A más de
cuatro siglos de su muerte, se teje otra leyenda en torno de este genio de
inaudita universalidad.
LOS NOMBRES famosos se prestan a la
revaloración. Leonardo de Vinci es conocido desde hace mucho tiempo como uno de
los grandes pintores del renacimiento italiano: como el hombre que dio al mundo
obras maestras de la calidad de La última
cena y la Mona Lisa. Pero ahora hay
razones para preguntarnos si esos cuadros inmortales fueron sólo el fruto menor
de un intelecto que operaba primordialmente en el dominio de las ciencias.
Dos
acontecimientos recientes arrojaron nueva luz sobre la personalidad de Leonardo
: la restauración del “Códice Atlántico”, de Milán, monumental mezcolanza de
anotaciones y dibujos del artista, y el descubrimiento de un manuscrito en dos
tomos en un olvidado rincón de la Biblioteca Nacional
de España. Ahora que este material ha visto la luz pública, Leonardo se ha
convertido en el héroe del momento : un gigante cuya frase más significante,
cuyo más sencillo trazo, es objeto de curiosidad y escrutinio de los eruditos.
¿Fue
en realidad el inventor del helicóptero? ¿Le debemos el automóvil? ¿Sentó los
principios de la física y la mecánica modernas? Después de tamizar las pruebas
y de hablar con sabios leonardistas, debo reconocer mi confusión rayana en el
vértigo. Sin embargo, de todo ese maremagnum de papeles surge una verdad
incontrovertible : Leonardo de Vinci fue el ejemplo admirable de eso que
llamamos “genio universal”,
Anotador compulsivo. Nació en 1452, en
una pequeña granja de las afueras del pueblo de Vinci, cerca fe Florencia; era
hijo natural de una muchacha campesina y un notario, quien no tardó en
reconocerlo. Al ver que el niño tenía facilidad para el dibujo, su padre le envió
como aprendiz al taller de Andrea del Verrocchio, escultor y pintor florentino.
Durante años de disciplina Leonardo dominó las técnicas de la pintura, el
fundido de figuras de bronce y la arquitectura.
A
los 30 años de edad ingresó en la brillante corte de Ludovico Sforza, duque de
Milán, uno de los grandes potentados de Europa. Contratado ante todo como
ingeniero Leonardo proyectó varias fortificaciones, dirigió programas de riego,
presentó un audaz plan para convertir a Milán, plagada de barrios miserables,
en una ciudad modelo, y pintó La última
cena. Pero también tenía talento para improvisar canciones acompañándose
con una lira que él mismo fabricó. Conversador de agudísimo ingenio, poseía el
don de hacer reír a la gente. Tales dotes, aunadas aun talle esbelto y a un
rostro hermoso, así como a la elegancia en el vestir, lo convirtieron en el
astro refulgente de la cultivada y refinada corte milanesa.
Leonardo sentía la necesidad imperiosa de escribirlo y dibujarlo todo.
Solía seguir a personas cuyo extraño aspecto le intrigaba, para plasmar su
rostro en rápidos bosquejos.
Sus proyectos de obras arquitectónicas y de
ingeniería, sus estudios de perspectiva, botánica y anatomía ; todo constaba en
cuadernos o en cuanto pedazo de papel tuviera a mano. Estos testimonios se
multiplicaron en el curso de una carrera que lo llevó otra vez a Florencia, a
la corte papal de Roma y, por último, a Francia, donde el artista, de cejas
espesas y barba nevada, murió rodeado de sus fieles y admiradores discípulos el
2 de mayo de 1519, cuando había cumplido ya la edad de 67 años.
Legado disperso. En su testamento
Leonardo legó sus papeles a Francesco Melzi, uno de los discípulos, quien los
llevó consigo a Italia. Alli, Melzi examinó las notas y, entresacando algunos
pasajes, compiló el Tratado de pintura,
que después se publicó con el nombre del maestro. En cuanto al resto de tal
herencia, Melzi no hizo nada. Su hijo y heredero amontonó todos aquellos
papeles en una buhardilla, y allí se olvidó de ellos. Ni siquiera se molestó en
recuperar 13 manuscritos que había prestado y le ofrecieron devolver.
