Día a día va decayendo en desgracia la obra literaria de Víctor Hugo. ¿Cuál será la causa? La causa –dicen los que todo lo saben—es que Víctor Hugo debe su gloria, más que al valor intrínsecamente literario de su obra, al valor político de ella. Si Hugo no le hubiera dicho vela verde a Napoleón III, Las Orientales emocionarían menos. Si Hugo no se hubiera acuartelado para la defensa nacional en 1870, La leyenda de los siglos emocionaría menos todavía que Las Orientales. Víctor Hugo poeta debe mucho, todo, a Víctor Hugo diputado. La fama y el ascendiente espiritual de Víctor Hugo provienen, pues, de su gestión democrática, de sus discursos libertarios en la Comedia Francesa, de sus arengas patrióticas en la Cámara, en fin, de su apostolado político. Si Hugo se hubiera encerrado en su cuarto, como Mallarmé, no habría alcanzado el rumbo universal que tuvo, aun haciendo la obra literaria que hizo, es decir, los mismos volúmenes.
Hoy que la sensibilidad política de los hombres ha
evolucionado y que a la doctrina democrática, con todos sus romanticismos, han
sucedido inquietudes sociales más nuevas, por no decir más hondas y esenciales,
tienen que acontecer dos cosas inevitables y lógicas; en primer lugar, la
depreciación final de los valores políticos de Víctor Hugo y luego,
consecuentemente, su depreciación literaria. Sus contemporáneos amasaron la
fama literaria de Hugo, con manos enardecidas por el aplauso al político. No es
que admirasen directamente su obra literaria, sino que la admiraron por venir
de un apóstol de la libertad, de esa desmelenada cabeza de león que de modo
cotidiano y espectacular, predicaba, entre lenguas de fuego, oraciones
apocalípticas. En los conflictos internacionales, en las elecciones, en el
parlamento, en el Concejo Municipal, en las barricadas populares. Hugo sabía
arreglárselas para hacerse ver y aplaudir. El público naturalmente se volvía
loco de entusiasmo al leerlas obras de ese hombre a quien había visto tantas
veces llevar sobre la cabeza, bajo la luz del sol, las treinta torres de Notre
Dame.
Por otro lado la obra de Víctor Hugo, en su esencia, es
la de un ideólogo político y no la de un poeta. Hugo utiliza la literatura
solamente para adoctrinar por la tercera república. Su literatura es didáctica.
De cada verso suyo se puede extraer una moraleja. Concebía una idea o tema
político y lo vestía de literatura. Unas veces se propone “dar al pobre lo
suyo” o “redimir al delincuente” o “libertar al aherrojado”. En todos sus
poemas, novelas y dramas está patente alguna doctrina social, económica o
religiosa. Y esto, por desgracia, todo puede ser menos arte.
Fácil y barata manera de llegar a “gran poeta”, la de
Hugo. Qué le vamos a hacer. Cada cual tiene su rol en este mundo. Pero lo que
no se puede tolerar es que se mistifiquen las cosas. Menester es distinguir al
poeta del político. El poeta es un hombre que opera en campos altísimos,
sintetizantes. Posee también naturaleza política, pero la posee en grado
supremo y no en actitudes de capitulero o de sectario. Las doctrinas políticas
del poeta son nubes, soles, lunas, movimientos vagos y ecuménicos, encrucijadas
insolubles, causas primeras y últimos fines. Y son los otros, los políticos,
quienes han de exponer e interpretar este verbo universal y caótico, pleno de
las más encontradas trayectorias, ante las multitudes. Tal es la diferencia entre
el poeta y el político.
Tagore, Romain Rolland, Barbusse, son antes que poetas
políticos. Su boga acabará al renovarse la sensibilidad política de la época,
como ha sucedido con Hugo.
Mas lo que no acaba nunca son las nubes, los soles, las
causas primeras y los últimos fines, todo aquello que no predica nada en
concreto, es decir, la obra del poeta.
El Norte, 15 agosto de 1926.
DE MI ÁLBUM
BEIJING
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