miércoles, 16 de agosto de 2017

LA DESHUMANIZACIÓN DEL HUMANISMO / Juan ZEGARRA RUSSO

 

         Es pertinente la inclusión que hace la revista “Time”, en la sección que dedica a temas religiosos, de una nota sobre la Unión Internacional Humanistas y Ética, recientemente congregada en Oslo. Se trata, en verdad, de una nueva secta religiosa con la particularidad de estar formada por “consagrados ateos e interrogantes agnósticos”. En contradicción con los hechos, según se ha deber, pero conforme en cualquier caso con la opinión que estos fieles sin fe ostensible tienen de sí mismos, “Time” define al humanista de hoy como ”un creyente en una no-religión ética en la que el hombre es el Ser Supremo”, y que desdeña la oración como “una conversación telefónica con nadie al otro extremo del hilo”.

            Sería posible tejer más y hasta mejores frases de sarcasmo en el afán de zaherir al hombre que ora y que se siente en relación con Dios. Se podría por otra parte, remitir a los ingeniosos intelectuales humanistas si son de veras ingeniosos, a cualquiera de los chispeantes libros polémicos de Chesterton; o si de veras son intelectuales a alguna de las hondas obras de Guardini; o si son humanistas de verdad, a la luz que arroja el libro del Abad Brémond sobre el misterioso fondo de plegaria que hay en toda genuina poesía. Pero quizá fuera mejor pedirles un autoexamen un poco intelectual, algo ingenioso y, sobre todo, muy humano.

            Mucho más risible que la supuesta conversación telefónica con nadie (inventada, dicho sea de paso, por un sordo voluntario, que como dijo Cristo es la peor clase de sordo) es la paradoja del humanismo deshumanizado, o inhumano a secas, de quienes dicen creer en una no-religión ética y resultan practicando una religión no-ética. Aunque es grande el respeto intelectual que suscita, por ejemplo, la obra científica de un biólogo como Julián Huxley, es harto difícil, por decir lo menos, respetar su fanatismo anticristiano y su sectaria apología de medidas “eugenésicas” como el aborto, el control de la natalidad y la inseminación artificial a discreción.

El “humanismo” de Huxley, una de las eminencias del congreso de Oslo, alcanza en efecto para exaltar al hombre como Ser Supremo y al mismo tiempo para recomendarle, y si fuera posible quizá para imponerle, la perpetuación de su especie según las normas modernas del corral. Del porvenir de los seres supremos fabricados en serie en el laboratorio, criados en serie en incubadoras, y “educados” en serie por adiestramiento (y amaestradura), ha tratado con más visión que nadie el hermano de Julián, Aldous Huxley, en “Un Mundo Feliz”. Proyectada al pasado, la teoría del biólogo es la justificación de la Roca Tarpeya y un principio de tolerancia (tal vez ética) frente a las hazañas genocidas de algunos exterminadores entusiastas.

No son más ni menos condenables que las ideas mismas de “eugenesia” y “eutanasia”, en el sentido “humanista” que se da hoy a esas palabras, las opiniones de los cazadores de cabezas sobre los miembros de otras tribus, de Herodes sobre los inocentes, de los cátaros sobre el matrimonio, de Jack el Destripador sobre las noctámbulas de Londres, de Stalin sobre los kulaks y de Hitler sobre los arios y judíos. Si la señora Finkbine, cuya decisión de abortar acaba de dar quehacer  a las agencias de noticias, hubiera podido viajar en el tiempo y no sólo en el espacio, habría sin duda encontrado más cómodo y menos peligroso (para ella claro está) el infanticidio posterior al alumbramiento que usaba la antigüedad pagana, en vez del infanticidio previo, a ciegas, que emplea el moderno paganismo.

Y aquí aparece la clave de toda la cuestión: el “humanismo” de hoy no es, en el fondo, sino la vuelta a la idolatría, con sólo reemplazar las intuiciones simbólicas del mito por las abstracciones razonadas pero provisionales de la ciencia y hasta de la falsa ciencia. Hay mucho de patético en la trayectoria espiritual de quienes empiezan por burlarse de la Revelación divina en el Antiguo y Nuevo Testamentos y terminan por creer a pie juntillas en el Génesis según Darwin, en el Decálogo de Freud, en el Eclesiastés de Sartre, en el Evangelio de Marx o en el Apocalipsis según Malthus.

El primer humanismo que reclamó  ese nombre, y que hoy reconocemos mejor como Renacimiento, se contentó con reclamar las licencias artísticas y filosóficas del mundo clásico; el humanismo de hoy quiere expresamente además las licencias que resultan de suprimir de la antropología el elemento más específicamente humano: la religación, la conciencia de una filiación personal respecto a Dios. Esta orfandad metafísica tiene que buscar pobre remedio en la sustitución de Dios por una pluralidad obligatoria de dioses-padrastros y así, en el Panteón que han reconstruido, caben todos los ídolos hechos a imagen y semejanza de la barbarie de los especialistas.


Para los humanistas, en efecto,  especialistas ellos mismos, y a menudo eminentes, “el concepto de Dios es una mezcolanza de todos los misterios de la vida en un paquete, tal como un hombre con deudas ante muchas tiendas podría consolidarlas con un préstamo bancario para deber únicamente al banco. Los humanistas rechazan ambas consolidaciones como engañosas igualmente”. Así los vemos circular desde el templo del dios Átomo (acaso amenazado ya por una descendencia juvenil de semidioses Electrones, Protones y Neutrinos), por la capilla del dios Ácido Nucleico (con su doble corte olímpica de Cromosomas buenos y de Virus malos), y hacia los pedestales de las diosas Razón, Técnica y Estética y de los dioses Placer-Lucro, Plan y Poder. Y no es, por eso, extraño que no quieran oír cuando el Gran Interlocutor es Quien los llama, desde el otro extremo del hilo.

DE MI ÁLBUM

(Jordanien)





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