CIRO ALEGRÍA
BAZÁN
Sartimbamba, 4
de noviembre 1909 - Chaclacayo, 17 de febrero de 1967.
Alegría nació
en la Hacienda Quilca, cerca de Huamachuco en 1908, aunque fue inscrito recién
en 1909, por lo que el escritor usó este año en la fecha oficial de su nacimiento.
Realizó sus estudios primarios y secundarios en el Colegio Nacional San Juan de
Trujillo, donde tuvo como profesor al entonces joven poeta César Vallejo.
Cada día veo
niños con uniforme azul y niñas con falda neutra de colegio que van presurosos
hacia la Institución educativa No. 80019 que perenniza al insigne nombre de Ciro
Alegría Bazán, como también veo a la docente María Hurtado, quien me confirma
que efectivamente están de aniversario: un año más de fundación y consolidación
de la misma, 45 años. Hace poco obtuvo, la institución, un Reconocimiento por
haber destacado en el Concurso de Ciencia y Tecnología en su edición XXVI.
Un saludo y
felicitación por su sendero y su servicio.
EL CÉSAR VALLEJO
QUE YO CONOCÍ/
CIRO ALEGRÍA
Publicado originalmente en 1944 en Cuadernos Hispanoamericanos, y reeditado por la página web El
malpensante.
Para beneplácito de nuestros lectores
tomamos esta primera semblanza –la del alumno sobre su maestro - de la obra
última de Eduardo González Viaña, El
Trujillo de Vallejo, presentada en agosto del ‘16 y sea esta una siembra
premonitoria para que se cumpla el sentir de Masa: ‘al fin de la batalla’
concluida su lectura y ‘muerto el combatiente’, satisfecho por sus hallazgos, vaya
hacia él (Vallejo) un hombre, dos, veinte, cien, mil, quinientos mil. Le
rodearon millones de individuos, todos los hombres de la tierra le rodearon…
incorporóse lentamente, abrazó al primer hombre, echóse a andar.
CORRÍA el año
1917 y yo vivía con mis padres en una hacienda de la sierra del norte del Perú,
situada exactamente en las últimas estribaciones andinas de la provincia de
Huamachuco. Se llama Marcabal Grande y hasta esa hacienda llega ya, subiendo
por el cañón abismal del río Marañón, el rescoldo cálido de la selva amazónica.
Mi vida había sido la de un niño campesino, hijo de hacendados a quien su padre
enseña en el momento oportuno a leer y escribir pasablemente y las artes más
necesarias de nadar, cabalgar, tirar al lazo y no asustarse frente a los largos
caminos y las tormentas. Alternaba mis trajines por el campo –donde me placía
de modo especial un paraje formado por cierto árbol grande y cierta piedra azul
- con lecturas de Andersen, Las mil y una noches y otros libros maravillosos,
entre ellos un grueso volumen del
naturalista Raimondi sobre viajes y exploraciones de la selva que me parecía
igualmente fantástico. Yo soñaba con ir a la selva, pero no como un sabio a
estudiarla sino como un pionero. Conquistaría ese mundo poblado de árboles
innumerables y de indios bravos.
A los siete
años de edad, tales eran mis conocimientos y mis anhelos, pero mis padres
abrigaban ideas más amplias sobre mi preparación y un día me anunciaron que
debía ir a Trujillo, una lejana ciudad de la costa, a estudiar. En compañía de
un hermano menor de mi padre, que pasó con
nosotros sus vacaciones, hice el largo viaje. Ésos fueron para mí
reveladores días en que trotamos a través de dos de las riscosas cadenas de los
Andes, bajando muchas veces hasta valles cálidos ubicados en el fondo de las
quebradas y los ríos y subiendo, otras tantas, hasta altos páramos rodeados de
rocas contorsionadas. Vimos muchos pueblos y aldeas y nos golpearon
frecuentemente los tenaces vientos y lluvias de marzo. Dado el fin de estas
líneas, debo apuntar que estuvimos en la ciudad de Huamachuco, capital de
nuestra provincia, y que saliendo de allí y al encaminarnos hacia una
cordillera muy alta, se abrió el camino de la ciudad de Santiago de chuco,
capital de la provincia limítrofe, donde había nacido César Vallejo.