No
obstante, la existencia de los preciosos documentos llegó a otros oídos, y
Pompeo Leoni, escultor italiano que trabajaba en Madrid, los adquirió casi
todos. Convencido de que su valor
comercial aumentaría si los presentaba en forma de libro, pegó varios cientos
de hojas, formando con ellas un álbum del tamaño de un atlas : de ahí su nombre
de “atlántico”. Este “códice” (colección de manuscritos) lo compró un noble italiano
que, en 1636, lo donó a la
Biblioteca de Milán.
En el
trascurso de los siglos siguientes los eruditos que acudían a consultar el
Códice Atlántico tropezaban con el descuido de su manufactura, pues Leoni pegó
hasta dos o tres hojas unas con otras, para tapar lo que él no consideraba importante. Entre
quienes abogaban por la restauración del volumen estaba monseñor Giovanni
Battista Montini, entonces arzobispo de Milán, hoy Paulo VI. Por fin el
gobierno italiano decidió patrocinar la empresa, la cual, en vista del
inestimable valor de las notas, se proponían llevar a cabo con el mayor sigilo.
Y
entonces entró en escena el padre Josafat Kurelo, monje basilio. Este amable
personaje de larga barba, nacido en Rusia, estudió petroquímica y es mundialmente
reconocido como autoridad en restauración de
libros. En su monasterio, que está situado en las colinas aledañas a Roma, el
padre me llevó a visitar su laboratorio. “Hallamos unos 80 originales
desconocidos hasta entonces. Se limpió cada hoja con procedimientos químicos y
después se reforzó. En cuanto al secreto de la operación, por las noches solía
yo poner recipientes con gases venenosos detrás de cada puerta y letreros con
la advertencia : ¡Gas! Aquí jamás
hemos tenido problemas de seguridad”.
Hoy
el inapreciable Códice dividido en 12
gigantescos volúmenes, ha vuelto a la Ambrosiana.
Giunti-Barbera , casa editorial florentina, está preparando
una edición facsimilar, de 998 ejemplares, encuadernados en piel, que podrán
adquirir las bibliotecas y los coleccionistas al precio de 10.000 dólares.
¿Qué
ha sucedido al resto de los papeles de Leonardo? Una colección de dibujos suyos
fue comprada antes de 1630 a
los descendientes de Leoni por el conde de Arundel y regalada a la familia real
de Inglaterra. Estos seiscientos y tantos dibujos se encuentran a buen recaudo
en el castillo de Windsor. Los eruditos vieron por primera vez los papeles de
Leonardo cuando Napoleón invadió a Italia en 1796 y envió a París el Códice
Atlántico y doce cuadernos de notas, como parte de su botín de obras de arte.
(El Códice fue devuelto ; los cuadernos robados están en el Instituto de
Francia). Otros cuadernos, así como varias hojas sueltas, andan ahora
diseminadas por toda la cristiandad. Algunos leonardistas consideran que han
desaparecido casi tres cuartas partes del tesoro.
En
los años recientes fue creciendo la sospecha de que en España andaba oculta una
parte importante, puesto que allí murió Leoni en 1608. Se sabía que en el
Palacio Real de Madrid hubo alguna vez dos volúmenes, cuya pista se perdió
cuando la biblioteca del palacio se incorporó a la Biblioteca Nacional
de Madrid. Luego, en 1965, ante la presión de los eruditos que exigían una
investigación, los bibliotecarios emprendieron la caza de papeles. Y allí los
hallaron : dos libros de tamaño corriente, encuadernados en cuero rojo, mal
catalogados (“Aa 119”
y “Aa 120” ,
en vez Aa 19 y “Aa 20” ),
lo que dio pie a que se les colocara fuera de sitio, ¡en 1830! Estos volúmenes,
conocidos ahora como el Códice Matritense, añaden cerca de 700 páginas a las
seis mil y tantas de notas y dibujos de Leonardo de que se tiene noticia.
Tanques y seda. Los 19 volúmenes cuyo
paradero conocemos ahora con certeza nos permiten internarnos con rara
precisión en el pensamiento del artista y en sus virtudes. Por ejemplo, aunque
calificaba la guerra de “lo más bestial”, pasó buena parte de su vida como
ingeniero militar, primero al servicio del duque Ludovico, y más tarde al de
César Borgia, quien conquistó una gran región del centro de Italia. Para las
campañas guerreras, Leonardo ideó (al menos en el papel) algunos terribles
artefactos de guerra, como son un “tanque” propulsado por soldados de
infantería que avanzaban dentro de un escudo metálico ; un carro con hojas de
acero revolventes sujetas a sus ejes, y mosquetes de varios cañones, de tiro
rápido. Con brillantes concepciones, se anticipó al submarino y al proyectil
balístico de dos etapas, que, por cierto, él describió con el título de “dardo
lanzador de flechas”.
