Fotografía: Juan Carlos Gonzáles Partida
Escultura en la Iglesia de San Isidoro de Sevilla, original de Francisco Ruíz Gijón
20.03.16 . Archivado
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El hombre venía desde su
cuna arrastrando una vida laboriosa. Labraba la tierra. Primero la acariciaba
preparándola para la siembra. Después tiraba en los surcos la semilla que se
iba a convertir en pan. Y esperaba. Cada luna nueva salía a contemplar el
milagro de la vida: nacían los brotes así como le nacían los hijos. El los
trataba con igual ternura. Todo era sangre de su sangre. Abrazaba a su mujer
como hubiera querido abrazar el mundo entero, todo el espacio planetario, con
sus montes altos y sus valles verdes. Para él todo era divino.
Pero la tarde en que
regresaba, contento de su oficio de labrador, se vio obligado a ayudar a un
condenado a muerte: los soldados lo empujaron, lo marcaron y le pusieron sobre
sus espaldas anchas la cruz que el hombre que iba a morir ya no podía sostener.
Simón de Cirene se convirtió
así en acompañante del dolor del mundo.
El hombre que iba a ser
crucificado le agradeció desde el fondo de su alma humillada y de su cuerpo
roturado ese gesto solidario: al comienzo fue de contratiempo para el labriego,
y en el camino al Calvario, descubrió que ayudar a un hombre era más importante
que roturar la tierra.
Porque el crecimiento de los
trigos los da Dios por medio de los soles y las lluvias. Pero la ayuda a un
martirizado la da el hombre. En eso se juega el honor de ser persona.
Desde entonces, Simón no
conoció jamás el descanso. El hombre de la cruz le dio, en agradecimiento, el
don de tener siempre un corazón solidario.
Desde entonces, anda por
todos los caminos de la tierra, lanzando semillas de esperanza. No hay dolor en
el mundo que no tenga la solidaridad de un Cireneo.
Los que entran a la mar en
busca de Lampedusa, los que tratan de esquivar los muros fronterizos, los que
deben abandonar su tierra, su cielo y su cultura, los que son rechazados por el
sistema que cobija dictaduras y ampara a los depredadores de gentes y paisajes,
los que son mirados con sospecha o con burla porque pertenecen a minorías
religiosas, sexuales, culturales…pueden encontrar un cireneo.
Desde entonces, Simón no
tiene patria, ni religión, ni condición social, política o cultural. Tampoco
tiene edad ni nombre propio: una vez se llamó Antonio Montesinos, otras veces
Teresa de Calcuta. En ocasiones ha sido estrella de cine y en otras aparece
como médico de pueblos pobres. Se ha contagiado con el ébola en Africa y
siempre resucita convertido en vecino solidario, en mujer que recoge como suyos
los hijos de la calle. Vive en todas las fronteras donde los comensales de la
gran mesa de los opulentos dejan arrinconados a los que tienen hambre. Visita a
los encarcelados y acompaña los funerales de los que mueren solos.
Todos los que tienen ojos
para ver y oídos para escuchar pueden dar testimonio de este labriego
convertido en hermano. En nuestros países latinoamericanos y del Caribe se le
ha visto recorrer las calles, entrar en los tugurios, abrazar a los enfermos,
defender a los que la injusticia institucionalizada de nuestras democracias
formales persigue y condena.
Simón es joven y viejo, es
mujer y varón, es sabio e ignorante, es del norte y del sur, es famoso y
desconocido.
Y como no piensa en sus
intereses sino en la vida de los demás, hasta se le puede haber olvidado que
ese don de la solidaridad se lo debe a un hombre que una vez encontró en su
camino: fue cuando volvía del campo y unos soldados lo cargaron con la cruz del
condenado a muerte.
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