En ese largo
viaje a caballo, que duró siete días sin contar el tiempo que pasamos en casa
de amigos que mi padre tenía en la región, me impresionaron sobre todo las
latas montañas de los Andes, la puna enhiesta, llena de soledad y silencio y
una sobrecogedora dramaticidad que parece nacer de sus inmensas rocas que se
parten, formando abismos de vértigo o trepan y trepan con un terco afán de altura que no se cansa de herir el toldo
encapotado del cielo. A veces, el paisaje se dulcifica un poco, tiene bondad de
árboles frutales en los valles y ternura de sembríos ondulantes en las laderas,
pero todo ello no es sino una tregua, porque predominan las rijosas montañas
que se desnudan subiendo a diez o quince mil o más pies de altura. En el alma
de quien cruce los Andes o viva allí persistirá siempre la impresión, que es
como una herida, del paisaje abrupto hecho de elevadas mesetas, donde apenas
crecen pajonales amarillentos, y de roquedades clamantes. Hay tristeza y sobre
todo una angustia permanente y callada. Los habitantes de ese vasto drama
geológico, casi todos ellos indios o mestizos de indio y español, son
silenciosos y duros y se parecen a los Andes. Aun los de pura ascendencia
hispánica o los foráneos recién llegados, acaban por mostrar el sello de las influencias
telúricas. Azotados por las inclemencias de la naturaleza y las inclemencias
sociales –en exponer éstas ya he empleado varios centenares de páginas –sufren
un dolor que tiene una dimensión de siglos y parece confundirse con la
eternidad.
Todo lo dicho
viene a cuento porque, días después de aquel viaje, debía encontrar en mi
profesor César Vallejo, a un hombre que procedía de esos extraños lados del
mundo y los llevaba en sí. El caso es que llegamos a Trujillo, ciudad de la
costa clara y soleada, agradablemente cálida. En su ambiente colonial, con
trece iglesias de labrados altares y casas de grandes portones, patios amplios
y balcones de estilo morisco, daban su nota de modernidad los automóviles que
corrían por calles pavimentadas, la luz eléctrica, los trenes que traqueteaban
y pitaban yendo y viniendo de los valles azucareros o el puerto próximo. Mi
niñez, acostumbrada a la naturaleza virgen, estaba muy asombrada de tanta
máquina y del cine y otras cosas más, inclusive de la numerosa gente locuaz,
que vestía a la moda. Hasta que un día, cuando mis piernas endurecidas y
adoloridas por la cabalgata se agilizaron, mi abuela resolvió mandarme a clase.
Un
circunspecto señor, cargado de años y sapiencia, estaba de visita en casa la
noche de un domingo, y entonces escuché, por primera vez el nombre de Vallejo y
las discusiones que provocaba. Se habló de que al día siguiente iniciaría mis
estudios.
-Si
tuviera un nieto –opinó el señor en un tono de sugerencia- lo mandaría al Seminario.
Está regido por eclesiásticos y es muy conveniente…
Yo era todo
oídos escuchando esa conversación que me revelaba mi destino de estudiante.
Mi abuela
repuso con dignidad:
-Es
que su padre ha escrito que se le ponga en el Colegio nacional de San Juan.
Es lo que ha dicho terminantemente. Todos los hombres de la familia se han educado
allí.
-¿Y
a qué año va a ingresar?
-Al
primer año de primaria.
El anciano
por poco dio un salto y luego dijo, muy excitado:
-¡Mi
señora!, ésa ya no es cuestión de colegios sino de buen sentido… ¿Sabe usted
quién es el profesor de primer año en San Juan? ¿Lo sabe usted?
Pues
ese que se dice poeta, ese César Vallejo, un hombre a quien le falta un tornillo…
-Al
fin y al cabo…para enseñar el primer año…-dijo mi abuela tratando de
calmarlo.
Mas
nuestro visitante estaba evidentemente resuelto a salvar del peligro a un pobre
niño indefenso como yo, y argumentó:
-No, no mi señora…Ese
Vallejo, si no es un idiota, es cuando menos un loco.
¿No podrían ponerlo en
segundo año? Al entrar me sorprendió ver que el
niño estaba leyendo el
periódico…
Mi presunto
salvador puso una cara de desconsuelo cunando mi abuela apuntó:
-Sí,
ya sabe leer y escribir aceptablemente, pero no las otras materias que se
enseñan
en el primer año.
El anciano
estaba evidentemente resuelto a agotar todos sus recursos para librar a mi
pobre cerebro de influencias perturbadoras, y tomó un rumbo más pacificador.
-Pero
no me va usted a discutir, señora mía, que en cuanto a educación y especialmente
en cuanto a religión se refiere, el Seminario es el mejor colegio.
Está
adquiriendo mucho prestigio…
Y mi abuela:
-En
San Juan también enseñan la religión, según el reglamento de estudios y no
son
anticatólicos…
El señor
abandonó la partida, pero sin duda para consolarse a sí mismo, se puso a hacer
consideraciones fatales para el modernismo y no sé cuántos ismos más y luego
echó rayos y centellas de carácter estético contra el arte de mi profesor, todo
lo cual no entendí. Marchóse por fin, llevándose una expresión de discreta
contrariedad y no sin desearme buena suerte en una forma entre esperanzada y
compasiva.
Me fue
difícil conciliar el sueño en medio de la inquietud que se apodera de un niño
que irá a la escuela por primera vez y pensando en mi profesor, que según
decían era poeta y a quien el severo anciano había llamado loco cuando no
idiota.
