DE: ORACIONES SIGLO XX
“AMOR SUBLIME”
Señor: Ninguna palabra tan
manoseada como “amor”, ninguna palabra tan ambigua como “amor”, ya que bajo los
pliegues de su definición se esconden las realidades más antagónicas: desde la
dedicación purísima del contemplativo hasta la pasión de una hora comprada por
dinero.
Pero hoy, Señor, vengo a
leerte una descripción del amor, obra de una novelista española, que creo te
gustará. Dice así: “El amor es algo más allá de una pequeña pasión o de una
grande, es más. Es lo que traspasa esta pasión, lo que queda en el alma de
bueno, si algo queda, cuando el deseo, el dolor, el ansia han pasado.
El amor se parece a la
armonía del mundo, tan serena. A su inmensa belleza, que se nutre incluso con las muertes y las separaciones y la pena.
El amor es más que esta armonía; es la que lo sostiene. El amor es Dios. Dios,
esa inmensa hoguera de felicidad y bien en la que nos encontramos colmados, a
la que tendemos, a la que tenemos libertad de ir y vamos, si no nos atamos
nosotros mismos piedras al cuello”(Carmen Laforet).
Señor, enséñanos la
definición auténtica del amor, que si es verdadero no puede nunca liberarse de
ser una salida del propio yo para adentrarse en la órbita de los demás.
Repítenos sin cesar que en la madeja más o menos complicada de todo eso que
llamamos amor, siempre debe hallarse algún núcleo de entrega, generosidad,
altruismo, caridad, donación… si queremos llamar a las cosas por su nombre.
Rafael de Andrés.
DOM XX DEL TIEMPO ORDINARIO
“Jesús se retiró a Tiro y a
Sidón.
Entonces una mujer, cananea,
se puso a gritarle: -Ten compasión de mí, Señor, Hijo de David. Mi hija tiene
un demonio muy malo”.
Él no le respondió. Entonces
los discípulos se le acercaron a decirle:
-Atiéndela, que viene detrás
gritando.
Él les contestó:
-Sólo me han enviado a las
ovejas descarriadas de Israel.
Ella los alcanzó y se postró
ante él, y le pidió:
-Señor, socórreme.
-Él le contestó:
-No está bien echar a los
perros el pan de los hijos.
-Pero ella replicó:
-Tienes razón, Señor; pero
también los perros se comen las migajas que caen de la mesa de los amos.
Jesús le respondió:
-Mujer, qué grande es tu fe;
que se cumpla lo que deseas.
En aquel momento curada su
hija”. Mateo 15, 21-28
Una mujer anónima y
extranjera confiesa públicamente su fe en Jesús: “Señor, Hijo de David, ten
compasión de mi”. Ante el silencio de Jesús el relato ofrece la preocupación de
los discípulos porque estaba importunando. Pero la respuesta del Maestro en
ningún momento desmotivó el ruego de la mujer, sino que supo captar el mensaje,
pero además le logró encontrar un camino de solución, pero también los perros
se comen las migas que caen de la mesa de los amos. El Señor al ver la madurez
espiritual de la mujer, atiende su ruego y le ofrece que se cumple para su
hijita, todo lo que la madre ha sabido pedirle a Dios.
Jesús reconoce la fe de
aquella mujer pagana. Al comienzo fingió renuencia para acceder a la petición
de la mujer; lo hizo para probar hasta dónde iba a llegar su fe. Y la mujer
pasó a la historia con su muestra de absoluta confianza en el Señor: no le
pedía mucho; sabía que Jesús con un poquito de su poder sería capaz de liberar
a su hija del demonio. Ella vio a Jesús y descubrió en sus ojos la divinidad.
“Él, sólo Él puede liberar a mi hija del demonio”, se diría. Su fe es fruto del
descubrimiento de Jesucristo, de saber que Él es el que los judíos esperaban
para la salvación de Israel; y no sólo de Israel; pudo ver en sus ojos la
mirada de Dios, a un Dios que ama no sólo a Israel sino a todo hombre que ha
recibido del Padre el aliento de vida. El amor de Cristo es universal, es para
todos los hombres. Lo supo ella con sólo mirar a Jesús. Y confió en Él.
¿Y nosotros, qué? Decimos
que creemos en Cristo; pero, ¿realmente
confiamos en su poder para concedernos lo que con verdadera necesidad le
pedimos? Si el Señor “demora” en
atendernos, si vemos que “no nos hace mucho caso” (como a la mujer de Fenicia),
muchas veces damos media vuelta y nos vamos desalentados a enfrentar lo que
excede nuestras fuerzas, a ver cómo salen las cosas. Y luego nos sorprendemos
de ver que el Señor sí nos había escuchado, pero esperó a ver hasta dónde iba
nuestra perseverancia en la oración, nuestra confianza en Él. Nuestra fe es
chiquita, por eso nuestra vida es también chiquita. Si confiáramos más en el
Señor seríamos capaces de hacer cosas grandes.
Cuentan que un pueblo, ante
la terrible sequía que estaba pasando, decidió ir a la montaña a orar a Dios
para que enviara la lluvia. Todo el pueblo acudió para implorar al Altísimo,
pero curiosamente, sólo una niña llevó paraguas.
Así nos pasa; decimos que
tenemos fe, pero nuestro actuar muestra lo contrario. “¡Niña, qué grande es tu
fe!”, le diría Jesús, como se lo dijo a la mujer pagana. Y ahora nosotros, ¿qué
tan grande es nuestra fe en el Señor? ¿Lo será como la fe de aquella mujer del
evangelio, o como la de aquella pequeña niña de la historia? Dios quiera que
sí.
Enrique Carrión-Lima, 2014
DE MI ÁLBUM
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