viernes, 22 de abril de 2016

LA NATURALEZA, EL ARTE Y DIOS / Peter LIPPERT




(DE LO FINITO A LO INFINITO)

Las tres realidades, que están patentes en nuestra vida, pueden designarse con estas tres palabras: naturaleza, arte y Dios. Son tres reinos, tres esferas y espacios, tres dimensiones, tres formas distintas de existencia, en las que podemos tener alguna participación. Son tres corrientes por las que fluye todo ser que entra en contacto con nosotros.

   La naturaleza es lo que fluye hacia nosotros. Es la cuenca inmensa, dilatada, enorme, más aún, realmente ilimitada, de la que viene a nosotros el Ello. ¡Ello! El misterio, lo lejano y extraño, lo distinto, lo que queda en el más allá. Viene a nosotros como experiencia, como vivencia, como color, forma y espacio, como fenómeno y ley, como destino y calamidad, como voluntad ajena, como dicha indecible y como sufrimiento insondable. Cuando oímos hablar de la naturaleza, el pensamiento se nos va, ante todo, a las montañas y a los mares, a las flores y a los animales, a los amaneceres y ocasos, a las inmensas latitudes y a las noches estrelladas. Sí, la naturaleza es todo eso: pero no es toda la naturaleza, no es la naturaleza completa. La naturaleza no se nos ha dado nunca en su totalidad, sino siempre como algo que está fluyendo sin cesar, que estamos recibiendo continuamente en nosotros, y, sin embargo, queda inextinguible allá afuera, como algo que viene sin cesar y que, no obstante, jamás llega en su totalidad. Con la naturaleza nunca se termina; jamás se termina con el eterno variar de impresiones, conocimientos, tareas de aprendizaje y azares del destino.


   ¿Y el arte? Es lo que fluye de otra manera, hacia otra región del cielo. En el arte, Ello fluye de nosotros, de nuestra alma, del manantial misterioso de nuestro interior, como decimos, para contraponerlo a aquel “afuera” de donde nos viene la naturaleza. Cuando el hombre primitivo dio forma por vez primera al pobre y tosco utensilio, que había sacado de la dura naturaleza de la época glacial, cuando hizo un contorno, un adorno y un hueco, o tan sólo una curva o flexión caprichosa, una oscilación de la silueta, cuando por primera vez dio forma a los sonidos que salían de su boca para que sonaran como una canción, como un tono vibrante que resonaba de una forma extrañamente conmovedora en las paredes de la caverna, cuando comenzó a agrupar de manera inteligente los sonidos para formar el lenguaje, cuando convirtió los movimientos de su cuerpo de meras contracciones utilitarias de los músculos en gestos intencionados; entonces acaeció el gran prodigio…, tan grande como la aparición del reino de la naturaleza: comenzó a fluir la segunda gran corriente del ser, la corriente que va desde el alma humana al mundo. Comenzó la realidad del arte. Entonces nació algo que el hombre había creado, que había dotado de ser, y, por tanto, de necesidad, es decir, de justificación interna de su ser.

   Mientras el hombre se limitaba a coger un tronco de árbol, tal como el bosque se lo ofrecía, y lo utilizaba para golpear o para cualquier otro menester, hasta entonces no había más que naturaleza: lo que fluye hacia el hombre. Mas cuando comenzó a convertir una rama en bastón, cuando lo hizo obra suya, dándole forma o colorido o un ritmo de vibración, tal como su alma se lo inspiraba, siendo, al mismo tiempo, cosa objetiva, válida y quiescente en sí; entonces creó la primera obra de arte, iniciando con ello un nuevo cosmos, una corriente que partía de la existencia y que se movía en un sentido completamente nuevo y característico: en dirección del sujeto, del alma, del interior hacia lo que cae afuera.

   Dios es la tercera clase del ser; es de nuevo otra dirección distinta en la que marcha el ser, otro espacio en el que hay algo; más aún, Dios es simplemente “el ser distinto”, considerado desde nuestro punto de vista. Dios es lo circundante, en lo cual tienen su sede última la naturaleza y el arte, y ambos juntamente; de Él parten la naturaleza y el arte para afluir a nosotros y fluir desde nosotros. Dios es un infinito espacio-almacén, del cual se aprovisionan la naturaleza y el arte, y en el cual vuelven a desembocar. Dios no es ni naturaleza ni arte, pero los contiene a ambos en sí mismo: es la fuente manantial y el sosegado océano, salida y entrada, patria y puerta de todo ser. Dios es la meta de todas las direcciones, aun de las opuestas: la naturaleza y el arte, que en nosotros corren en sentido opuesto, e encaminan los dos armónicamente hacia Dios, a pesar de su dirección opuesta.