Mi compañero
de viaje, que era también estudiante del mismo colegio, me llevó hasta el
local.
-Por aquí no entran ustedes –me dijo
al llegar a una gran puerta sobre la cual se leía la inscripción DIOS Y LA
PATRIA-, esta puerta es para nosotros los de sección media. Vamos por allá…
Caminamos
hasta la esquina y, volteando, se abrió a media cuadra la puerta que usaban los
profesores y alumnos de la sección primaria. Nos detuvimos de pronto y mi tío
presentóme a quien debía ser mi profesor. Junto a la puerta estaba parado César
Vallejo. Magro, cetrino, casi hierático, me pareció un árbol deshojado. Su
traje era oscuro como su piel oscura. Por primera vez vi el intenso brillo de
sus ojos cuando se inclinó a preguntarme, con una tierna atención, mi nombre.
Cambió luego unas cuantas palabras con mi tío y, al irse éste, me dijo: “Vente
por acá”. Entramos a un pequeño patio donde jugaban muchos niños. Hacia uno de
los lados estaba el salón de los del primer año. Ya allí, se puso a levantar la
tapa de las carpetas para ver las que estaban desocupadas, según había o no
prendas en su interior y me señaló una de la primera fila diciéndome:
-Aquí
te vas a sentar… Pon adentro tus cositas… No, así no… Hay que ser ordenado.
La pizarra, que es más grande, debajo y encima tu libro… También tu gorrita…
Cuando dejé
arregladas todas mis cosas, siguió:
-Muchos niños prefieren sentarse más
atrás, porque no quieren que se les pregunte
mucho…Pero tú vas a ser un buen niño, un buen estudiante, ¿no
es cierto?
Yo no sabía
nada de las pequeñas mañas de los chicos, de modo que no entendía bien a qué se
refería, pero contesté con ingenuidad:
Sí, mi mamita me ha dicho que estudie
mucho…
Él sonrió
dejando ver unos dientes blanquísimos y luego me condujo hasta la puerta. Llamó
a uno de los chicuelos que estaban por allí jugando la pega y le dijo:
-Éste es un niño nuevo: llévalo a
jugar…
Entonces se
marchó y vinieron otros chicos, todos los cuales se pusieron a mirarme
curiosamente, sonriendo. “¡Serrano chaposo!”, comentó uno viendo mis mejillas
coloradas, pues los habitantes de la costa tienen generalmente la cara pálida.
Los demás se echaron a reír. El chico encargado de llevarme a jugar, me
preguntó sabiamente:
-¿Sabes jugar la pega?
Le dije que
no, y él sentenció:
-Eres muy nuevo para saber jugar…
Me dejaron
para seguir correteando. Yo estaba muy azorado y el bullicio que armaban todos
me aturdía. Busque con la mirada a mi profesor y lo vi de nuevo parado junto a
la puerta, moreno y enjuto, conversando con otro profesor gordo y de bigote
erguido, buen hombre a quien yo también habría de llamar Champollion, como
hacían los estudiantes desde muchas generaciones atrás. No me atreví a ir hacia
ellos y caminé al azar. Cruzando otra puerta, llegué a un gran patio donde
había muchos niños. Nadie me miraba ni decía nada.
Seguí
caminando y encontré otro patio, donde los estudiantes eran más grandes. Por
allí se hallaba mi tío. Había muchos patios, muchos salones, muchas arquerías.
Las paredes estaban pintadas de un rojo claro, casi sonrosado, quizás para
templar la severidad de un edificio que, en antiguos tiempos, había sido
convento. Sonó la campana y yo no pupe volver a mi salón. Me perdí, entrando
equivocadamente a otro. Vino a sacarme de mi confusión el propio Vallejo quien,
al notar mi ausencia, se había puesto a buscarme de salón en salón. Cogiéndome
de la mano, me llevó con él. Aún recuerdo la sensación que me produjo su mano
fría, grande y nudosa, apretando mi pequeña mano tímida y huidiza debido al
azoro. Me quise soltar y él me la retuvo. Mientras caminábamos por los amplios
corredores desiertos, me iba diciendo sin que yo atinara a responderle:
-¿Por qué te pusiste a caminar? ¿Te
encontraste solo? Un niñito como tú no debe Irse lejos de su salón ni de su
patio… Este colegio es muy grande… ¿Estás triste?
Llegamos a
nuestro salón y me condujo hasta mi banco. Él paso a ocupar su mesa, situada a
la misma altura de nuestras carpetas y muy cerca de ellas, de modo que hablaba
casi ajunto a nosotros. En ese momento me di cuenta de que el profesor no se
recortaba el pelo como todos los hombres, sino que usaba una gran melena lacia,
abundante, nigérrima. Sin saber a qué atribuirlo, pregunté en voz baja a mi
compañero de banco: “¿Y por qué tiene el pelo así?”. “Poeta es poeta”, me
cuchicheó. La personalidad de Vallejo se me antojó un tanto misteriosa y
comencé a hacerme muchas preguntas que no podía contestar. Él había de sacarme
de mi complejidad dando, con la regla, dos golpecitos en la mesa. Era su modo
de pedir atención. Anunció que iba a dictar la clase de geografía y,
engarfiando los dedos para simular con sus flacas y morenas manos la forma de
la tierra, comenzó a decir:
-Niñosh…
la Tierra esh redonda como una naranja… Eshta misma Tierra
en que vivimos y vemos como shi
fuera plana, esh redonda.
