Lima, 1 de abril
Una mañana con los primeros
rayos del sol: clara y fresca. Una mañana que se parecía a otras que habían
pasado.
El hijo joven toca la puerta
de la habitación paterna para avisar. Lleva el bulto amarrado en la espalda,
las sandalias bien amarradas a los pies porque el viaje será a pie.
-Papá, te aviso que voy a
salir de viaje.
El padre abre la puerta, ve
a su hijo preparado para el viaje, entra en cólera porque antes no había sido
comunicado sobre este viaje.
-¿Así que sales de viaje?
Pues, te digo que no. ¡No!
-Perdón, papá, ya decidí y
preparé este viaje. –Cargado de valor continúa-. No hubo oportunidad, papá,
para avisarte porque siempre estabas muy ocupado con tus asuntos. Perdón, papá;
por favor, déjame hacer este viaje –da unos pasos hacia afuera cuando siente
atrás los pasos de su enfurecido padre dispuesto a castigarlo.
El joven acelera los pasos,
sale de la casa, baja presuroso unos escalones, cruza la calle polvorienta y
entra en una casita de madera frente a la casa grande.
-¡Sal de ahí! ¡Te ordeno que
salgas! ¡Si no sales voy a quemar la casa!
Grito autoritario y
amenazador que provoca el escándalo. Mucha gente curiosa se congrega en el
lugar. El airado padre, espera con las manos en la cintura, luego entra a la
casa y sale con una tea dispuesto a cumplir su amenaza. La gente curiosa, en
vez de asustarse, también entra en la casita de madera. Los que ya no pueden
ingresar se agolpan en la puerta que ya no puede cerrarse. Forman un muro
humano de solidaridad con el joven.
Ante esta inesperada
circunstancia el padre se queda estático, con los ojos perdidos y en silencio
por unos minutos. Parece que recién entra en razón y comprende: Es verdad, mi
hijo no es mi propiedad. Aunque yo le señale el camino, no puedo caminar su
camino; él mismo tiene que hacer su camino. Tampoco puedo sentir sus dolores,
alegrías, tristezas, dudas... No puedo soñar su sueño.
Al final, el padre
tembloroso se siente avergonzado ante tantas miradas que se dirigen a él con
respeto y compasión. Suelta la tea al piso terroso donde ya no llamea sino
humea. Aspira lenta y profundamente el aire fresco; luego exhala también
despacio.
La gente se mantiene
expectante observando los cambios en el rostro y en la actitud del padre, hasta
que escucha la voz más serena.
-Hijo, da gracias a la gente
que te ha salvado de mi ira. Vive por el pueblo que te quiere mucho. –Su voz
delata que está muy emocionado.
-Ustedes –se dirige con la
mano derecha abierta a la masa humana-: ayuden y orienten a mi hijo para que se
realice como un hombre bueno… -se le corta voz. Se voltea, entra presuroso a su
casa. No quiere llorar delante de la gente.
Pasa horas encerrado en su
mansión hasta que se calma y se da cuenta que afuera reina el silencio.
Cuidadosamente abre la puerta y ve que ya es el mediodía. Nadie está en la
casita del enfrente ni en la calle.
Hijo, qué suerte que tienes,
la gente te quiere como a un hermano, como a un hijo. Yo nunca me rebelé; por
eso, quizás, no caminé más lejos. ¿A dónde vas? ¿Cuándo volverás? No te
pregunté. Hijo, que tengas buen viaje. Te bendigo donde quiera que estés
caminando. Que tu difunta madre te acompañe.
Llegó el viento fresco con
un gorrión que aleteaba feliz. Ambos le dijeron: Lluta piñakuyqa piqata
shunquta yaqatsin. Es verdad. La ira descontrolada altera la cabeza y el
corazón. Ya estaba sereno, por eso entendía el mensaje del viento y el gorrión.
El padre, realmente, no ha
perdido la pelea con su hijo. Ha ganado un hijo que hace uso de su libertad
como a él le hubiera gustado hacerlo siquiera una vez.
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