domingo, 17 de marzo de 2013

VIVIÓ LA BIBLIA / Edward HUGHES


Con extraordinario entusiasmo y erudición, este sacerdote francés (Guerin de Vaux)  desenterró nuevos conocimientos que iluminaron la historia de Tierra Santa.
                                              AQUEL HOMBRE barbado, de anteojos, tocado con una oscura gorra vasca, vestido con arrugada ropa de color caqui, trabajaba, armado de pico y pala, en la cima de una montaña en Tierra Santa. Nadie habría creído que fuese capaz de revolucionar el saber con sus opiniones acerca de la historia bíblica, y menos aún (al verlo acuclillado junto a unos trabajadores árabes analfabetos y comiendo a su lado) hubiéramos dicho que estaba Acostumbrado a llevar la voz cantante en reuniones de decanos y letrados de las más importantes universidades del mundo.
   Pero la sencillez, en maridaje con el genio, constituyó siempre el sello distintivo del padre Roland Guerin de Vaux, quien durante casi 40 años fue profesor e investigador en la Escuela de Estudios Bíblicos de los dominicos, en Jerusalén. Desde hace varias generaciones la prestigiosa Escuela Francesa de Estudios Bíblicos y Arqueológicos ha ocupado un sitio de primerísima importancia en las investigaciones sobre Tierra Santa, y el padre de Vaux, que fue su director a lo largo de dos decenios, supo estar a la altura de tal excelencia. Fue a la vez brillante arqueólogo y distinguido catedrático de historia bíblica, del Antiguo Testamento, de lengua asirio-babilónica y de arqueología.
   No era, sin embargo, un pedagogo solemne. Para subrayar en especial algún episodio histórico, animaba sus clases con vivos ademanes y gritos aterradores.. Al describir el suceso  del monte Sinaí, cuando Moisés pactó la alianza con Dios, de Vaux trepaba de un salto a la mesa y, con la mirada llameante y la barba blanca temblorosa, movía los brazos en alto. Al verle tirar de la cadena de la bombilla para apagarla y encenderla imitando el relámpago, los impresionados estudiantes creían estar viendo al fabuloso caudillo israelita.
   Al mismo tiempo que excavaba, investigaba y enseñaba, escribía multitud de libros y artículos. Es coautor de la monumental Biblia de Jerusalén, obra universalmente aceptada, y su libro Instituciones del Antiguo Testamento, en dos volúmenes, con la descripción de la vida y las costumbres del pueblo hebreo, se considera el tratado más importante de su género. Fruto del estudio de cientos de fuentes, el libro reúne cuanto se sabe de los primeros israelitas (desde sus hábitos de alimentación hasta la longitud de sus cabellos) y es tan accesible para los principiantes como útil para los especialistas. Las universidades de Lovaina, Viena, Yale y otras otorgaron a de Vaux cerca de doce doctorados honoris causa.
   Claro está que la sólida preparación no es excepcional en la Escuela Bíblica. La institución nació a fines del siglo XIX, cuando la Orden de Predicadores comprendió la necesidad de establecer en suelo palestino una escuela permanente y consagrada a las investigaciones bíblicas. Los decenios precedentes habían visto resurgir el interés por el cristianismo. Miles de peregrinos iban a Tierra Santa ; los mercaderes norteamericanos llevaban a su país agua del río Jordán para utilizarla en los bautismos ; incluso en las calles de Londres y París se vendía tierra traída de la Alta Galilea. En aquella época empezaron a llegar las primeras expediciones que organizaron el estudio sistemático de los lugaqres bíblicos.
   Los dominicos enviaron a uno de sus sacerdotes franceses, el padre Marie-Joseph Lagrange, estudioso de las lenguas orientales, con el encargo de fundar la escuela. El convento dominico de Jerusalén estaba situado cerca de una iglesia erigida en memoria del mártir San Esteban. Ya existía allí un edificio que antes fue el matadero de la ciudad y donde aún se conservaban los ganchos para colgar la carne. Allí, en el año 1890, se inauguró oficialmente la Escuela de Estudios Bíblicos Avanzados.
   El centro docente sigue en el mismo lugar : es una enorme construcción de piedra, enclavada en una arboleda, a pocos cientos de metros de la Vía Dolorosa, de donde partió Jesucristo hacia el Calvario. Hay en su interior largos corredores abovedados y sencillos aposentos para unos 30 estudiantes (católicos y no católicos, llegados de muchos rincones del mundo) y una docena de profesores. Allí vivió y trabajó el sabio, en una humilde habitación sin más muebles que una tosca mesa y catre. El invierno en Jerusalén suele ser muy frío, pero él gustaba de trabajar sin calefacción y con las ventanas de par en par. Rara vez dispuso de un secretario, ni aun en el tiempo en que fue director ; todas las mañanas escribía la correspondencia de la escuela en una destartalada máquina portátil antes de cumplir su diaria tarea de enseñanza y estudio y practicar las devociones de los dominicos.