Hablaba
lentamente, silbando en forma peculiar las eses, que así suelen pronunciarlas
los naturales de Santiago de Chuco, hasta el punto en que por tal
característica son reconocidos por los moradores de las otras provincias de la
región.
Se levantó
después para dibujar la Tierra en el pizarrón y durante toda la clase nos
repitió que era redonda, no siendo eso lo único sorprendente sino también que
giraba sobre sí misma. Dio como pruebas las de la salida y puesta del sol, la
forma en que aparecen y desaparecen los barcos en el mar y otras más. Yo estaba sencillamente maravillado, tanto
que este mundo en el cual vivimos fuera redondo y girara sobre sí mismo, como
de lo mucho que sabía mi profesor. Cuando la campana sonó anunciando el recreo,
César Vallejo se limpió la tiza que blanqueaba sobre sus mangas, se alisó la
melena haciendo correr entre ella los garfios de sus dedos, y salió. Fue a
pararse de nuevo junto a la puerta y estuvo allí haciendo como que conversaba
con los otros profesores. Digo esto porque tenía un aire muy distraído.
De nuevo en
el salón, era hora de estudio. La próxima sería de lectura. Había que repasar
la lección. Me llamó junto a él y abrió mi libro en la sección de Pato. Tuve confianza en mi sabiduría y
le dije:
-Ya pasé Pato hace tiempo. También Rosita
y Pepito. Yo sé todo ese libro…
Vallejo me
miró inquisitivamente:
-¿Sabes
también escribir?
A mi
respuesta afirmativa, me pidió que escribiera mi nombre y después el suyo. Dudé
entre la be labial y la otra para escribir su apellido, pero tuve suerte al
decidirme y salí bien. Me probó con otras palabras y una frase larga.
La cosa
parecía divertirle. Después me preguntó:
-Y si sabes leer y escribir, ¿por
qué te han puesto en primer año?
-Porque no sé otras cosas…
Entonces me
dijo que fuera a sentarme. Traté de conversar con mi compañero de banco, quien
me cuchicheó que estaba prohibido hablar durante la hora de estudio.
Miré e mi
profesor.
César Vallejo
–siempre me ha parecido que ésa fue la primera vez que lo vi- estaba con las manos sobre la mesa y la cara
vuelta hacia la puerta. Bajo la abundosa melena negra, su faz mostraba líneas
duras y definidas. La nariz era enérgica y el mentón, más enérgico todavía,
sobresalía en la parte inferior como una quilla. Sus ojos oscuros –no recuerdo
si eran grises o negros –brillaban como si hubiera lágrimas en ellos. Su traje
era uno viejo y luído y, cerrando la abertura del cuello blando, una pequeña
corbata de lazo estaba anudada con descuido. Se puso a fumar y siguió mirando
hacia la puerta, por la cual entraba la clara luz de abril. Pensaba o soñaba
quién sabe qué cosas. De todo su ser fluía una gran tristeza. Nunca he visto un
hombre que pareciera más triste. Su dolor era a la vez una secreta y ostensible
condición, que terminó por contagiárseme. Cierta extraña e inexplicable pena me
sobrecogió. Aunque a primera vista pudiera parecer tranquilo, había algo profundamente
desgarrado en aquel hombre que yo no entendí sino sentí con toda mi despierta y
alerta sensibilidad de niño. De pronto, me encontré pensando en mis lares
nativos, en las montañas que había cruzado, en toda la vida que dejé atrás.
Volviendo a examinar los rasgos de mi profesor, le encontré parecido a Cayetano
Oruna, peón de nuestra hacienda a quien llamábamos Cayo. Éste era más alto y
fornido, pero la cara y el aire entre solemne y triste de ambos, tenían gran
semejanza. El hombre Vallejo se me
antojó como un mensaje de la tierra y seguí contemplándolo. Tiró el cigarrillo,
se apretó la frente, se alisó otra vez la sombría melena y volvió a su quietud.
