MARIONETAS. ¿Quién mueve los
hilos que nos mueven? ¿Dónde comienza a tejerse la trama del destino? Esa
semana tocábamos Petrushka, la maravillosa partitura de Stravinsky, quizá la
mejor entre sus obras, la más lograda y completa, y un sinfín de dificultades
entretejidas venían a enredar nuestro trabajo.
Desde el primer ensayo la
ironía del director era molesta. Uno entró alto de afinación y parando la
orquesta comentó, fingiendo extrañeza, que era como si estuviera tocando en
otro tono. Al rato, otro se adelantó al pulso de su batuta y él, deteniéndose a
examinar de cerca la partitura y haciendo ademanes reflexivos, le dijo que no
veía ningún cambio de tempo. En otro momento, alguien en un solo dio una nota
equivocada, y como la solista se disculpara diciendo que la ponía nerviosa su
marcación, él se sentó en el suelo a dirigir sin ser visto por la nerviosa
instrumentista. Creo que sólo él celebraba sus chistes; los demás sólo
intercambiábamos miradas. Él decía que conocía perfectamente la obra, que ya la
había hecho infinidad de veces. “Si, la ha hecho –comentó uno en voz baja- pero
pedazos”.
Petrushka narra la historia
de tres marionetas, Petrushka, la Bailarina y el Moro, que cobran vida y
adquieren sentimientos. Se plantea entre ellos un triángulo amoroso: Petrushka
está enamorado de La Bailarina, pero ella prefiere claramente al Moro. Hay un
cuarto personaje, que no interactúa con ellos, el Mago, que es el dueño del
teatrino y quien da vida a los muñecos. La acción se desarrolla en una feria de
carnaval en una plaza de San Petersburgo. La narración está dividida en cuatro
cuadros y cada cuadro es precedido por el redoble de un tambor, un redoble seco
y duro como el de un juguete mecánico.
En el primer cuadro, el
bullicio de la multitud es retratado con una música dinámica y alegre. A una
orden del Mago los muñecos cobran vida. Hay danzas y risas. Los muñecos bailan,
pero Petrushka, despechado por la Bailarina, agrede loco de celos al Moro. El
Mago interrumpe la función y encierra a los rijosos en sus respectivos cuartos.
En el segundo cuadro se muestra a un melancólico Petrushka que lamenta su
encierro y la crueldad con que es tratado. De pronto llega la Bailarina a
visitarlo. Él demuestra su pasión en forma descontrolada y ella se asusta y
huye. El tercer cuadro abre sobre la habitación del Moro. Él no está inconforme
en su prisión. La Bailarina acude a visitarlo y él trata de halagarla. Bailan
un vals. Pero el vals es interrumpido por la estridencia de una trompeta: es
Petrushka que irrumpe furioso en la escena. El cuadro final nos devuelve a la
feria. En medio de la algarabía aparece Petrushka perseguido por el Moro, que
blande un sable. Tras una breve persecución, el Moro da alcance a Petrushka y
lo mata. Se produce un silencio en la feria y la gente se detiene a mirar.
Llega la policía pero no encuentra ningún crimen: sólo un muñeco de trapo
tirado en el suelo. El Mago recoge su marioneta y la gente prosigue su camino.
Entonces, desde el techo del teatrino, el espectro de Petrushka aparece para burlarse
de los asistentes.
“Petrushka quiere decir
Pedrito”, nos dice el director durante el ensayo, “es un personaje salido de la
comedia del arte napolitana. En francés se llama Pierrot y en italiano,
Polichinela”. Lo “políticamente incorrecto” de este ballet, dice, es que el
malo del cuento es un moro, un musulmán. Es un personaje perverso y disimulado,
un falso amigo.
La partitura es difícil y
encantadora. Las marionetas inspiran a Stravinsky frases irónicas y repetitivas
que caen y se elevan, se agitan un instante, parlotean y se quiebran. Su
versión del arlequín enamorado es triste y cómica a la vez. De la naturaleza
lúdica y mecánica de los personajes surge una música fracturada de armonías
disonantes, como el famoso acorde de Petrushka: la superposición de las triadas
mayores de Do y Fa sostenido, un acorde politonal de cruda rudeza que describe
el alma atormentada del muñeco. La historia del triángulo amoroso culmina en
una tragedia anónima y callejera. Un drama acaso ridículo en un insignificante teatro
de feria, pero que es un símbolo universal del amor desdichado.
