Este
crítico social opina que la actual actitud de liberación sexual, en vez de
enriquecer el matrimonio, ha redundado en expectativas irreales y en “la
tiranía de la eficiencia”
¿HASTA
qué punto es imputable a la sexualidad el fracaso en el matrimonio?
Pregunta compleja, si las hay. Hasta el punto de hacernos pensar que dos de los
intelectos más lúcidos de nuestro siglo, Bertrand Russell y Sigmund Freud,
erraron de cabo a rabo en cuanto dijeron acerca de la sexualidad matrimonial.
Para
Russell y Freud, la excesiva represión del impulso sexual, achacable en gran
parte a la ignorancia y a los prejuicios sociales, causa muchas congojas en la
vida conyugal. Ambos estudiaron la situación que prevalecía en su tiempo y
comprobaron que sus semejantes estaban profundamente lacerados por las normas
de un código sexual demasiado rígido. Y los dos pensadores habrían aplaudido la
oscilación del péndulo de la ética sexual en dirección contraria. Pero no
pudieron prever que tal péndulo, al invertir su sentido en nuestra época, lo
haría con tanta fuerza que amenaza con romper la caja del reloj.
Se ha
ganado la noble lucha que algunos estudiosos de la talla de Russell y Freud
emprendieron contra la ignorancia, la represión inhumana y la hipocresía en
materia de sexualidad; pero esa victoria no se tradujo en una mayor libertad,
sino en libertinaje, que no es lo mismo.
En
vez de la posición que adoptó Freud, sólida en su base científica, compasiva en
su concepción misma, hoy tenemos la actitud de los “sexólogos”, que ven en la
actividad erótica una mera diversión y están empeñados en explicarnos con
claridad meridiana la potencialidad de los órganos sexuales “para aprovecharlos
al máximo”. La posición de Bertrand Russell, paladín del racionalismo
científico en lucha constante contra la crueldad humana innecesaria, partidario
sincero de la liberación sexual, pero siempre dentro de los límites del decoro
y de la consideración a nuestros semejantes, has ido sustituida por la de esos
“clínicos de los genitales”, investigadores que se aferran a la cámara
fotográfica y aplican el más refinado equipo electrónico para escudriñar hasta
la más insignificante reacción del clítoris o de la próstata durante la cópula.
Se
nos habla de centros nerviosos, glándulas, protuberancias, congestión
sanguínea, contracciones musculares, etcétera. Los sexólogos no se refieren ya
a la conducta del ser humano, sino a la fisiología de los órganos sexuales. Los
aspectos específicamente humanos, como la intimidad, el recato, el pudor y la
fidelidad, han quedado excluidos de los estudios sexológicos, pues desde hace
mucho los sustituyeron por términos como la estimulación precoital, el placer
anticipado, los impulsos de alta frecuencia, la eyaculación, etc. Como dijo
alguna vez Aldous Huxley, la unión carnal, así considerada, llega a ser “la
lucha entre dos maníacos en una oscuridad que huele a selva”.
Sin
embargo, los sexólogos modernos han encontrado un público ávido de escucharlos.
Singular manera de perder fuerza las ideas a través del tiempo y la
vulgarización, que las distorsionan hasta hacerlas triviales o grotescas. Así,
la cruzada de Freud contra la abstinencia sexual innecesaria (empeño que no
pasó nunca de una exhortación a la sociedad para que fuera un poco más
tolerante consigo misma) ha llegado a interpretarse como afirmación de que la
actividad erótica es en sí misma una manifestación de salud y vigor. Se acabó
creyendo que, cuanto más se practique, más sano estará uno. Según este
criterio, lo mejor en la existencia es vivir casi exclusivamente para ejercitar
las funciones genitales, pues a través de ellas nos sentimos plenamente
realizados.
Es
fácil, por supuesto, señalar los errores de tales sexólogos y demostrarles que,
cuando no pecan de mal gusto, caen en lo trivial. No obstante, por más que
deploremos su actividad, nos sentimos obligados a estar al día en las ideas que
preconizan. Acaso llegue el momento (todo es posible) en que descubran que
oprimiendo de manera adecuada cierta vértebra, o bien dándole masaje,
lamiéndola o estimulándola en cualquier otra forma, los amantes lograrán
sumirse en un prolongado éxtasis erótico. Por lo pronto la presencia de los
sexólogos genitalistas gravita en todos los lechos, pues sus recomendaciones
han arraigado firmemente en la forma de pensar de muchas parejas.