Su boca contraíase en un rictus doloroso. Cayo y él. Mas la personalidad de
Vallejo inquietaba tan sólo de ser vista. Yo estaba definitivamente conturbado
y sospeché que, de tanto sufrir y por irradiar así tristeza, Vallejo tenía que ver tal vez con
el misterio de la poesía. Él se volvió súbitamente y me miró y nos miró a
todos. Los chicos estaban leyendo sus libros y abrí también el mío. No veía las
letras y quise llorar…
Así fue como
encontré a César Vallejo y así como lo vi, tal si fuera por primera vez. Las
palabras que le oí sobre la Tierra son también las que más se me han grabado en
la memoria. El tiempo había de revelarme nuevos aspectos de su persona, los
largos silencios en que caía, su actitud de tristeza inacabable y otros que ya
aparecerán en estas líneas.
Por la noche,
durante la comida, me preguntaron en casa:
-¿Te gusta tu profesor?
-Sí, respondí.
Era inexacto.
No me había gustado precisamente. Me había impresionado y conturbado,
interesándome, pero no sin producirme una sensación de lejanía. Después de la
comida, por indicación de mi abuela, escribí a papá. Un pequeño lápiz romo fue
garabateando mis impresiones. Cuando llegué a las del colegio y Vallejo, no
supe qué decir sobre él. Después de pensarlo mucho y ensayar varias
explicaciones, escribí que mi profesor se parecía a Cayo Oruna. Tiempo después,
supe que, al leer la carta, mi madre había sonreído con dulzura y mi padre se
dio a pensar en el poeta. Amaba a su pueblo y pudo otear a Vallejo desde el
fondo de su alma llena de quebrados horizontes andinos.
En Trujillo,
Vallejo tenía detractores tenaces así como partidarios acérrimos. En casa, como
en todas las de la ciudad, las opiniones estaban divididas. Los más lo
atacaban. Mi tía Rosa, persona muy culta y dada a leer, que escribía a
hurtadillas, era su admiradora incondicional. “¡Es un gran poeta, es un
genio!”, decía casi gritando, en medio del barullo de las discusiones. Recuerdo
perfectamente que, cierta vez, llegó un tío mío enarbolando un diario en el
cual había un poema de Vallejo. Avanzó hacia nosotros.
-A ver Rosita, quiero que me
expliques esto: ¿Dónde estarán tus manos que en actitud contrita, planchaban en las
tardes por venir? ¿Esto es poesía o una charada? A ver, explícame…
Mi tía Rosa
tomó el diario y, a medida que iba leyendo, su faz enrojecía. La mujercita
frágil y nerviosa que era se irguió por fin llena de rabia:
-Este es un hermoso poema y si no lo
entiendes, la culpa no es de Vallejo sino tuya, que eres un bruto…
La discusión
se armó de nuevo.
Mientras
tanto, yo continuaba yendo a clase. César Vallejo nos enseñaba rudimentos de
historia, geografía, religión, matemáticas y a leer y escribir. También trataba
de enseñarnos a cantar, pero nosotros lo hacíamos mejor que él, pues tenía muy
mala voz. En cuanto a marchar, no se preocupaba de que lo hiciéramos bien, cosa
en que ponían gran empeño con sus discípulos los maestros de grados superiores.
Cuando los alumnos del colegio pasábamos en formación por las calles, yendo al
campo de paseo o en los desfiles del 28 de julio, los del primera año de
primaria, con nuestro melenudo profesor a la cabeza, no marcábamos regularmente
el paso y éramos una tropilla bastante desgarbada. Oíamos que la gente
estacionada en las aceras murmuraba viendo a nuestro profesor: “¡Ahí va
Vallejo!”, “!Ahí va Vallejo!”.
Algo que le
complacía mucho era hacernos contar historias, hablar de las cosas triviales
que veíamos cada día. He pensado después en que sin duda encontraba deleite en
ver la vida a través de la mirada limpia de los niños y sorprendía secretas
fuentes de poesía en su lenguaje lleno de impensadas metáforas. Tal vez trataba
también de despertar nuestras aptitudes de observación y creación. Lo cierto es
que, frecuentemente, nos decía: “Vamos a conversar”…
Cierta vez,
se interesó grandemente en el relato que yo hice acerca de las aves de corral
de mi casa. Me tuvo toda la hora contando cómo peleaban el pavo y el gallo, la
forma en que la pata nadaba con sus crías en el pozo y cosas así. Cuando me
callaba, ahí estaba él con una pregunta acuciante. Sonreía mirándome con sus
ojos brillantes y daba golpecitos con la yema de los dedos, sobre la mesa.
Cuando la campana sonó anunciando el recreo, me dijo: “Has contado bien”.
Sospecho que ése fue mi primer éxito literario.
No siempre le
producían placer nuestros relatos. Un día, llamó a un muchachito que era
decididamente tardo. El pequeño, quizá más trabado por el mal talante que traía
nuestro profesor –tenía la boca y el entrecejo fieramente fruncidos- no pudo
decir casi nada, repitió varias veces la misma frase y de repente se calló.
“Siéntese”, le ordenó con cierta despectiva rudeza. El chiquillo se fue a su
banco y, cruzando los brazos, metió entre ellos la cabeza y se puso a llorar
ahogadamente. Vallejo se incorporó estremecido y fue hasta el pequeño.