Sin
embargo, la mayoría de las máquinas (más 800), dibujadas con tanto detalle para
ilustrar sus notas, son de usos pacíficos. Su propósito es hacer la vida más
fácil. Al estudiarlas, casi nos parece escuchar el ruido de cadenas, engranajes
y poleas. Hay máquinas para afilar agujas, para cortar barras de hierro, para
medir la humedad del aire para hilar la seda, para picar la carne. Un artefacto
que hace pasar el aire por agua para enfriarlo podría ser el primer
acondicionador de aire que se ideó. Grúas, relojes, reflectores… Leonardo pensó
en todo.
Lo
que impidió a Leonardo llevar a la práctica la mayoría de sus invenciones
mecánicas fue la carencia de fuerza motriz. Las fuentes de propulsión que se
conocían en su tiempo eran el músculo, el viento, el agua, la gravedad. Cierto
que inventó un coche sin caballos (¡el primer automóvil!) movido por un
ensamble de arcos doblados. Pero ¿quién se hubiera ocupado de dar cuerda a la
máquina a cada metro de recorrido? Como no contaba con el motor de combustión
interna, ni con la máquina de vapor ni con electricidad, Leonardo no pudo ir
más allá con sus proyectos.
A
diferencia de sus atildados contemporáneos, a Leonardo no le importaba
ensuciarse las manos para llegar al meollo de sus investigaciones. Sabía muy
bien lo que significaba “pasar las noches en compañía de cadáveres desollados y
destrozados, que dan horror”. “He disecado más de 30 cadáveres”, escribe en sus
notas. Se había entregado al estudio de la anatomía (y antes al de la óptica y
la perspectiva) para mejorar su pintura. En su opinión, las figuras humanas no
debían pintarse como si fueran “sacos de nueces”. Al profundizar en sus
estudios le interesó el funcionamiento de los órganos y el misterio de la vida.
¿Qué daba vista al ojo? ¿Por qué concebía el vientre? Sus dibujos del corazón y
de fetos son verdaderos hitos en la historia de la investigación médica.
El toque humano.
Los bosquejos de pájaros y de las articulaciones de sus alas aparecen aquí y
allá en todos los cuadernos de Leonardo. Todo un volumen, conservado
actualmente en Turín, lleva el título de El
vuelo de las aves. Tan apegados a la realidad son sus bocetos de aves en
vuelo que sus tratadistas han comparado su vista a la de una cámara fotográfica
de gran velocidad. ¡Y por qué no ha de volar el hombre, se preguntaba Leonardo,
si las aves y los murciélagos son capaces de hacerlo?
Creyendo que bastaba la fuerza muscular para trasportar a los seres
humanos por los aires, diseñó artefactos volantes destinados a ser manejados
por un piloto, echado boca abajo, sentado en cuclillas o de pie, que emplearía
los brazos y las piernas para “remar”. Dibujó una hélice en forma de tornillo
que es una notable anticipación del helicóptero, aunque carece de la necesaria
fuerza ascendente. En cambio su paracaídas piramidal, del que cuelga el hombre
con los brazos, podría funcionar. Los ingenieros aeronáuticos no vacilan en
reconocer a Leonardo como el primer hombre que estudió el vuelo desde el punto
de vista científico, y nada más lógico que haber dado su nombre al aeropuerto
internacional de Roma.
¿Cómo
valorar esta ingente producción de ideas? Que los artefactos e invenciones de
Leonardo hayan o no hayan tenido repercusión en el progreso material, carece de
importancia. Lo que nos pasma es el intelecto que los concibió : un intelecto
aguijoneado por la curiosidad insaciable, que es fuente de toda ciencia
verdadera.
Pero
Leonardo fue, ante todo, un artista. Y aunque sus trabajos científicos
permanecieron soterrados durante 300 años, su arte ennobleció y enriqueció al
mundo. Hoy lejos de eclipsar la ya familiar gloria de sus cuadros, los
cuadernos la refuerzan con un toque humano. Su refulgente brillo, su atractivo,
su interés abrumador, están precisamente en que proceden de la misma mano que
pintó la Mona Lisa.