Quizá
en ninguna otra situación se exija tanto de la sexualidad como en el
matrimonio, y sin embargo tal vez no haya otra institución menos capacitada
para satisfacer cabalmente las modernas fantasías eróticas, cuyo ideal se
sintetiza en la variedad y la multiplicidad. Pero en la vida matrimonial (al
menos en teoría) sólo en el compañero o la compañera debe buscarse
satisfacción, con exclusión de otra persona. De la esposa se espera no sólo que
sea buena madre, cocinera experta y hacendosa ama de casa, sino también una
amante extraordinaria. y del marido espera ella que sea buen padre, responsable
jefe de familia, compañero comprensivo y, además, que la satisfaga todas las
noches. Es como someter a un viejo can a la presión constante de tener que
aprender nuevas “gracias” todos los días. La satisfacción sexual se ha llegado
a considerar un derecho; algo que exigen quienes no lo reciben y que anonada a
los incapaces de proporcionarla.
En
consecuencia, la función sexual pesa actualmente mucho más que antes. Nunca se
nos había presentado como condición tan indispensable para bien vivir, y aun
para la vida, sin más. La sexualidad se ha tornado nada menos que una especie
de moderna redención; un medio para trascender la aridez de la existencia
diaria. Pero vista así, puede ser tremendamente destructiva, pues se le impone
una carga excesiva.
Antes
muchos seres humanos sufrían por las deficiencias sexuales de sus cónyuges; sin embargo, aunque les fuera difícil
adaptarse a tal situación, generalmente la consideraban soportable. Si había
amor de por medio, la función sexual no constituía ningún problema grave. Y es
que la sexualidad en sí no se había convertido aún en una actividad desligada
de todo sentimiento amoroso, comparable a una especialidad atlética, como el
salto de altura. Todavía no se premiaba con medalla la mejor actuación. Nadie
se sentía lastimosamente decepcionado (como ocurriría después) si, en el ámbito
sexual, su vida no alcanzaba el nivel de las proezas de Las mil y una noches.
Rollo
May, siquiatra y escritor, ha analizado con cierta profundidad los efectos de
las explicaciones que ahora se dan al tratar los temas sexuales ; para él,
hacer hincapié en las técnicas eróticas “origina una actitud mecanicista hacia
el acto sexual, actitud que trae aparejados enajenación, sentimientos de
soledad y despersonalización”. Pero lo que realmente importa saber es si tanto
insistir en los aspectos técnicos de las relaciones sexuales es consecuencia de
la enajenación y la despersonalización, o si estos males son efecto de aquella
insistencia.
Lo
más probable es que ambas relaciones de causa a efecto sean reales. Por una
parte, al individuo le interesa la técnica erótica para librarse de la
angustia, de la soledad que plaga a nuestro tiempo, o al menos para mitigarla.
Por otra, como la sexualidad, por
refinadas que sean sus técnicas, no puede satisfacer tan formidable cometido,
se intensifican en ella los sentimientos de soledad y temor. En esa busca de la
satisfacción, se desliga la ternura de la sensualidad, que deberían
complementarse entre sí. Y por tanto la
relación hombre-mujer llega a ser una mera fornicación; el ser humano queda esclavizado
a su cuerpo como acaso nunca lo haya estado en su historia.
Aunque idealmente la vida matrimonial debería colmar los anhelos
eróticos de hombres y mujeres en una convivencia donde la ternura y la
sensualidad armonizaran para reforzarse recíprocamente, en la práctica es cada
vez menos frecuente, según parece, que cristalicen estos ideales, ni siquiera
de lejos. ¿Cómo explicar de otra manera tantos adulterios, tantos manuales de
sexualidad con títulos absurdos y francamente ridículos, destinados a los
matrimonios?
Cuando meditamos hasta qué extremos se ha llegado en este terreno, no
podemos menos que sentir desaliento, considerando todas las oportunidades que
desperdiciamos. Porque en vez de tener relaciones personales más profundas y
plenas, en lugar de habernos librado de un sentimiento de culpa y de llevar una
vida interior más fecunda, hemos caído en una especie de “olimpiada de alcoba”,
donde lo importante es un desempeño animal que a la postre nos tiraniza, donde
campean metas quiméricas y se pone la humana salvación en algo burdamente
errado.
No
había nada particularmente estimable en la antigua moral sexual, con su
continencia por la continencia misma, que tanto daño hizo. Pero una vez que el
viejo código perdió su vigencia, ¡cuánto más preferible habría sido que los
casados, hombres y mujeres, hubiesen visto en la sexualidad su aspecto más
valioso! : una fuente de placer y deleite, y un medio potencial de fortalecer y
enriquecer los vínculos espirituales entre los cónyuges.
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