Estrechándole las manos lo llevó hasta su mesa, donde le acarició la cabeza y
las mejillas hasta calmarlo. Sacó un gran pañuelo para enjugar las lágrimas que
brillaban aún sobre la carita trigueña y
luego se quedó mirándolo largamente. Sin duda, en la desconsolada angustia del
narrador frustrado, sintió esa que a él mismo solía oprimirlo muchas veces y ha
aludido en sus versos. Cuando recuerdo aquella ocasión, me parece verlo
arrodillado con la mirada, sufriendo por el niño y él y todos los hombres.
Pero había
ratos en que la alegría se paseaba por su alma como el sol por las lomas y
entonces era uno más entre nosotros, salvo que grande y con la autoridad
necesaria para tomarse tremendas ventajas.
Había que verlo cuando hacía de detective. Estaba prohibido comer frutas
o chupar caramelos durante la hora de clase. Los chicos solíamos comprar
preferentemente, por la razón de que eran abundantes y baratos, unos caramelos
a los que llamábamos cuadrados, mercancía que más prodigaba la escasa
generosidad de los dulceros estacionados en la esquina del plantel. Vallejo,
con la cara metida en el libro, fingía leer mientras alguno le daba la lección,
pero lo que en realidad hacía era echar bajo las cejas, miradas exploradoras
sobre toda la clase. Cuando descubría algún delincuente, se erguía con una
sonrisa triunfal y, yendo hacia él, lo amonestaba: “¿No he dicho que no coman cuadrados en clase? En seguida le
quitaba los caramelos, sacándolos con aspaventera diligencia de los bolsillos,
y los repartía entre todos o los más próximos según la cantidad. Nunca supe si
lo que le gustaba más era sorprender a los infractores o repartir los caramelos
entre los chicos. Durante tales batidas, nos embargaba su mismo espíritu
juguetón y reíamos todos llenos de felicidad.
El reglamento
prescribía el castigo de reclusión para los que tuvieran mala conducta o no
dieran bien sus lecciones. César Vallejo, durante todo el día, iba formando una
lista de los que hablaban durante la hora de estudio o no sabían la lección
pedro, a la hora de salida, rompía la tirilla de papel en pedazos. Se comprende
que no otorgábamos mucha importancia al hecho de ser apuntados en su lista,
pero de tiempo y sin duda para que no nos propasáramos, solía darnos sorpresas
y, a las cuatro de la tarde, entregaba la compungida cuota de reclusos del
primer año de primaria al inspector de turno. Su castigo usual era simple y
directo: un tirón de los cabellos que quedan a
la altura de las sienes.
Por las
mañanas, llegaba a clase minutos después de la primera campanada y aun con un
retardo más considerable. Entrábamos a las ocho, pero acaso se entregaba mucho
a la vigilia de la creación o a trasnochar en compañía de amigos –que lo eran
suyos todos los escritores jóvenes de la ciudad – o a sus estudios de
universitario, de modo que el sueño lo retenía demasiado. Su impuntualidad
alcanzó tal grado que, cierta mañana, el propio rector del colegio acudió a ver
lo que pasaba y se puso a tomarnos la lección. Cuando Vallejo arribó, se
produjo una escena embarazosa que el rector cortó diciéndole que pasara por su
oficina a la hora de salida. Durante un tiempo estuvo llegando temprano, pero
después volvió a las andadas y, aunque ya no tanta frecuencia, seguía
presentándose tarde.
Fuera del
colegio, sus versos continuaban provocando la consiguiente reacción de
comentarios ácidos y laudatorios e inclusive de protestas. Corrió la noticia de
que nuestro profesor había sido asaltado durante la noche por un grupo de
individuos que trataron de cortarle la melena. Él se había defendido dando
feroces puñetazos y puntapiés. Miré con curiosidad su melena de león. Estaba
intacta. Me pareció que durante esos días, tanto como sin duda le duró la
impresión del ataque, su tristeza habitual tenía algo de violencia contenida y
acendrada amargura.
Me conmovió
mucho el asalto, no alcanzando a explicármelo. He de decir que para ese tiempo
ya me había vuelto un admirador de Vallejo, si cabe la expresión. Fue que un
día, decidido a examinar esa misteriosa
e incomprensible poesía por mí mismo, me atreví a pedir a tía Rosa los versos
de mi profesor, que ella recortaba sin dejar uno y guardaba celosamente. Al
dármelos, hundió los lirios de sus manos en mis cabellos y me dijo que si no
los entendía, no pensara mal del autor. Metido en mi cuarto, de bruces sobre la
mesa y los poemas, me di cuenta primeramente de que tenían muchas palabras cuyo
significado ignoraba. Busqué un grueso diccionario que apenas podía cargar y me
dediqué a una exploración que me resultaba muy difícil.
