sábado, 30 de marzo de 2013

EL PODER DE LA PALABRA / Michael OLIVER


Algunos libretos, vistos en frío y sobre el papel, pueden parecer ridículos. Pero, como demuestra Oliver, el arte del libretista es tan grande como el del dramaturgo.
¿Qué hace que un libreto sea bueno?
Un cínico podría responder con la vieja máxima de que si cualquier cosa es lo suficientemente estúpida como para ser dicha, debe ser cantada, añadiendo sin duda que muy pocas de las grandes óperas tienen libretos atractivos.
Tomemos como ejemplo Il trovatore , dos rivales en el amor que no saben que son hermanos; una vieja loca gitana que tira al niño equivocado al fuego. Absurdo. De hecho, el libreto de Il trovatore se adapta perfectamente a su propósito, una máquina perfectamente construida para atraer emociones irreconciliables hacia un conflicto violento: una máquina de fabricar pretextos para arias. Ni más ni menos que lo que Verdi quería y necesitaba. Un buen libreto es aquél que inspira al compositor la creación de su mejor música. Sin la música se encuentra incompleto, y criticar un libreto sin tener en cuenta la música es como condenar una receta sin haber probado el plato. La mayor parte de los libretos se basan en un argumento preexistente, sea histórico, mítico, una obra de teatro o una novela. Si queremos escribir una ópera basada en Shakespeare o Dickens, lo primero que tenemos que hacer es desechar la mayor parte de la obra. En el caso de un drama por lo menos la mitad, probablemente dos tercios: lleva mucho más tiempo cantar una palabra que decirla; por ello es absurdo quejarse de que Otello o Falstaff de Verdi son abreviaciones microscópicas de Shakespeare. Lo más seguro es que el Otello de Verdi sea igual de largo que el de Shakespeare, a pesar de haber desechado buena parte de su argumento y casi toda su poesía, mientras Falstaff no sólo destila la auténtica esencia de Las alegres comadres de Windsor, sino que además incluye aspectos de Enrique IV e incluso de El sueño de una noche de verano.
Verdi era un genio, por supuesto, pero nunca habría sido capaz de componer una ópera si la inspiración desinteresada e inteligente de un gran libretista, Arrigo Boito (desinteresada porque, siendo él mismo compositor, brindó a Verdi un tiempo que podría haber dedicado a sus propias óperas). Por cierto, que el lenguaje de los libretos es bastante poco propio de Shakespeare: el aria de Yago borracho, en el acto I de Otello, comienza, en una traducción literal, con las palabras: “Regad vuestras campanilla”, y la segunda estrofa: “El que ha mordido el cebo del ditirambo”. Pero es obvio que a Verdi le encantaban estas frases “gradilocuentes”, y con música suenan grandilocuentes. Ocurre con frecuencia que el sonido del libreto es más importante que su sentido.
Lento, fatigoso, pero perfecto
Y lo mismo ocurre con su ritmo. El discurso normal se desarrolla a un ritmo irregular; como norma general la música, al menos hasta este siglo, no. Por eso, la mayor parte de los libretos están en verso. Los compositores necesitan metros perfectamente cortados para su propósito. En los libretos italianos uno de los más utilizados es el quinario, un verso de sólo cinco sílabas en el que la última se suprime cada dos o cada cuatro versos. Suena lento y fatigoso, pero “Voi che sapete” de Cherubino en Fígaro de Mozart y “Di quella pira” de Manrico en Il trovatore sólo dos de los cientos de usos que los compositores pueden darle.
Un libretista debe escribir palabras, pero pensando en la música. De hecho, el libretista debe escribir deliberadamente algo incompleto, inacabado, dejando espacio para todo aquello que la música puede expresar mejor que las palabras. Y no debe componer de forma tan perfecta que la música no puede añadir nada a la letra. Los libretos que se pueden leer con placer, como si fuesen obras literarias comedidas, son raros. No son muchos los grandes poetas y dramaturgos que han escrito libretos, pero eso no significa que los libretistas favoritos de Verdi, como Francesco Maria Piave, eran magníficos profesionales del teatro (la escenificación y la producción eran parte de su trabajo), virtuosos de metros especiales y del vocabulario, también especial, necesario para los libretos. Este idioma “libretesco” se presta con facilidad a la parodia. “!Bronce fatal! Tiéndeme tu diestra o blande el acero” es una forma circunspecta de decir “ha llegado la hora. seamos amigos o saca la espada"” pero se trata de un lenguaje convencional, emocionalmente directo y rápidamente comprensible cuando se canta. Un libretista del calibre de Piave escribía las frases de forma que se fundían con la música formando un único gesto. Piave tenía la versatilidad suficiente para adaptar una versión de El rey se divierte de Víctor Hugo capaz de mantener su dramatismo y satisfacer a los puntillosos censores italianos de la época (o, en cualquier caso, a la mayor parte de ellos) en Rigoletto, y casi simultáneamente producir un drama realista de la vida moderna también inspirándose en fuentes francesas, sin precedentes en la ópera italiana : La traviata.
W.H. Auden: “El mejor libretista
Cuando Auden, en su época quizá el mejor poeta en lengua inglesa, fue requerido por Stravinsky para escribir un libreto basado en la famosa serie pictórica de Hogarth The rake’ s progress, (La carrera del libertino) no consideró el trabajo demasiado modesto. Dijo que era el más alto honor que había recibido. Stravinsky, a su vez, describió el trabajo de Auden y su amigo Chester Kallman como el mejor libreto, desde los de Lorenzo da Ponte para las tres grandes comedias de Mozart. Auden y Kallman observaron todas las reglas para hacer un buen libreto, pero añadieron otro elemento diseñado especialmente para Stravinsky, que se encontraba en la última fase de su etapa llamada “neoclásica” y era un maestro en el arte de sugerir la música anterior sin imitarla ni descender al mero pastiche. Sus libretistas tachonaron la obra de ingeniosas provocaciones para referirse a Purcell, Mozart, Rossini y Verdi, todos ellos compositores adorados por Stravinsky y que habían alimentado su ambición de componer una ópera. Para el sector más adusto de la crítica, Stravinsky estaba negando el presente y volviendo la espalda al futuro. Pero de hecho estaba disfrutando enormemente, jugando a juegos modernos –si no decididamente posmodernos- en un museo imaginario de su invención. Pero sin el libreto de un genio le habría sido imposible.
AUDIOCLÁSICA

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