   De Vaux nació el 17 de diciembre de 1903 en el seno de una próspera familia francesa. Su padre, Jacques Guérin de Vaux, inspector de la hacienda Pública, no quiso que el hijo abrazara el sacerdocio sin antes completar sus estudios en la Sorbona. Ronald de Vaux obedeció, pero días después de su graduación, en 1921, comunicó formalmente a su familia que aún tenía el proyecto de hacerse sacerdote, y juró renunciar a los placeres del mundo.
   En 1933, cuatro años después de ordenarse, lo enviaron a Jerusalén para que se consagrara a la enseñanza y prosiguiera sus investigaciones en la excelente biblioteca de la escuela, que cuenta con 50.000 volúmenes. De Vaux iba y venía agachándose entre los anaqueles en busca de los conocimientos escondidos entre las tapas de empolvados documentos. En la biblioteca se debe guardar completo silencio, pero nadie consiguió jamás hacer callar al dominico, que solía mascullar en voz alta : “¡Ah! ¡No ; imposible! ¡Bah! ¡Sí, esto sí!” mientras garrapateaba en hojas de papel amarillo, de tamaño folio, entregado a la emoción de localizar algún dato nuevo. Cada vez, al hacer un descubrimiento realmente importante, saltó de alegría y abrazó a un desconcertado estudiante que hurgaba entre los rimeros.
   Al sacerdote francés lo conocían tan bien en las calles de Jerusalén como en la biblioteca. Era una dinamo humana siempre en frenética  actividad
con su blanco hábito ondeando al aire, cubierta la cabeza con una boina oscura, acompañado del humo y las chispas de su inseparable cigarrillo. Los ardientes ojos color castaño contrastaban con la larga barba blanca, que mordisqueaba cuando no estaba fumando.
   Seguirlo en una de sus frecuentes incursiones por las calles de Jerusalén equivalía a una serie interminable de encuentros casuales con sus amigos o conocidos. En esa ciudad dividida, donde se amontonan y rivalizan entre sí cristianos, mahometanos y judíos, de Vaux andaba entre todos con gran desenvoltura. A veces invitaba a un conocido suyo a visitar alguna excavación en las afueras de la ciudad. Sus mejores amigos lo conocían lo bastante para no viajar en auto si él iba al volante ; siempre corría a gran velocidad por los estrechos y sinuosos caminos ; a menudo soltaba ambas manos para señalar a sus pasajeros los puntos de interés bíblico. La cicatriz que tenía en la cara era consecuencia de por lo menos un accidente de automóvil que había sufrido.
   Hizo su primera excavación arqueológica de importancia en un promontorio llamado Tell el-Farah, cerca de Nablus, en la ribera occidental del Jordán Algunos eruditos pensaban que quizá el lugar fuera asiento de Tersa, primera capital del viejo reino de Israel que se menciona en el Antiguo Testamento. Según el libro 1 de los Reyes, Amri, jefe del ejército israelita y posteriormente rey de Israel, conquistó aquella ciudad, en la que gobernó durante seis años ; reconstruyó varios edificios destruidos, pero abandonó inopinadamente los trabajos de reconstrucción para trasladar acto seguido su capital a Samaria, en lo alto de un monte situado a 15 km de distancia.
   El sacerdote de Vaux reunió 60 obreros y comenzó a excavar en Tell el-Farah en la primavera de 1946. Tras varios meses de examinar escombros en busca de fragmentos de cerámica, él y sus ayudantes habían reconstruido jarras, tazas y ollas en número suficiente para demostrar que muchas de esas piezas eran idénticas a las encontradas en Samaria en anteriores excavaciones. Por tanto, el mismo pueblo se había establecido en ambos lugares.
   Halló la prueba concluyente en las ruinas de un edificio que, evidentemente, se empezó a construir pero no se terminó : en uno de sus muros había un hueco enorme. Cierto día, al rascar entre los escombros cercanos, el arqueólogo francés lanzó de pronto un grito de alegría : a sus pies estaba una mole de piedra labrada. Con la orilla de su hábito midió la longitud del sillar, y luego el hueco de la pared. “¡Eso es!” exclamó. “Encaja perfectamente. ¡Aquí está, tal como Amri lo dejó hace 28 siglos!”
  Las comunicaciones que presentó de Vaux acerca de tales descubrimientos le dieron fama mundial. Sus trabajos sobre los manuscritos del mar Muerto consolidaron su prestigio. Estos documentos, las más antiguas recopilaciones que se conocen, fueron obras de escribas hebreos de la oscura secta de los esenios, y los primeros datan del siglo II a. de J.C. Cuando una hostil legión de soldados romanos se acercaba a la ciudad, en el año 68 de la era cristiana, los esenios se apresuraron a ocultar su rollos en las cuevas cercanas al mar Muerto. Allí permanecieron ocultos durante casi 2000 años… hasta que, en 1947 unos beduinos descubrieron accidentalmente algunos de ellos.