Lejana
vibración de esquilas mustias
en
el aire derrama
la
fragancia rural de sus angustias.
A buscar la
palabra esquilas. A buscar mustias. A medida que avanzaba en mi
penosa lectura, me iban asaltando y dejando muchas y contradictorias emociones.
Sufría y gozaba, me esperanzaba y desconsolaba. Me invadió un pleno sentimiento
de felicidad cuando, en ese mismo poema, pude captar al gallo (“aleteando la
pena de su canto”). Vallejo, me pareció muy hermoso. La emoción del crepúsculo
rural, los sonidos y los colores de la tarde muriente me envolvieron. ¿Qué
secreta cualidad hacía que ese hombre escribiera así? Encontré poemas menos
pictóricos que no entendí de principio a fin y al leer “Idilio muerto”, la
pregunta hecha a mi tía Rosa en pasados meses, me pareció formulada a mí mismo.
Yo tampoco entendía lo referente a las manos y muchas líneas más. De todos
modos, me consolé con lo poco que había comprendido y pensé que acaso, cuando
yo fuera grande…Entregué a tía Rosa sus recortes sin decirle media palabra y
ella no me dijo nada tampoco. Pese a sus momentáneas exaltaciones, era muy fina
y seguramente temió herirme si sus preguntas resultaban indiscretas. Mas desde
aquella vez, me alegraba como si hablara en mi nombre cuando ella elogiaba a
César Vallejo y me sentí más cerca de mi profesor. Algo había podido apreciar
de la belleza que prodigaba en sus versos. En cuanto a su hosquedad y su
tristeza… bueno, Cayo Oruna… y uno está tan solo a veces… porque yo me sentía
muy solo en el colegio… Los muchachitos solían burlarse de mi condición de
“serrano” y de que tenía chapas y era muy ingenuo. De modo que cuando corrió la
voz del asalto a Vallejo, yo tuve una gran pena y sentí ganas de rebelarme
contra alguien. Que dejaran en paz a ese hombre. Él era un gran poeta. En todo
caso, no hacía mal a nadie con su melena y con sus versos…
Y el
profesor, que era a la vez un artista triste y solo, seguía dándonos clase y el
tiempo pasaba. En las horas de conversación, me hacía hablar no sólo de lo
visto por mí sino de lo que había oído contar. Recuerdo que le impresionó la
historia de un ciego que vivía en una hacienda próxima a la nuestra, quien iba
de un lado a otro por los ásperos senderos de la serranía, tal como si tuviera
ojos y podía reconocer por el timbre de la voz a personas a las cuales no había
oído durante años y además era adivino. Una tarde me preguntó: “¿Tú lees otros
libros?”. Le informé y me dijo que, como ya sabía el reglamentario, llevara
otros para leer. Claro que cargué hasta el salón de clase los libros de cuentos
que me obsequiaban mis parientes o yo compraba con mis propinas y también las
revistas y libros que mi tía Rosa quería prestarme sacándolos de su biblioteca personal.
A veces, Vallejo me preguntaba sobre mis lecturas y, por mi parte, nunca le
conté que me había atrevido con sus versos. Temía que me interrogara si los
había entendido y, en tal caso, tener que confesarle que no del todo, que en
buenas cuentas casi nada o nada. No
consideraba suficiente excusa la posibilidad de explicarle que tía Rosa me
había advertido que yo era muy niño para poder apreciar esos poemas. Así que me
callaba esperando tiempos mejores. Sería grande y podría hablar con el mismo
señor Vallejo de sus versos y de toda clase de versos. Cuando una vez me pidió
que recitara algo, me guardé las esquilas en el fondo de mi pecho y dije uno de
los más simples versos infantiles que sabía. Era uno que comenzaba así:
¿Oyes
el zarzal, María?
Desde
el arbusto florido
En
donde tiene su nido,
Al
cielo su canto envía.
Los jueves
por la tarde, íbamos de paseo a un lugar situado no muy lejos de la ciudad,
donde jugábamos a la pelota y corríamos. A raíz de mi recitación, me llamó a su
lado una de esas tardes y, sentados sobre la grama, me pidió que le recitara
todos los versos que sabía. Así lo hice, teniendo que repetirle varias veces el
que dejo apuntado, y me regaló una naranja. Después se quedó sumido en un gran
silencio. Su expresión plácida de momentos antes había desaparecido. Inmóvil,
con las manos sobre las rodillas, parecía mirare a los chicos que jugaban al
futbol y habían señalado el emplazamiento de los arqueros con montones formados
por sus sacos y gorras. Noté que las incidencias del juego no le interesaban y
que en suma, no estaba viendo nada. Su prolongado silencio llegó a incomodarme. Yo no sabía qué decir ni qué hacer.
Él estaba como ausente y yo esperaba en vano que me permitiera marcharme.