   A las tres direcciones de lo real les corresponden tres actitudes distintas en nuestra alma: el experimentar, el configurar y el orar. A la naturaleza que fluye hacia nosotros nos abrimos de buena gana, con receptibilidad y ansia, y así, la naturaleza se convierte para nosotros en incansable estimuladora de nuestras vivencias. Aunque esas vivencias sean un embriagador sorber de los sentidos, o un escuchar reflexivo, o un contemplar pensativo, o la actividad sumamente dinámica de la investigación y conocimiento científico, siempre contienen la misma actitud espiritual del que observa y recibe, la postura de la psique que aguarda esperanzada la fecundación. Es una actitud de respeto, de dejar pasar, de sumisión y entrega, más aún: la postura del “padecer” (en el sentido de experimentar) y del ansia de ese padecer.

   A la realidad del arte, que fluye de nuestra alma, corresponde la actitud del configurar, del tesón creador, varonil y soberano. Toda disposición y actitud artística tiene algo de tesón y propia voluntad, y, por tanto, algo de individual y subjetivo. A una cosa, a una palabra, a un sonido, le imprime el sello de necesidad, y esta necesidad tiene su última razón suficiente en la voluntad creadora del artista, el cual dice “Fiat. ¡Quiero que sea, y que sea así!”. Este fiat del mandato artístico no tiene nada de arbitrariedad, ¿cómo podría dar verdadera necesidad a la obra? Sino que procede de la necesidad de la forma interna que hay en el artista mismo y toma, por tanto, su razón suprema del ser  y de la esencia íntima de éste. Cuanto más válido e incondicionado es éste ser del artista, cuanto más intensos son los valores y contenidos internos de que consta, tanto más válida  e indiscutible es también su orden creadora, y la obra que surge por ese mandato.

   La tercera esfera de lo real, Dios, es el “ser totalmente distinto”; es una dimensión totalmente diversa. Pues precisamente por abarcar en sí las dos primeras direcciones, no puede ordenarse en el mismo nivel de ellas, no se le puede designar propiamente por medio de un número ordinal. Porque no pertenece a ningún orden que de alguna manera admitiese clasificación. Dios es el absolutamente único. Pero en Él se contienen todos los órdenes y números ordinales. Y así la actitud espiritual, que corresponde a la divina, tiene que tener algo de esa manera de ser totalmente propia y única.

   Las actitudes del experimentar y del configurar son siempre monísticas en su raíz más honda. De dos, más aún, de innumerables muchos, de la pluralidad misma, hacen una sola cosa. En la vivencia absorbemos en nosotros lo que se nos da, lo que nos circunda; lo convertimos en propiedad nuestra,  nos posesionamos de ello, nos hacemos partícipes de la existencia y esencia de la naturaleza; y a este unificarse lo llamamos verdad. En el configurar, hacemos que nuestra propia objetividad fluya soberanamente hacia las criaturas de nuestro espíritu, e imprimimos en ellas nuestro mandato y nuestro ser, como si fuera un sello, de suerte que difundimos nuestra existencia y la hacemos surgir fuera de nosotros. El artista, en todo lo que toma entre manos, se crea a sí mismo; su obra no tiene ser propio; pues, en el fondo, no es sino el artista mismo, y le hace omnipresente, le convierte en universal.

   Ahora bien: la actitud frente a lo divino no es monística, sino dualística; pues esta actitud, llamada religiosa, es, por su misma esencia, una relación personal, una relación del yo al tú. Es un tuteo de espíritu a espíritu, y, por tanto, dualístico. Ya que un tú solamente es posible cuando existe otro yo y permanece allí enfrente, es decir, cuando existe dualidad. Sobre esta dualidad se construye  el arco de una actividad completamente especial, característica y única: el tuteo, es decir, el afirmar, el abrazar, el entregarse, pero de manera que persista la dualidad; ésta se exige de manera consciente y fundamental; más aún, esencial. La actitud religiosa es un arco que se tiende sobre dos pilares; requiere que tanto Dios como nuestra alma permanezcan en su propio ser, y con él se pongan frente a frente. Podríamos decir (si no sonara excesivamente a paradoja): la actitud religiosa busca la unidad de dos cosas y la dualidad de una misma cosa.

