viernes, 11 de agosto de 2017

EL DÍA FESTIVO POR EXCELENCIA

                                                                                          PASACANCHA

DE: ORACIONES SIGLO XX

“UN TÍMIDO EN PELIGRO”

Señor: Hoy vengo a pedirte perdón por todos los miedosos de tu Iglesia, que sienten vocación de retrógrados y de anacoretas, por temor a que la ciencia o el contacto con el mundo les sumerjan en un mar de dudas o en absoluto de maldad.

 Señor, quisiera que inspiraras a todos estos cristianos temerosos del progreso, de la técnica, de la civilización, del apostolado en medios difíciles, con ateos, masas descristianizadas…la ortodoxia de esta frase de Jean Levie: “La audacia intelectual del creyente es señal de la confianza que tiene en la verdad de la fe; como el coraje del apóstol es señal de la firme confianza que tiene en el apoyo de la gracia”.

Enséñanos, Señor, de una vez para siempre que el Dios de la creación no es distinto del Dios de la redención, que el Dios de la verdad de la ciencia es el mismo que el Dios de la verdad de la fe, que el Dios de la revelación divina no tiene nada que temer del Dios de la investigación humana, por la sencilla razón de que son un único Dios, Tú.

Enséñanos también, Señor, que la pusilanimidad ante las tareas del apostolado moderno no tiene nada que ver con la auténtica prudencia cristiana, que la audacia del celo no es temeridad suicida sino confianza en Ti y humildad propia, que el riesgo apostólico por amor a Ti y a los hombres no puede ser causa de condenación sino de cielo para cuantos se lanzan al mundo desde el trampolín de la seguridad en tu protección.

 Rafael de Andrés.


DOM. XIX DEL TIEMPO ORDINARIO


Inmediatamente después de la multiplicación de los panes, Jesús ordenó a sus discípulos que subieran a la barca y se adelantaran a la otra orilla, mientras él despachaba a la gente…

De madrugada se les acerca Jesús, andando sobre el agua. Los discípulos, viéndole andar sobre el agua, se asustaron y gritaron de miedo. Jesús les dijo en seguida: ‘¡Ánimo, soy yo, no tengan miedo! Pedro contestó: 'Señor, si eres Tú, manda que yo vaya a ti caminando sobre el agua" Mateo 14, 22-32


En las páginas del Evangelio, se ha impregnado la oración de Jesús. El que da de comer y protege a la comunidad, es el mismo Dios, que acompaña el itinerario del hombre a lo largo de la historia. Que los temores de la vida, no nos alejen de la fe, sino todo lo contrario, el Señor nos dé la fuerza y la vitalidad, para no abandonar  la barca bajo ninguna circunstancia. Al revés de su mano, como Pedro, podemos profesar a Jesucristo como nuestro salvador, en un encuentro personal con Él, pero simultáneamente como experiencia de comunidad, que le permita al hombre confesar su fe: “Verdaderamente eres Hijo de Dios”.


La fe, aquel don del Cielo que ilumina nuestra inteligencia para creer en Dios, presenta diferentes “tamaños”. Se puede tener una fe muy grande que nos permita mover montañas, como también una fe muy pequeña que, en ocasiones, desaparece para dar paso  a la duda. Nos ha pasado a todos; mientras todo va bien, nos sentimos satisfechos de la fe que tenemos; ella es el motor de nuestro diario vivir; atribuimos todo lo bien que nos va y lo bueno que nos pasa a Dios, al cual sentimos siempre presente. Pero, ¿no será que más que confiar en Dios en realidad estamos confiando en nosotros mismos? La prueba es que cuando las cosas empiezan a ir mal, cuando no salen como lo habíamos planeado, cuando fracasan nuestros proyectos y se desvanecen nuestras ilusiones, dudamos que Dios esté siempre con nosotros…y nos hundimos. Lo que pasa es que no caminamos confiando en el Señor que va a nuestro lado, sino en nosotros mismos. Nos pasa lo de aquel hombre que subió y subió a una montaña hasta que se hizo de noche.

Fue bajando entonces, poco a poco, hasta que se rompió la rama de donde se sujetaba hasta caer en otra más grande a la cual se aferró con todas sus fuerzas, quedando con los pies colgando. Fue entonces cuando gritó fuertemente  llamando a Dios para que lo salve. Y Dios le preguntó: ¿Confías en mí”. “Sí”, le respondió el hombre. “Entonces suéltate de la rama”, dijo Dios. “No, me voy a caer”, respondió el hombre, temblando.

“Suéltate, te digo, confía en mí”, volvió a decir Dios. Y el hombre calló. Al día siguiente, encontraron al hombre muerto, aferrado a la rama… a 15 cms. del piso. Aquel pobre hombre confió más en lo que él había podido hasta entonces: aferrarse a algo, sentirse seguro con lo que él pudo conseguir o encontrar mientras caía; y no confió en Dios, que le pedía dejar de lado esa falsa seguridad que al final lo llevó a la muerte. Pedro actuó de modos semejante: mientras confió en el poder de Jesús, pudo caminar sobre el agua (como aquel hombre que pudo subir a lo alto de la montaña); pero cuando sintió que pisaba agua, dejó de pensar  en el poder de Jesús para pensar más bien en si él era capaz o no de hacer semejante acción en contra de las leyes de la naturaleza, fue entonces cuando empezó a hundirse. La vida es así, con Jesús somos capaces de realizar las más grandes hazañas, pero creemos que son obra solamente nuestra. Y cuando se presentan las peores batallas, nuestra fe se va al suelo; pensamos que no hay salida, que ya todo acabó, que todo fue una ilusión. Nos falta fe.

Probablemente las cosas nos vayan mal, pues hay cosas que escapan a nuestro dominio. ¿Y qué? ¿Vivimos para ser triunfadores? ¿Es el éxito lo que debe buscar y alcanzar nuestra alma?  ¿O es más bien tener el corazón en paz, la conciencia tranquila, nos vaya “bien” o “mal”? Reflexionemos sobre nuestra actitud frente a la vida y qué nos une a Cristo, ¿el amor expresado en una fe inquebrantable? , ¿o una fe que al menor soplo de vientos contrarios nos hunde en una existencia sin esperanza?


 Enrique Carrión-Lima. agosto del 2014.

DE MI ÁLBUM





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