese, pues, que el individuo que no quiera
poseer plena e íntimamente más que uno de estos tres reinos de la realidad
tiene que poseerlos los tres, pues ha de adoptar desde su raíz las tres
actitudes del alma, ha de adoptarlas desde el en que son una misma cosa, y, no
obstante, comienzan a tener tendencias dispares. Debe tener la universalidad
del genio, del hombre sediento de verdad y favorecido con conocimientos, pero
ha de tener también el espíritu callado y humilde del santo, que se deja
arrebatar por la gracia que le ha sido concedida. Debe recibir y dominar, ha de
ser al mismo tiempo imperioso y obediente; ha de tener una ansia incontenible
de aprender y poseer, y, al mismo tiempo, una callada y respetuosa renuncia
ante todo aquello que permanecerá siempre más allá de su propia vida: ante el tú.
Ha de poder vincular la mística y el activismo, el recogimiento y la apertura
al mundo, la clausura y la calle; debe ser, al mismo tiempo, sacerdote y
sacrificador, hombre y mujer, luchador y sufridor, pero sin mezclar nunca estas
cosas opuestas. Ellas han de reunirse en él para que en él también puedan tener
aspiraciones dispares. Debe llevar en sí a Dios, el motor inmoble, el que está
descansando sin descanso, el deslumbrante, la irradiación de luz que se vuelca
sobre las tinieblas, el camino infinitamente lejano y la meta que siempre está
igual de cerca y nunca se puede alcanzar. Al Dios que es Yo y Tú al mismo
tiempo, en el cual Dios, el Padre y el Hijo, dicen en singular: “Yo soy”; mas
precisamente en esta unanimidad hacen proceder de sí un nuevo Tú, que no vuelve
a significar tampoco una escisión, sino que es el Espíritu Santo mismo, que es
unión de amor. Por consiguiente, siempre que Dios dice: “Yo” se le opone un
“Tú”, y mientras Él pronuncia un “Tú” sumamente personal y propio, le encuentra
en esta su “Palabra” el propio Yo divino.
De la misma manera, el hombre universal, que
realiza todas sus interiores actitudes y generaciones, ha de ser al mismo
tiempo, criatura y creador, Hijo y Pneuma. Y lo será cuando sea hombre orante,
es decir, hombre que habla de tú, que ama. Pues sólo en el amor se sitúa el Yo
frente al Tú, y se hace uno con él, y, a pesar de esta unidad, no cesan de ser
dos. He aquí la razón más honda de que todo verdadero amor que llega hasta las
cumbres del carisma presta alas al entendimiento y llene el alma de visiones,
las cuales significan, al mismo tiempo, realidad y necesidad, de suerte que, al
producirlas, el alma se convierte en artista creadora, por más pobre, vacía y
seca que sea en las demás cosas.
He aquí igualmente la razón más honda de que
semejante amor haga también piadosos de verdad, en un sentido sumamente profundo
y misterioso y casi místico. Las personas que aman son siempre religiosas y son
las únicas efectivas. Quiere esto decir que las personas, que son religiosas en
lo más interior, son, al mismo tiempo, capaces de un amor que obra prodigios,
es decir, de un amor casi divino. Orar y amar son siempre una misma cosa,
encontrémoslos donde los encontremos: en la naturaleza, en el arte, en Dios.