Con
extraordinario entusiasmo y erudición, este sacerdote francés (Guerin de Vaux) desenterró nuevos conocimientos que iluminaron
la historia de Tierra Santa.
AQUEL
HOMBRE barbado, de anteojos, tocado con una oscura gorra vasca, vestido con
arrugada ropa de color caqui, trabajaba, armado de pico y pala, en la cima de
una montaña en Tierra Santa. Nadie habría creído que fuese capaz de
revolucionar el saber con sus opiniones acerca de la historia bíblica, y menos
aún (al verlo acuclillado junto a unos trabajadores árabes analfabetos y
comiendo a su lado) hubiéramos dicho que estaba Acostumbrado a llevar la voz
cantante en reuniones de decanos y letrados de las más importantes universidades
del mundo.
Pero la sencillez, en maridaje con el genio,
constituyó siempre el sello distintivo del padre Roland Guerin de Vaux, quien durante casi 40 años fue profesor e
investigador en la Escuela
de Estudios Bíblicos de los dominicos, en Jerusalén. Desde hace varias
generaciones la prestigiosa Escuela Francesa de Estudios Bíblicos y
Arqueológicos ha ocupado un sitio de primerísima importancia en las
investigaciones sobre Tierra Santa, y el padre de Vaux, que fue su director a
lo largo de dos decenios, supo estar a la altura de tal excelencia. Fue a la
vez brillante arqueólogo y distinguido catedrático de historia bíblica, del
Antiguo Testamento, de lengua asirio-babilónica y de arqueología.
No era, sin embargo, un pedagogo solemne.
Para subrayar en especial algún episodio histórico, animaba sus clases con
vivos ademanes y gritos aterradores.. Al describir el suceso del monte Sinaí, cuando Moisés pactó la
alianza con Dios, de Vaux trepaba de un salto a la mesa y, con la mirada
llameante y la barba blanca temblorosa, movía los brazos en alto. Al verle
tirar de la cadena de la bombilla para apagarla y encenderla imitando el
relámpago, los impresionados estudiantes creían estar viendo al fabuloso
caudillo israelita.
Al mismo tiempo que excavaba, investigaba y
enseñaba, escribía multitud de libros y artículos. Es coautor de la monumental Biblia de Jerusalén, obra universalmente
aceptada, y su libro Instituciones del
Antiguo Testamento, en dos volúmenes, con la descripción de la vida y las
costumbres del pueblo hebreo, se considera el tratado más importante de su
género. Fruto del estudio de cientos de fuentes, el libro reúne cuanto se sabe
de los primeros israelitas (desde sus hábitos de alimentación hasta la longitud
de sus cabellos) y es tan accesible para los principiantes como útil para los
especialistas. Las universidades de Lovaina, Viena, Yale y otras otorgaron a de
Vaux cerca de doce doctorados honoris causa.
Claro está que la sólida preparación no es
excepcional en la Escuela Bíblica.
La institución nació a fines del siglo XIX, cuando la Orden de Predicadores
comprendió la necesidad de establecer en suelo palestino una escuela permanente
y consagrada a las investigaciones bíblicas. Los decenios precedentes habían
visto resurgir el interés por el cristianismo. Miles de peregrinos iban a
Tierra Santa ; los mercaderes norteamericanos llevaban a su país agua del río
Jordán para utilizarla en los bautismos ; incluso en las calles de Londres y
París se vendía tierra traída de la Alta
Galilea. En aquella época empezaron a llegar las primeras
expediciones que organizaron el estudio sistemático de los lugaqres bíblicos.
Los dominicos enviaron a uno de sus
sacerdotes franceses, el padre Marie-Joseph Lagrange, estudioso de las lenguas
orientales, con el encargo de fundar la escuela. El convento dominico de
Jerusalén estaba situado cerca de una iglesia erigida en memoria del mártir San
Esteban. Ya existía allí un edificio que antes fue el matadero de la ciudad y
donde aún se conservaban los ganchos para colgar la carne. Allí, en el año
1890, se inauguró oficialmente la
Escuela de Estudios Bíblicos Avanzados.
El centro docente sigue en el mismo lugar :
es una enorme construcción de piedra, enclavada en una arboleda, a pocos
cientos de metros de la Vía Dolorosa ,
de donde partió Jesucristo hacia el Calvario. Hay en su interior largos
corredores abovedados y sencillos aposentos para unos 30 estudiantes (católicos
y no católicos, llegados de muchos rincones del mundo) y una docena de
profesores. Allí vivió y trabajó el sabio, en una humilde habitación sin más
muebles que una tosca mesa y catre. El invierno en Jerusalén suele ser muy
frío, pero él gustaba de trabajar sin calefacción y con las ventanas de par en
par. Rara vez dispuso de un secretario, ni aun en el tiempo en que fue director
; todas las mañanas escribía la correspondencia de la escuela en una
destartalada máquina portátil antes de cumplir su diaria tarea de enseñanza y
estudio y practicar las devociones de los dominicos.
