sábado, 6 de mayo de 2017

EL ENIGMA DE LOS ESTADOS UNIDOS / César VALLEJO



            Tengo mucho miedo de que los yanquis piensen todo cuanto deben pensar los hombres. Tengo temor por su pensamiento, cuando los imagino cruzando Wall Street a 50 kilómetros por minuto, preocupados de no dejarse coger por las ruedas aleves o de no fatigarse sino lo estrictamente necesario para ganar un match de tenis a 6:4.

            En el curso de una conversación sobre estas cosas, oí un día decir a un escritor francés, nada menos que a mi distinguido amigo, M. Georges Charles: “Los Estados Unidos son un gran pueblo, el de mejor plantaje moral de nuestra época”. Al oír estas palabras, en boca inteligente y de insospechable austeridad mental, me recorrió la epidermis de un miedo tremendo, el miedo de que los yanquis, que parece mandar hoy en el mundo, no fuesen todo lo grandes que creía Georges Charles. ¿Cómo podríamos salir de la duda? Su oro comestible no nos prueba que son grandes en su tragedia de progreso. ¿Acaso el ser rico empequeñece a un pueblo? ¿Acaso la vela fáustica en pos de un filtro mágico e infinito de ciencia aplicada, basta a engrandecer a un pueblo? Si no sólo de pan vive el hombre, tampoco vive sólo de ideal. (Devuélvase a este vocablo su gran sentido estético de juego desinteresado).

            Georges Charles añadía: “Sí. Los Estados Unidos son un gran pueblo. ¿Qué tienen muchos dólares? ¿Qué viven agitados de un dinamismo material y utilitario?…Y bien ¿Por qué se ha dado en excluir del bienestar estomacal el ensueño? ¿Por qué se dado en declarar incompatibles la agitación mental y una vasta gravitación espiritual? No podemos negar pensamiento a un hombre rápido, de la misma manera que nos es imposible conferirlo a la máquina, por mucho que se mueva. Mas la velocidad, si no confiere pensamiento al acero y a lo sumo suscita en una máquina un simulacro de ideología, no podemos negar que ella aumenta y propicia el desarrollo del pensamiento en el hombre. El yanqui ha constatado que a mayor movimiento físico, el hombre piensa más, se adentra más en sí mismo y las ideas amplían su entonación poética, su peso metafísico, su reposo humano, en fin, su universalidad. Ya muchos escritores están acordes en que andando vienen las grandes ideas, y pedagogos meticulosos, en climas tropicales, prescriben el estudio paseado. Además, la riqueza no ha hecho estúpidos y egoístas sino a los que lo son por nacimiento y sin remedio. La historia atestigua que el brillo espiritual de un pueblo corresponde siempre a la holgura económica…

            Súbitamente, a mitad de las palabras de Georges Charles, irrumpió uno de los contertulios, leyendo estas líneas de Ezra Pound: “El progreso, cuando no va armonizado con la cultura, complica y multiplica los menesteres de la vida. Cuando una civilización envejece, no es porque la cultura ha culminado venciendo al progreso, sino porque éste ha culminado venciendo a aquella. El progreso tiende a la complejidad; la cultura tiende a la simplicidad. Una prenda de vestir más y la decadencia empieza. Al griego de Atenas le basta una clámide; al griego de Alejandría le es necesario una clámide y una borla en esa clámide… El norteamericano es el tipo del hombre complicado, pese a su apariencia primitiva. El norteamericano ha multiplicado al infinito su vida, su menú, sus juegos sportivos, su política industrial, sus diversiones, sus trajes.

            En New York hay trajes según las horas del día, según los lugares, según las estaciones, según las personas con quienes se va a estar, según las fluctuaciones de la bolsa, etc. La ley de la división del trabajo y la necesidad de las especializaciones constituyen el espejo de su complicación. En Nueva York no hay el hombre, integral, pleno, entero, sino hombres, mitades de hombre, cuartos, octavos de hombre. Un dentista no piensa y se conduce como cualquier hombre, sino como hombre en cuanto dentista; su espíritu es espíritu odontológico y no espíritu humano.

            Ante tan crudas discrepancias, queda de pie el enigma de los Estados Unidos.


                        El Norte, 29 agosto de 1926.





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