PASACANCHA
DE: ORACIONES SIGLO XX
“UN TÍMIDO EN PELIGRO”
Señor: Hoy vengo a pedirte
perdón por todos los miedosos de tu Iglesia, que sienten vocación de
retrógrados y de anacoretas, por temor a que la ciencia o el contacto con el
mundo les sumerjan en un mar de dudas o en absoluto de maldad.
Señor, quisiera que inspiraras a todos estos
cristianos temerosos del progreso, de la técnica, de la civilización, del
apostolado en medios difíciles, con ateos, masas descristianizadas…la ortodoxia
de esta frase de Jean Levie: “La audacia intelectual del creyente es señal de
la confianza que tiene en la verdad de la fe; como el coraje del apóstol es
señal de la firme confianza que tiene en el apoyo de la gracia”.
Enséñanos, Señor, de una vez
para siempre que el Dios de la creación no es distinto del Dios de la
redención, que el Dios de la verdad de la ciencia es el mismo que el Dios de la
verdad de la fe, que el Dios de la revelación divina no tiene nada que temer
del Dios de la investigación humana, por la sencilla razón de que son un único
Dios, Tú.
Enséñanos también, Señor,
que la pusilanimidad ante las tareas del apostolado moderno no tiene nada que
ver con la auténtica prudencia cristiana, que la audacia del celo no es
temeridad suicida sino confianza en Ti y humildad propia, que el riesgo
apostólico por amor a Ti y a los hombres no puede ser causa de condenación sino
de cielo para cuantos se lanzan al mundo desde el trampolín de la seguridad en
tu protección.
Rafael de Andrés.
DOM. XIX DEL TIEMPO
ORDINARIO
“Inmediatamente después de la
multiplicación de los panes, Jesús ordenó a sus discípulos que subieran a la
barca y se adelantaran a la otra orilla, mientras él despachaba a la gente…
De madrugada se les acerca Jesús,
andando sobre el agua. Los discípulos, viéndole andar sobre el agua, se
asustaron y gritaron de miedo. Jesús les dijo en seguida: ‘¡Ánimo, soy yo, no
tengan miedo! Pedro contestó: 'Señor, si eres Tú, manda que yo vaya a ti caminando sobre el agua"… Mateo 14, 22-32
En las páginas del
Evangelio, se ha impregnado la oración de Jesús. El que da de comer y protege a
la comunidad, es el mismo Dios, que acompaña el itinerario del hombre a lo
largo de la historia. Que los temores de la vida, no nos alejen de la fe, sino
todo lo contrario, el Señor nos dé la fuerza y la vitalidad, para no abandonar la barca bajo ninguna circunstancia. Al revés
de su mano, como Pedro, podemos profesar a Jesucristo como nuestro salvador, en
un encuentro personal con Él, pero simultáneamente como experiencia de
comunidad, que le permita al hombre confesar su fe: “Verdaderamente eres Hijo
de Dios”.
La fe, aquel don del Cielo
que ilumina nuestra inteligencia para creer en Dios, presenta diferentes
“tamaños”. Se puede tener una fe muy grande que nos permita mover montañas,
como también una fe muy pequeña que, en ocasiones, desaparece para dar
paso a la duda. Nos ha pasado a todos;
mientras todo va bien, nos sentimos satisfechos de la fe que tenemos; ella es
el motor de nuestro diario vivir; atribuimos todo lo bien que nos va y lo bueno
que nos pasa a Dios, al cual sentimos siempre presente. Pero, ¿no será que más
que confiar en Dios en realidad estamos confiando en nosotros mismos? La prueba
es que cuando las cosas empiezan a ir mal, cuando no salen como lo habíamos
planeado, cuando fracasan nuestros proyectos y se desvanecen nuestras
ilusiones, dudamos que Dios esté siempre con nosotros…y nos hundimos. Lo que
pasa es que no caminamos confiando en el Señor que va a nuestro lado, sino en
nosotros mismos. Nos pasa lo de aquel hombre que subió y subió a una montaña
hasta que se hizo de noche.
Fue bajando entonces, poco a poco, hasta que se
rompió la rama de donde se sujetaba hasta caer en otra más grande a la cual se
aferró con todas sus fuerzas, quedando con los pies colgando. Fue entonces
cuando gritó fuertemente llamando a Dios
para que lo salve. Y Dios le preguntó: ¿Confías en mí”. “Sí”, le respondió el
hombre. “Entonces suéltate de la rama”, dijo Dios. “No, me voy a caer”,
respondió el hombre, temblando.
“Suéltate, te digo, confía
en mí”, volvió a decir Dios. Y el hombre calló. Al día siguiente, encontraron
al hombre muerto, aferrado a la rama… a 15 cms. del piso. Aquel pobre hombre
confió más en lo que él había podido hasta entonces: aferrarse a algo, sentirse
seguro con lo que él pudo conseguir o encontrar mientras caía; y no confió en
Dios, que le pedía dejar de lado esa falsa seguridad que al final lo llevó a la
muerte. Pedro actuó de modos semejante: mientras confió en el poder de Jesús,
pudo caminar sobre el agua (como aquel hombre que pudo subir a lo alto de la
montaña); pero cuando sintió que pisaba agua, dejó de pensar en el poder de Jesús para pensar más bien en
si él era capaz o no de hacer semejante acción en contra de las leyes de la
naturaleza, fue entonces cuando empezó a hundirse. La vida es así, con Jesús
somos capaces de realizar las más grandes hazañas, pero creemos que son obra
solamente nuestra. Y cuando se presentan las peores batallas, nuestra fe se va
al suelo; pensamos que no hay salida, que ya todo acabó, que todo fue una
ilusión. Nos falta fe.
Probablemente las cosas nos
vayan mal, pues hay cosas que escapan a nuestro dominio. ¿Y qué? ¿Vivimos para
ser triunfadores? ¿Es el éxito lo que debe buscar y alcanzar nuestra alma? ¿O es más bien tener el corazón en paz, la
conciencia tranquila, nos vaya “bien” o “mal”? Reflexionemos sobre nuestra
actitud frente a la vida y qué nos une a Cristo, ¿el amor expresado en una fe
inquebrantable? , ¿o una fe que al menor soplo de vientos contrarios nos hunde
en una existencia sin esperanza?
Enrique Carrión-Lima. agosto del 2014.
DE MI ÁLBUM
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