   De ahí que la mejor manera de designar la actitud religiosa sea diciendo que es un orar, y por orar se entiende la suma y el meollo más íntimo de todo aquello que llamamos religión. En efecto, orar no es más que un tuteo religioso. Orare es el diálogo piadoso entre Dios y el alma, diálogo entre dos, que en su dualidad se aúnan, y, sin embargo, por su misma vinculación quieren seguir siendo dos. Orar es venerar y ensalzar y encumbrar cada vez más al tú divino, y, al mismo tiempo, es ansiar vivamente y abrazar a ese tú. Se desearía asirle y poseerle, y dejarle, al mismo tiempo, que siguiera en su propiedad y unicidad. Se deshace uno en ansias de unión, pero, al mismo tiempo, no se quiere uno mezclar y confundir con el amado, porque entonces casaría la dulce y extensa posibilidad del seguir tuteando.

   Así, pues, en la actitud religiosa retornan todas esas extrañas oposiciones que son propias de la realidad divina. Esta realidad no es ninguna de las otras cosas, y, sin embargo, todas éstas se hallan en ella, proceden de ella y en ella desembocan. Esta realidad divina no es ninguna dirección, mas todas las direcciones, aun las opuestas de la naturaleza y el arte, se encaminan a ella, llegan a la misma como a su meta, y, no obstante, no se confunden, sino que siguen siendo oposiciones. Dios es la suma de toda la naturaleza y de todo el arte, y, sin embargo,  no es ni la naturaleza ni el arte. Dios,  en su unicidad, abarca todas las pluralidades, sin que éstas pierdan su pluralidad. Lo mismísimo ocurre con el orar, como suma y compendio de la actitud religiosa: es la actitud de la dualidad-unidad.

   Estas mismas paradojas pueden expresarse, por tanto, de la siguiente manera: las tres grandes realidades (naturaleza, arte y Dios) son distintas en sí y por toda la eternidad, mas, no obstante, están en cierto modo unidas; se tocan, se condicionan y se impregnan. Y las tres actitudes esenciales el alma humana (experimentar, configurar, y orar) son totalmente distintas por su especie y dirección, y, no obstante, tienen de alguna manera un punto de unidad en el que se encuentran en un punto, sin convertirse en una única dimensión, ni siquiera en el mismo punto en que se encuentran. La vivencia de la naturaleza, el contemplar y escucharla, el conocerla y saberla, el experimentarla e investigarla, se convierte de alguna manera, a gran profundidad, en configuración, en creación artística. Hay científicos geniales, a los que igualmente se podría llamar artistas geniales. Hay un caminar y contemplar y embeberse de las montañas y de los mares, que es tan individual, tan creador y fecundo, tan autónomo y soberano como el modelar, con el cual Miguel Ángel da forma a un bloque ingente de mármol, o Rembrandt sabe asignar sus puestos eternos a las masas de luz y tinieblas. Y, por otra parte, la creación artística, en su genial altura, es también un fenómeno natural de primer rango, inmediatamente comparable con la eclosión de la primavera o con el prodigio de una flor que se abre, o con el renacer de un ser vivo.

   Con más claridad aún vemos en la oración el íntimo contacto, o, mejor dicho, la confluencia de todas las actitudes del alma. En su altura de santidad, la oración es, no sólo una experiencia de grado sumo –la denominamos entonces arrebato y éxtasis místico--, sino también un configurar y crear, y entonces se nos manifiesta como la hazaña del fundador de una religión, más aún, de un redentor y salvador, el cual, con su postura religiosa, ha impreso una nueva forma y ha marcado una dirección nueva al mundo de los hombres, más aún, a la naturaleza entera.

   Así, pues, en las tres actitudes posibles del alma existe cierta tensión, casi contradicción, que las repele, que trata de conservar independiente a cada una de ellas, más aún, que procura aislarla, pero que precisamente por eso revela su interna y profunda vinculación. Con bastante frecuencia se ha advertido ya que el talento y la actividad científica y el talento y la actividad artística corren en direcciones distintas; se ha recalcado que el pensamiento conceptual y el impulso visionario artístico, la investigación de la verdad y la creación de la belleza son dos ejercicios completamente distintos y siguen caminos opuestos. Más contradictoria aún es la oposición que existe entre el experimentar y el configurar, por una parte, y el orar, por otra. Las actitudes que adoptamos con respecto a la naturaleza y al arte son de índole monística; en ellas todo se reduce, ora a la naturaleza, que todo lo abarca: al “universo”, ora al sujeto, que todo lo engendra desde sí mismo, al yo y a sus innumerables reflejos. En cambio, la actitud religiosa es dualística: necesita y busca la dualidad. En un perpetuo monólogo, se secaría y agostaría.