De
Vaux nació el 17 de diciembre de 1903 en el seno de una próspera familia
francesa. Su padre, Jacques Guérin de Vaux, inspector de la hacienda Pública,
no quiso que el hijo abrazara el sacerdocio sin antes completar sus estudios en
la Sorbona. Ronald
de Vaux obedeció, pero días después de su graduación, en 1921, comunicó
formalmente a su familia que aún tenía el proyecto de hacerse sacerdote, y juró
renunciar a los placeres del mundo.
En 1933, cuatro años después de ordenarse,
lo enviaron a Jerusalén para que se consagrara a la enseñanza y prosiguiera sus
investigaciones en la excelente biblioteca de la escuela, que cuenta con 50.000
volúmenes. De Vaux iba y venía agachándose entre los anaqueles en busca de los
conocimientos escondidos entre las tapas de empolvados documentos. En la
biblioteca se debe guardar completo silencio, pero nadie consiguió jamás hacer
callar al dominico, que solía mascullar en voz alta : “¡Ah! ¡No ; imposible!
¡Bah! ¡Sí, esto sí!” mientras garrapateaba en hojas de papel amarillo, de
tamaño folio, entregado a la emoción de localizar algún dato nuevo. Cada vez,
al hacer un descubrimiento realmente importante, saltó de alegría y abrazó a un
desconcertado estudiante que hurgaba entre los rimeros.
Al sacerdote francés lo conocían tan bien en
las calles de Jerusalén como en la biblioteca. Era una dinamo humana siempre en
frenética actividad
con
su blanco hábito ondeando al aire, cubierta la cabeza con una boina oscura,
acompañado del humo y las chispas de su inseparable cigarrillo. Los ardientes ojos
color castaño contrastaban con la larga barba blanca, que mordisqueaba cuando
no estaba fumando.
Seguirlo en una de sus frecuentes
incursiones por las calles de Jerusalén equivalía a una serie interminable de
encuentros casuales con sus amigos o conocidos. En esa ciudad dividida, donde
se amontonan y rivalizan entre sí cristianos, mahometanos y judíos, de Vaux
andaba entre todos con gran desenvoltura. A veces invitaba a un conocido suyo a
visitar alguna excavación en las afueras de la ciudad. Sus mejores amigos lo
conocían lo bastante para no viajar en auto si él iba al volante ; siempre
corría a gran velocidad por los estrechos y sinuosos caminos ; a menudo soltaba
ambas manos para señalar a sus pasajeros los puntos de interés bíblico. La
cicatriz que tenía en la cara era consecuencia de por lo menos un accidente de
automóvil que había sufrido.
Hizo su primera
excavación arqueológica de importancia en un promontorio llamado Tell el-Farah,
cerca de Nablus, en la ribera occidental del Jordán Algunos eruditos pensaban
que quizá el lugar fuera asiento de Tersa, primera capital del viejo reino de
Israel que se menciona en el Antiguo Testamento. Según el libro 1 de los Reyes,
Amri, jefe del ejército israelita y posteriormente rey de Israel, conquistó aquella
ciudad, en la que gobernó durante seis años ; reconstruyó varios edificios
destruidos, pero abandonó inopinadamente los trabajos de reconstrucción para
trasladar acto seguido su capital a Samaria, en lo alto de un monte situado a 15 km de distancia.
El sacerdote de Vaux
reunió 60 obreros y comenzó a excavar en Tell el-Farah en la primavera de 1946.
Tras varios meses de examinar escombros en busca de fragmentos de cerámica, él
y sus ayudantes habían reconstruido jarras, tazas y ollas en número suficiente
para demostrar que muchas de esas piezas eran idénticas a las encontradas en
Samaria en anteriores excavaciones. Por tanto, el mismo pueblo se había
establecido en ambos lugares.
Halló la prueba
concluyente en las ruinas de un edificio que, evidentemente, se empezó a
construir pero no se terminó : en uno de sus muros había un hueco enorme.
Cierto día, al rascar entre los escombros cercanos, el arqueólogo francés lanzó
de pronto un grito de alegría : a sus pies estaba una mole de piedra labrada. Con
la orilla de su hábito midió la longitud del sillar, y luego el hueco de la
pared. “¡Eso es!” exclamó. “Encaja perfectamente. ¡Aquí está, tal como Amri lo
dejó hace 28 siglos!”
Las comunicaciones que
presentó de Vaux acerca de tales descubrimientos le dieron fama mundial. Sus
trabajos sobre los manuscritos del mar Muerto consolidaron su prestigio. Estos
documentos, las más antiguas recopilaciones que se conocen, fueron obras de
escribas hebreos de la oscura secta de los esenios, y los primeros datan del siglo
II a. de J.C. Cuando una hostil legión de soldados romanos se acercaba a la
ciudad, en el año 68 de la era cristiana, los esenios se apresuraron a ocultar
su rollos en las cuevas cercanas al mar Muerto. Allí permanecieron ocultos
durante casi 2000 años… hasta que, en 1947 unos beduinos descubrieron
accidentalmente algunos de ellos.