“¿Puedo irme?”, le pregunté. Su silencio y su inmovilidad persistieron. Casi
furtivamente, me escurrí de su lado, corrí a dejar mi saco y mi gorrita en uno
de los montones y me puse a patear la pelota…
En el tiempo
que siguió –creo que ya habíamos pasado del medio año de estudios- nuestro
profesor me trataba con cierta cordialidad. Cuando tropezaba conmigo en su
camino, me daba una amistosa palmadita en el cogote. Pero no podría decir que
entre mí y los otros niños, hacía una diferencia muy especial. Posiblemente
pensaba: “Este es un muchachito al que le gusta leer”, y me daba rienda suelta
en eso. En cambio yo, lenta y
progresivamente, había ido adquiriendo una fe ciega en él. Hay cierta
predisposición al partidarismo en el alma de los jóvenes y los niños y, en
cuanto a Vallejo, yo me había vuelto un definido parcial suyo. No me cabía duda
que ese hombre extraño era un gran artista, aunque a nadie hubiera podido
explicarle bien por qué lo creía. Esta ocasión llegó una tarde, antes de clase.
Uno de mis compañeros manifestó que su padre afirmaba que Vallejo no era nadie,
ni siquiera como poeta. Mi madre me había dicho que honrara y respetara a los
maestros, porque su tarea es muy noble, y le reproché:
-¿Y qué? Es profesor y eso es bueno…
¿Crees que ser profesor es una gran
cosa? Y todavía ser el último profesor
de un colegio, el de primer año… Un
“muertodehambre”
Recién
comencé a darme cuenta del desdén con que se mira a los profesores en el Perú.
El chico que hablaba era miembro de una de las grandes familias de la ciudad, e
hijo de un médico famoso. Estaba muy pagado de todo ello y, para terminar de
apabullar al pobre profesor, dijo:
-Ni siquiera como poeta sirve… mejor
es Chocano. Es lo que dice mi padre, que
sabe lo que habla.
-Es un gran poeta –repliqué
afirmativamente.
-¿Qué sabes tú? ¿Crees que porque te
deja leer libros, puedes hablar?
-Es un gran poeta –insistí
-A ver, dinos por qué es un gran
poeta…
No supe qué
razones aducir. Referirme a la opinión de la tía Rosa no me parecía suficiente.
Hubiera querido decir algo definitivo.
-Dinos ahorita mismo por qué es un
gran poeta –replicó mi oponente.
Yo estaba
perplejo. Como a algunos pugilistas en trance de caer vencidos, me salvó la
campana.
Día a día,
lección a lección, el año de estudios pasó. Llegaron los exámenes y nuestro
profesor nos aprobó a todos, citándonos para la ceremonia de la repartición de
premios, que se realizaría a fines de diciembre.
La fecha
llegó, el gran patio de honor del Colegio Nacional de San juan estaba de gala.
Profusamente alumbrado y con asientos arreglados en forma de galerías, mostraba
al fondo un estrado donde tomaron asiento el redor y los profesores. Casi todos
llevaban vestido de etiqueta. Las familias de los alumnos fueron acomodadas delante
y, nosotros, a los lados y detrás. Los mocosos del primer año fuimos lanzados a
una de las últimas filas. Debido a que Vallejo ocupaba un lugar muy secundario
en el estrado, sólo s ele podía ver la cabeza. Pero ella, grande de melena y
cetrina de tez, resaltaba claramente entre tanta pechera blanca y tanta luz… y
entre tanta cabeza sin carácter
No viene al
caso que detalle la ceremonia. Es sí pertinente, que refiera que no me tocó
ningún premio porque, como éramos varios los que obtuvimos las primeras notas,
los habían sorteado y los favorecidos fueron otros. Casi al terminar el acto,
Vallejo abandonó el estrado y vino hacia nosotros. Viéndonos sin ninguna
cartulina de premio en la mano, recordó lo ocurrido y me dijo: “No te importe
la suerte”. Cambió algunas palabras más con muchos de nosotros, nos preguntó a
varios dónde pasaríamos las vacaciones y luego se marchó. Al poco rato, pudimos
advertir que, en vez de volver al estrado, se había puesto a pasear por los
corredores. En medio de la penumbra que arrojaban las arquerías, veíase apenas
su silueta negra, alargada, casi fantasmal, tras el cocuyo de su cigarrillo.
Cuando el
rector, solemnemente, declaró clausurado el año escolar, César Vallejo se
dirigió a la puerta y salió, confundiéndose entre la muchedumbre formada por
los estudiantes y sus familias. Instantes después lo volví a ver en la calle,
yendo hacia la plaza de la ciudad. Magro, lento, se perdió a lo lejos… Pude
haberle dicho adiós, pues no volvería a verlo más. Cuando las clases se
reabrieron, César Vallejo no dictaba ya el primer año ni ninguno. Al
recordarlo, siempre tuve la impresión de que estaba haciendo un duro camino de
artista y hombre cargado de penas y distancias.
DE MI ÁLBUM
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