   Los nómadas que vendieron aquellos fragmentos a unos traficantes en antigüedades se negaron al principio a decir dónde los habían hallado, pero a la postre revelaron el sitio en que estaba la misteriosa cueva. Cuando de Vaux conoció su situación, su alegría no tuvo límites. En compañía de G. Lankester Harding, director del Departamento de Antigüedades de Jordania, se trasladó inmediatamente al lugar indicado, a orillas del mar Muerto, apenas a una hora de viaje de Jerusalén. Durante casi un mes ambos sabios estuvieron trabajando en la cueva, reuniendo centenares de fragmentos de rollos.
   Considerando la situación de la cueva, los especialistas dedujeron que aquellos documentos eran obra de los esenios. El historiador romano Plinio el Viejo dice que la sede de la secta se hallaba “en la costa occidental del mar Muerto”… lo mismo que la cueva. Las construcciones de los esenios tendrían que estar por ahí. Pero, ¿dónde?
   De Vaux y Harding volvieron entonces su atención a una ruinas cercanas, llamadas Kirbet Cumrán, que durante mucho tiempo pasaron por ser un fuerte romano. Un día, a las 4 de la madrugada, el sacerdote y uno de sus ayudantes partieron de Jerusalén en una desvencijada vagoneta, provistos de picos y palas. Durante  cinco días de Vaux estuvo desenterrando pedazos de cerámica romana, pero en vano ; por fin halló fragmentos de una vasija que parecía prerromana. “Pues bien, aquí empezaremos a excavar”, declaró el sacerdote.
   Había dado con el sitio exacto. En cinco temporadas (de 1951 a 1956), una misión arqueológica al mundo de de Vaux y Harding desenterró todo un monasterio , con un vasto conjunto principal, de forma rectangular, paredes encaladas y suelo empedrado. En una gran sala hallaron largos bancos y mesas con tinteros y tinta seca : sin duda el sitio donde habían escrito los rollos.
   Al mismo tiempo, en una busca sistemática en un radio de ocho kilómetros cerca del sitio del hallazgo original, de Vaux y sus ayudantes descubrieron y exploraron otras 275 cuevas, en las que encontraron más trozos de cuero y de papiro, e incluso láminas de metal con pasajes de casi todos los libros de la Biblia.
   Se designó un equipo internacional  de eruditos para que tradujeran y analizaran los voluminosos manuscritos, y lo presidió el padre de Vaux. Pero antes fue necesario juntar los millares de diminutos fragmentos y formar documentos más o menos completos ; fue como armar un rompecabezas en que los especialistas estuvieron ocupados varios meses, yendo y viniendo de una sala a otra para localizar las piezas correspondientes al rollo que habían asignado a cada cual.
   La traducción y la publicación de los rollos del mar Muerto valieron al padre de Vaux elogios universales. Las grandes universidades no tardaron en invitarlo a dar conferencias. Sin embargo el clero católico no fue unánime en este entusiasmo. Al fin y al cabo, aquellos escritos provenían de los esenios, secta que ejercía gran influencia en la época de los primeros cristianos. ¿Acaso podrían aprovecharse aquellos rollos para demostrar que Jesucristo fue esenio o que el Nuevo Testamento era obra de tal secta? El sacerdote se apresuró a tranquilizar a los clérigos alarmados. Los rollos demostraban que los esenios aún esperaban a su Mesías cuando hacía ya mucho tiempo que los cristianos habían fundado su iglesia convencidos de que su Mesías, Jesucristo, había llegado ya a la Tierra. “Para el creyente”, insistió de Vaux “estas pruebas confirman su fe, y no le perturban”. O como él mismo decía : “Mi fe no tiene nada que temer de mi erudición”. Y se vio plenamente justificado cuando el papa Paulo VI, al viajar a Tierra Santa en 1964, felicitó al sacerdote francés por su trabajo.
   Al principio de 1971 el fraile trabajaba activamente en una nueva historia del pueblo hebreo cuando su salud comenzó a fallarle. Luego, en Septiembre, sufrió un ataque de apendicitis. Tuvo complicaciones, y antes de dos días falleció el sabio y carismático dominico.
   Los funerales del padre de Vaux figuraron entre los más importantes en la historia moderna de Jerusalén. Dolientes venidos de los más remotos países desfilaron en silencio ante el féretro iluminado por cirios y colocado en el gran vestíbulo de la Escuela Bíblica. Los dignatarios israelíes y árabes de Palestina se codeaban con eminentes catedráticos y solemnes funcionarios ; todos ellos asistieron con la cabeza inclinada a la misa de difuntos, que se rezó en la capilla del convento de San Esteban. El inquieto sacerdote y arqueólogo logró su último y más importante descubrimiento : había encontrado la paz.
-Edward HUGHES.

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