Es pertinente la inclusión que hace la revista “Time”, en
la sección que dedica a temas religiosos, de una nota sobre la Unión
Internacional Humanistas y Ética, recientemente congregada en Oslo. Se trata,
en verdad, de una nueva secta religiosa con la particularidad de estar formada
por “consagrados ateos e interrogantes agnósticos”. En contradicción con los
hechos, según se ha deber, pero conforme en cualquier caso con la opinión que
estos fieles sin fe ostensible tienen de sí mismos, “Time” define al humanista
de hoy como ”un creyente en una no-religión ética en la que el hombre es el Ser
Supremo”, y que desdeña la oración como “una conversación telefónica con nadie
al otro extremo del hilo”.
Sería posible tejer más y hasta mejores frases de
sarcasmo en el afán de zaherir al hombre que ora y que se siente en relación
con Dios. Se podría por otra parte, remitir a los ingeniosos intelectuales
humanistas si son de veras ingeniosos, a cualquiera de los chispeantes libros
polémicos de Chesterton; o si de veras son intelectuales a alguna de las hondas
obras de Guardini; o si son humanistas de verdad, a la luz que arroja el libro
del Abad Brémond sobre el misterioso fondo de plegaria que hay en toda genuina
poesía. Pero quizá fuera mejor pedirles un autoexamen un poco intelectual, algo
ingenioso y, sobre todo, muy humano.
Mucho más risible que la supuesta conversación telefónica
con nadie (inventada, dicho sea de paso, por un sordo voluntario, que como dijo
Cristo es la peor clase de sordo) es la paradoja del humanismo deshumanizado, o
inhumano a secas, de quienes dicen creer en una no-religión ética y resultan
practicando una religión no-ética. Aunque es grande el respeto intelectual que
suscita, por ejemplo, la obra científica de un biólogo como Julián Huxley, es
harto difícil, por decir lo menos, respetar su fanatismo anticristiano y su
sectaria apología de medidas “eugenésicas” como el aborto, el control de la
natalidad y la inseminación artificial a discreción.
El
“humanismo” de Huxley, una de las eminencias del congreso de Oslo, alcanza en
efecto para exaltar al hombre como Ser Supremo y al mismo tiempo para
recomendarle, y si fuera posible quizá para imponerle, la perpetuación de su
especie según las normas modernas del corral. Del porvenir de los seres supremos
fabricados en serie en el laboratorio, criados en serie en incubadoras, y
“educados” en serie por adiestramiento (y amaestradura), ha tratado con más
visión que nadie el hermano de Julián, Aldous Huxley, en “Un Mundo Feliz”.
Proyectada al pasado, la teoría del biólogo es la justificación de la Roca
Tarpeya y un principio de tolerancia (tal vez ética) frente a las hazañas
genocidas de algunos exterminadores entusiastas.
No son más ni menos condenables que las ideas mismas de
“eugenesia” y “eutanasia”, en el sentido “humanista” que se da hoy a esas
palabras, las opiniones de los cazadores de cabezas sobre los miembros de otras
tribus, de Herodes sobre los inocentes, de los cátaros sobre el matrimonio, de
Jack el Destripador sobre las noctámbulas de Londres, de Stalin sobre los
kulaks y de Hitler sobre los arios y judíos. Si la señora Finkbine, cuya
decisión de abortar acaba de dar quehacer
a las agencias de noticias, hubiera podido viajar en el tiempo y no sólo
en el espacio, habría sin duda encontrado más cómodo y menos peligroso (para
ella claro está) el infanticidio posterior al alumbramiento que usaba la
antigüedad pagana, en vez del infanticidio previo, a ciegas, que emplea el
moderno paganismo.
Y aquí aparece la clave de toda la cuestión: el
“humanismo” de hoy no es, en el fondo, sino la vuelta a la idolatría, con sólo
reemplazar las intuiciones simbólicas del mito por las abstracciones razonadas
pero provisionales de la ciencia y hasta de la falsa ciencia. Hay mucho de
patético en la trayectoria espiritual de quienes empiezan por burlarse de la
Revelación divina en el Antiguo y Nuevo Testamentos y terminan por creer a pie
juntillas en el Génesis según Darwin, en el Decálogo de Freud, en el
Eclesiastés de Sartre, en el Evangelio de Marx o en el Apocalipsis según
Malthus.
El primer humanismo que reclamó ese nombre, y que hoy reconocemos mejor como
Renacimiento, se contentó con reclamar las licencias artísticas y filosóficas
del mundo clásico; el humanismo de hoy quiere expresamente además las licencias
que resultan de suprimir de la antropología el elemento más específicamente humano:
la religación, la conciencia de una filiación personal respecto a Dios. Esta
orfandad metafísica tiene que buscar pobre remedio en la sustitución de Dios
por una pluralidad obligatoria de dioses-padrastros y así, en el Panteón que
han reconstruido, caben todos los ídolos hechos a imagen y semejanza de la
barbarie de los especialistas.
Para los humanistas, en efecto, especialistas ellos mismos, y a menudo
eminentes, “el concepto de Dios es una mezcolanza de todos los misterios de la
vida en un paquete, tal como un hombre con deudas ante muchas tiendas podría
consolidarlas con un préstamo bancario para deber únicamente al banco. Los
humanistas rechazan ambas consolidaciones como engañosas igualmente”. Así los
vemos circular desde el templo del dios Átomo (acaso amenazado ya por una
descendencia juvenil de semidioses Electrones, Protones y Neutrinos), por la
capilla del dios Ácido Nucleico (con su doble corte olímpica de Cromosomas
buenos y de Virus malos), y hacia los pedestales de las diosas Razón, Técnica y
Estética y de los dioses Placer-Lucro, Plan y Poder. Y no es, por eso, extraño
que no quieran oír cuando el Gran Interlocutor es Quien los llama, desde el
otro extremo del hilo.
DE MI ÁLBUM
(Jordanien)
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