En cada ensayo la exigencia
del director iba en aumento. Quería que tocáramos más y más fuerte. Llegó a
pedir que las flautas sonaran por encima de las trompetas. Y hacíamos lo
posible por complacerlo, pero hay un límite físico que no es posible rebasar.
En un momento dado, alguien se negó a tocar su solo. El director miró
alternativamente al músico y a la partitura, sin comprender la razón de su
silencio. El músico aludido reclamó enojado ante la orquesta que había gastado
más de 8 mil dólares en una pieza para ampliar la sonoridad de su instrumento,
pero que era imposible lo que se nos estaba pidiendo, que sus labios estaban
reventados y que ya no era capaz de alcanzar las notas más agudas. “Bueno,
toquen como quieran – dijo- ya no les voy a decir nada”. Y aunque después se
disculpó, dirigió el resto del ensayo con la indiferencia de un autómata. Al
final hubo una reunión bastante ríspida en el camerino del director con algunos
miembros de la orquesta en que se intercambiaron insultos. A uno le pidieron su
renuncia por inepto.
Llegamos agitados a la noche
del concierto. Y haciendo un esfuerzo de concentración (pero más que
concentración es solvencia técnica más experiencia) sacamos adelante el
programa. Hay veces en que, quebrado internamente, la música es lo único que te
sostiene: cuando ella empieza lo demás se olvida.
Petrushka se estrenó en
París en el Teatro del Chatelet. Conocí ese teatro en una gira de la Sinfónica.
Era una gira de más tres semanas por varios de los mayores escenarios europeos
y esa tarde debíamos actuar allí. Tras el ensayo previo al concierto, curioso y
deslumbrado, salí a caminar por los alrededores. Llovía, pero eso no opacaba la
belleza del ambiente, al contrario, parecía resaltar su delicada armonía. Me
pareció que los adoquines de las calles dibujaban amplias sonrisas a los
transeúntes. Era la sonrisa que produce París al verla por primera vez. Una
multitud de paraguas flotantes me envolvía en su alegre agitación y discurría
en dirección al Sena. Y cuando cesó la lluvia, a la altura del Hotel de Ville,
el sol poniente tiñó de rosa el mundo. “La vida en rosa” estallaba ante mis
ojos. El ocaso era un largo y tierno beso extendido sobre plazas y edificios
que parecía querer fundirse con el horizonte. Sentí envidia de las parejas que
se besaban bajo aquel atardecer de ensueño, mientras yo vagaba solitario como
un Petrushka, herido de amor por mi bailarina, mi esposa, que me esperaba al
otro lado del mar. Volaba mi mente en busca de su abrazo. Fue en ese estado de
euforia y de nostalgia que llegué a tocar al mismo teatro donde se estrenó
Petrushka. Llegaba yo cien años y dos guerras mundiales después, pero aun así
me invadió un temor reverencial al pisar el escenario donde bailaran una noche
Karsavina y Nijinsky. “Tengo miedo”, dijo Sara Barnhard al final del estreno
tras ver a Nijinski, “tengo miedo… porque he visto al más grande actor del
mundo”. Y yo también tuve miedo esa noche, conmovido por la ciudad, por el
deslumbrante atardecer y por la enormidad de la Historia que me abrumaba con su
peso.
¿Quién mueve los hilos de la
trama? ¿Qué me condujo hasta los altos escenarios? La música no para y debo
seguir tocando hasta el final. Petrushka concluye en la misma confusa feria en
que comienza. Vuelve, como la vida, como mi vocación, que comienza en noches de
carnaval, y me devuelve al principio, entre coros burlescos vestidos de
arlequín cantando en un tablado de la remota Montevideo. Y siento que al final
de toda esta farsa, cuando el espectro de la marioneta aparece en lo alto del
teatrino, se burla también de nosotros, sus intérpretes, sus semejantes,
hipócritas lectores de su drama, tristes marionetas musicales llevadas por los
hilos invisibles del deseo.
DE MI ÁLBUM
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