Los nómadas que
vendieron aquellos fragmentos a unos traficantes en antigüedades se negaron al
principio a decir dónde los habían hallado, pero a la postre revelaron el sitio
en que estaba la misteriosa cueva. Cuando de Vaux conoció su situación, su
alegría no tuvo límites. En compañía de G. Lankester Harding, director del
Departamento de Antigüedades de Jordania, se trasladó inmediatamente al lugar
indicado, a orillas del mar Muerto, apenas a una hora de viaje de Jerusalén.
Durante casi un mes ambos sabios estuvieron trabajando en la cueva, reuniendo
centenares de fragmentos de rollos.
Considerando la
situación de la cueva, los especialistas dedujeron que aquellos documentos eran
obra de los esenios. El historiador romano Plinio el Viejo dice que la sede de
la secta se hallaba “en la costa occidental del mar Muerto”… lo mismo que la
cueva. Las construcciones de los esenios tendrían que estar por ahí. Pero,
¿dónde?
De Vaux y Harding
volvieron entonces su atención a una ruinas cercanas, llamadas Kirbet Cumrán,
que durante mucho tiempo pasaron por ser un fuerte romano. Un día, a las 4 de
la madrugada, el sacerdote y uno de sus ayudantes partieron de Jerusalén en una
desvencijada vagoneta, provistos de picos y palas. Durante cinco días de Vaux estuvo desenterrando
pedazos de cerámica romana, pero en vano ; por fin halló fragmentos de una
vasija que parecía prerromana. “Pues bien, aquí empezaremos a excavar”, declaró
el sacerdote.
Había dado con el sitio
exacto. En cinco temporadas (de 1951
a 1956), una misión arqueológica al mundo de de Vaux y
Harding desenterró todo un monasterio , con un vasto conjunto principal, de
forma rectangular, paredes encaladas y suelo empedrado. En una gran sala
hallaron largos bancos y mesas con tinteros y tinta seca : sin duda el sitio
donde habían escrito los rollos.
Al mismo tiempo, en una
busca sistemática en un radio de ocho kilómetros cerca del sitio del hallazgo
original, de Vaux y sus ayudantes descubrieron y exploraron otras 275 cuevas,
en las que encontraron más trozos de cuero y de papiro, e incluso láminas de
metal con pasajes de casi todos los libros de la Biblia.
Se designó un equipo
internacional de eruditos para que tradujeran
y analizaran los voluminosos manuscritos, y lo presidió el padre de Vaux. Pero
antes fue necesario juntar los millares de diminutos fragmentos y formar
documentos más o menos completos ; fue como armar un rompecabezas en que los
especialistas estuvieron ocupados varios meses, yendo y viniendo de una sala a
otra para localizar las piezas correspondientes al rollo que habían asignado a
cada cual.
La traducción y la
publicación de los rollos del mar Muerto valieron al padre de Vaux elogios
universales. Las grandes universidades no tardaron en invitarlo a dar
conferencias. Sin embargo el clero católico no fue unánime en este entusiasmo.
Al fin y al cabo, aquellos escritos provenían de los esenios, secta que ejercía
gran influencia en la época de los primeros cristianos. ¿Acaso podrían
aprovecharse aquellos rollos para demostrar que Jesucristo fue esenio o que el
Nuevo Testamento era obra de tal secta? El sacerdote se apresuró a tranquilizar
a los clérigos alarmados. Los rollos demostraban que los esenios aún esperaban
a su Mesías cuando hacía ya mucho tiempo que los cristianos habían fundado su
iglesia convencidos de que su Mesías, Jesucristo, había llegado ya a la Tierra. “Para el
creyente”, insistió de Vaux “estas pruebas confirman su fe, y no le perturban”.
O como él mismo decía : “Mi fe no tiene nada que temer de mi erudición”. Y se
vio plenamente justificado cuando el papa Paulo VI, al viajar a Tierra Santa en
1964, felicitó al sacerdote francés por su trabajo.
Al principio de 1971 el
fraile trabajaba activamente en una nueva historia del pueblo hebreo cuando su
salud comenzó a fallarle. Luego, en Septiembre, sufrió un ataque de
apendicitis. Tuvo complicaciones, y antes de dos días falleció el sabio y
carismático dominico.
Los funerales del padre
de Vaux figuraron entre los más importantes en la historia moderna de
Jerusalén. Dolientes venidos de los más remotos países desfilaron en silencio
ante el féretro iluminado por cirios y colocado en el gran vestíbulo de la Escuela Bíblica. Los dignatarios
israelíes y árabes de Palestina se codeaban con eminentes catedráticos y
solemnes funcionarios ; todos ellos asistieron con la cabeza inclinada a la
misa de difuntos, que se rezó en la capilla del convento de San Esteban. El
inquieto sacerdote y arqueólogo logró su último y más importante descubrimiento
: había encontrado la paz.
-Edward HUGHES.
No hay comentarios:
Publicar un comentario