   Y, no obstante, a pesar de estas direcciones e impulsos dispares, las tres actitudes distintas no pueden separarse unas de otras; literalmente no se las puede desligar, porque, de algún modo, a una profundidad infinita, se encuentran, más aún, se vinculan, y con esta vinculación se apoyan y se conservan en la existencia. Su aislamiento radical suprimiría internamente y extinguiría a cada una de ellas. Son, pues, como un lejano trasunto del Dios Trino y Uno, que nos presenta el dogma cristiano: son tres actitudes distintas, más aún, opuestas, y, no obstante, en su aspiración dispar tienden a confluir, y existe un punto en que se aúnan, sin que cesen por eso de ser tres. En aquel punto, el recibir, el embeberse y la plenitud embriagadora, no son sino el arrebato místico por el Dios que nos invade. Y el soberano y deiforme hablar y mandar, con el que el alma obra hacia el exterior por encima de sí misma y crea figuras, se convierte en una representación de la necesidad y validez divinas, que se llama belleza absoluta, y que no es otra cosa sino la manifestación de la bondad divina que se verifica en el hombre. El hombre, en la cumbre de su labor creadora, se hace a sí mismo imagen de Dios. En este punto se hace sinónima la contemplación visionaria del investigador con la producción creadora del artista. Y ya no se sabe si las imágenes y figuras que llenan la mente han venido de fuera sobre ella, o las ha formado desde su interior. Entonces todo saber es como una acción y toda hazaña de la propia libertad es como una gracia recibida, y toda arrebatada embriaguez del alma le proporciona a ésta infinitas claridades.

   Síguese, pues, que el individuo que no quiera poseer plena e íntimamente más que uno de estos tres reinos de la realidad tiene que poseerlos los tres, pues ha de adoptar desde su raíz las tres actitudes del alma, ha de adoptarlas desde el en que son una misma cosa, y, no obstante, comienzan a tener tendencias dispares. Debe tener la universalidad del genio, del hombre sediento de verdad y favorecido con conocimientos, pero ha de tener también el espíritu callado y humilde del santo, que se deja arrebatar por la gracia que le ha sido concedida. Debe recibir y dominar, ha de ser al mismo tiempo imperioso y obediente; ha de tener una ansia incontenible de aprender y poseer, y, al mismo tiempo, una callada y respetuosa renuncia ante todo aquello que permanecerá siempre más allá de su propia vida: ante el tú. Ha de poder vincular la mística y el activismo, el recogimiento y la apertura al mundo, la clausura y la calle; debe ser, al mismo tiempo, sacerdote y sacrificador, hombre y mujer, luchador y sufridor, pero sin mezclar nunca estas cosas opuestas. Ellas han de reunirse en él para que en él también puedan tener aspiraciones dispares. Debe llevar en sí a Dios, el motor inmoble, el que está descansando sin descanso, el deslumbrante, la irradiación de luz que se vuelca sobre las tinieblas, el camino infinitamente lejano y la meta que siempre está igual de cerca y nunca se puede alcanzar. Al Dios que es Yo y Tú al mismo tiempo, en el cual Dios, el Padre y el Hijo, dicen en singular: “Yo soy”; mas precisamente en esta unanimidad hacen proceder de sí un nuevo Tú, que no vuelve a significar tampoco una escisión, sino que es el Espíritu Santo mismo, que es unión de amor. Por consiguiente, siempre que Dios dice: “Yo” se le opone un “Tú”, y mientras Él pronuncia un “Tú” sumamente personal y propio, le encuentra en esta su “Palabra” el propio Yo divino.

   De la misma manera, el hombre universal, que realiza todas sus interiores actitudes y generaciones, ha de ser al mismo tiempo, criatura y creador, Hijo y Pneuma. Y lo será cuando sea hombre orante, es decir, hombre que habla de tú, que ama. Pues sólo en el amor se sitúa el Yo frente al Tú, y se hace uno con él, y, a pesar de esta unidad, no cesan de ser dos. He aquí la razón más honda de que todo verdadero amor que llega hasta las cumbres del carisma presta alas al entendimiento y llene el alma de visiones, las cuales significan, al mismo tiempo, realidad y necesidad, de suerte que, al producirlas, el alma se convierte en artista creadora, por más pobre, vacía y seca que sea en las demás cosas.
He aquí igualmente la razón más honda de que semejante amor haga también piadosos de verdad, en un sentido sumamente profundo y misterioso y casi místico. Las personas que aman son siempre religiosas y son las únicas efectivas. Quiere esto decir que las personas, que son religiosas en lo más interior, son, al mismo tiempo, capaces de un amor que obra prodigios, es decir, de un amor casi divino. Orar y amar son siempre una misma cosa, encontrémoslos donde los encontremos: en la naturaleza, en el arte, en Dios.



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