viernes, 18 de agosto de 2017

EL DÍA FESTIVO POR EXCELENCIA

                              
                        

DE: ORACIONES SIGLO XX

“AMOR SUBLIME”

Señor: Ninguna palabra tan manoseada como “amor”, ninguna palabra tan ambigua como “amor”, ya que bajo los pliegues de su definición se esconden las realidades más antagónicas: desde la dedicación purísima del contemplativo hasta la pasión de una hora comprada por dinero.

Pero hoy, Señor, vengo a leerte una descripción del amor, obra de una novelista española, que creo te gustará. Dice así: “El amor es algo más allá de una pequeña pasión o de una grande, es más. Es lo que traspasa esta pasión, lo que queda en el alma de bueno, si algo queda, cuando el deseo, el dolor, el ansia han pasado.

El amor se parece a la armonía del mundo, tan serena. A su inmensa belleza, que se nutre incluso  con las muertes y las separaciones y la pena. El amor es más que esta armonía; es la que lo sostiene. El amor es Dios. Dios, esa inmensa hoguera de felicidad y bien en la que nos encontramos colmados, a la que tendemos, a la que tenemos libertad de ir y vamos, si no nos atamos nosotros mismos piedras al cuello”(Carmen Laforet).

Señor, enséñanos la definición auténtica del amor, que si es verdadero no puede nunca liberarse de ser una salida del propio yo para adentrarse en la órbita de los demás.

Repítenos sin cesar que en la madeja más o menos complicada de todo eso que llamamos amor, siempre debe hallarse algún núcleo de entrega, generosidad, altruismo, caridad, donación… si queremos llamar a las cosas por su nombre.

            Rafael de Andrés.



DOM XX DEL TIEMPO ORDINARIO


“Jesús se retiró a Tiro y a Sidón.

Entonces una mujer, cananea, se puso a gritarle: -Ten compasión de mí, Señor, Hijo de David. Mi hija tiene un demonio muy malo”.

Él no le respondió. Entonces los discípulos se le acercaron a decirle:
-Atiéndela, que viene detrás gritando.

Él les contestó:
-Sólo me han enviado a las ovejas descarriadas de Israel.

Ella los alcanzó y se postró ante él, y le pidió:
-Señor, socórreme.

-Él le contestó:
-No está bien echar a los perros el pan de los hijos.

-Pero ella replicó:
-Tienes razón, Señor; pero también los perros se comen las migajas que caen de la mesa de los amos.

Jesús le respondió:
-Mujer, qué grande es tu fe; que se cumpla lo que deseas.

En aquel momento curada su hija”. Mateo 15, 21-28


Una mujer anónima y extranjera confiesa públicamente su fe en Jesús: “Señor, Hijo de David, ten compasión de mi”. Ante el silencio de Jesús el relato ofrece la preocupación de los discípulos porque estaba importunando. Pero la respuesta del Maestro en ningún momento desmotivó el ruego de la mujer, sino que supo captar el mensaje, pero además le logró encontrar un camino de solución, pero también los perros se comen las migas que caen de la mesa de los amos. El Señor al ver la madurez espiritual de la mujer, atiende su ruego y le ofrece que se cumple para su hijita, todo lo que la madre ha sabido pedirle a Dios.

Jesús reconoce la fe de aquella mujer pagana. Al comienzo fingió renuencia para acceder a la petición de la mujer; lo hizo para probar hasta dónde iba a llegar su fe. Y la mujer pasó a la historia con su muestra de absoluta confianza en el Señor: no le pedía mucho; sabía que Jesús con un poquito de su poder sería capaz de liberar a su hija del demonio. Ella vio a Jesús y descubrió en sus ojos la divinidad. “Él, sólo Él puede liberar a mi hija del demonio”, se diría. Su fe es fruto del descubrimiento de Jesucristo, de saber que Él es el que los judíos esperaban para la salvación de Israel; y no sólo de Israel; pudo ver en sus ojos la mirada de Dios, a un Dios que ama no sólo a Israel sino a todo hombre que ha recibido del Padre el aliento de vida. El amor de Cristo es universal, es para todos los hombres. Lo supo ella con sólo mirar a Jesús. Y confió en Él.

¿Y nosotros, qué? Decimos que creemos en Cristo; pero, ¿realmente  confiamos en su poder para concedernos lo que con verdadera necesidad le pedimos?  Si el Señor “demora” en atendernos, si vemos que “no nos hace mucho caso” (como a la mujer de Fenicia), muchas veces damos media vuelta y nos vamos desalentados a enfrentar lo que excede nuestras fuerzas, a ver cómo salen las cosas. Y luego nos sorprendemos de ver que el Señor sí nos había escuchado, pero esperó a ver hasta dónde iba nuestra perseverancia en la oración, nuestra confianza en Él. Nuestra fe es chiquita, por eso nuestra vida es también chiquita. Si confiáramos más en el Señor seríamos capaces de hacer cosas grandes.

Cuentan que un pueblo, ante la terrible sequía que estaba pasando, decidió ir a la montaña a orar a Dios para que enviara la lluvia. Todo el pueblo acudió para implorar al Altísimo, pero curiosamente, sólo una niña llevó paraguas.

Así nos pasa; decimos que tenemos fe, pero nuestro actuar muestra lo contrario. “¡Niña, qué grande es tu fe!”, le diría Jesús, como se lo dijo a la mujer pagana. Y ahora nosotros, ¿qué tan grande es nuestra fe en el Señor? ¿Lo será como la fe de aquella mujer del evangelio, o como la de aquella pequeña niña de la historia? Dios quiera que sí.

Enrique Carrión-Lima, 2014

DE MI ÁLBUM





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