A la vez
que músico de prodigiosas dotes,
fue
hombre de una conciencia heroica.
Por Isaac STERN
“Disponga usted de mi corazón , de mis manos y de mi violín”, le dije a
Pablo Casals el día que lo conocí.
Eso
sucedió hace 25 años, y nunca tuve motivo para retirar mi triple ofrecimiento ;
menos aún el del corazón. Toda mi vida había reverenciado a Casals, quien
reunía en sí mismo a dos personalidades imponentes : el mejor violonchelista de
la historia y filántropo ejemplar. La singularidad de cada ser viviente lo
cautivaba. Enemigo declarado de cualquier forma de dictadura totalitaria, viajó
cientos de millares de kilómetros en su cruzada por la paz, incluso cuando ya era
nonagenario. Aunque supo de tragedias personales, afirmaba invariablemente :
“La vida es portentosa”. Como dijo Thomas Mann, premio Nobel de Literatura,
Pablo fue “uno de esos raros artistas que vienen a salvar el honor de la
humanidad”.
Conocí
a Casals en la aldea de Prades, situada en la vertiente francesa de los
Pirineos, adonde se había expatriado de su España natal en 1939, tras la
victoria de Franco.
Allí
comenzó a organizar ayuda para los refugiados y juró que jamás volvería a tocar
el violonchelo en un mundo donde imperaban la guerra y la dictadura. Sin
embargo, cobró ánimo y en varias ocasiones tocó para los refugiados. En 1950 el
violinista Alexander Schneider lo persuadió para que interviniera en un
festival conmemorativo del segundo centenario de la muerte de Juan Sebastián
Bach, que se celebraría en la iglesia de Prades, construida en el siglo XIV.
Luego Schneider nos convenció, a mí y a otros cuantos músicos, de que
formáramos parte de la orquesta. Y en aquella bellísima aldea de callejas
adoquinadas y rojos tejados dimos nuestros conciertos, que posteriormente
llegaron a ser una tradición anual.
Entre
ensayo y ensayo el violonchelista catalán solía sentarse a conversar. Afirmaba
que, antes que a la música, se debía al bienestar de la humanidad. “No basta
con vivir”, sentenciaba. “Debemos intervenir en todo lo bueno y cumplir cada
uno nuestra parte como mejor podamos”.
Premio
y pobreza. Pablo Casals nació en 1876 en la aldea de
Vendrell, cerca de Barcelona. Su padre era organista de la iglesia local y la
familia vivía en la pobreza, pero Pablo era un niño vivaracho y alegre. A veces
pasaban por Vendrell grupos ambulantes de músicos, y sus instrumentos,
especialmente el violonchelo, atraían poderosamente al chico. Su padre,
valiéndose de una calabaza y una cinta de madera, improvisó un violonchelo para
el pequeño. Pablo recibió su primer violonchelo de verdad a los 11 años.
No
obstante el interés de su vástago por la música, el padre deseaba que fuera
aprendiz de carpintero para que adquiriera un oficio. Su madre, sin embargo,
tenía muy otras miras para él. Lo llevó consigo a Barcelona cuando el niño
tenía 11 años de edad, le sufragó sus primeras lecciones de música y lo dejó a
cargo de unos parientes. Para costearse los estudios, Pablo obtuvo la plaza de
violonchelista en un café. Cierta noche se hallaba presente Isaac Albéniz, el
notable compositor y pianista catalán, quien al oír tocar al muchacho quedó tan
impresionado que se lo llevó al conde de Morphy, protector de las bellas artes
y consejeros de la reina regente María Cristina. La reina dotó a Pablo de una
modesta pensión, y el muchacho estudió durante cerca de tres años en Madrid
hasta que Morphy le aconsejó que se trasladara al prestigioso Conservatorio de
Música de Bruselas.
Cuando se presentó a prueba en el
Conservatorio, le ordenaron sentarse al fondo del salón, mientras tocaban los
alumnos de la clase de violonchelo. Por fin el profesor le dijo con sarcasmo:
“A ver, españolito, ¿ quieres tocarnos algo ?” Y citó una larga lista de
composiciones, todas las cuales Casals declaró saber. “¡ Este chico lo sabe
todo !” comentó el maestro, y la clase rió a carcajadas. El catedrático indicó
a Casals que tocara Souvenir de Spa,
pieza brillante y de muy difícil ejecución. Al terminarla, todos se quedaron
mudos, maravillados, y el gran maestro le propuso :
-Obtendrás
el primer premio si aceptas inscribirte en mi clase.
-No
–replicó Pablo-. Me ha puesto usted en ridículo delante de sus alumnos.
Pánico escénico y fama. Pablo, su madre y sus dos hermanitos se marcharon inmediatamente a
París. Al saberlo, el conde de Morphy pidió a la reina que suspendiera la
pensión al muchacho. Sin ésta, la vida resultaba difícil. El único trabajo que
Pablo pudo conseguir fue el de segundo violonchelista de la orquesta del
Folies-Marigny, café cantante que se especializaba en el cancán. Todos los días
el chico atravesaba a pie la ciudad para ir al trabajo y volver a casa, con lo
que ahorraba los 15 céntimos del pasaje en tranvía (precio de una hogaza de
pan). Su madre hacía en casa trabajos de costura. En eso enfermó Pablo, y su
progenitora, desesperada, se cortó la larga mata de sus hermosos cabellos
negros para venderla y comprar medicinas.
Al
empeorar su situación regresaron a Barcelona, donde la suerte les sonrió de
pronto. Ofrecieron al muchacho una
plaza de maestro y obtuvo además un puesto de violonchelista en la orquesta de
la ópera. A los 22 años de edad, con una carta de recomendación para Charles
Lamoureux, una de las figuras prominentes de la música en su época, Pablo
decidió volver a probar fortuna en París. La primera vez que se entrevistó con
Lamoureux, éste dijo bruscamente al catalán que volviera al día siguiente. Así
lo hizo, y en esa segunda ocasión Lamoureux protestó por las constantes
interrupciones y siguió escribiendo. Pero en cuanto Casals empezó a tocar, el
músico francés dejó caer la pluma y lentamente se volvió a verlo de frente.
Terminada la pieza musical, lo abrazó efusivamente y exclamó : “¡ Hijo mío ! ¡ Eres
uno de los elegidos !”
Pablo
no tardó en convertirse en figura internacional, y cobraba enormes sumas por
tocar en público. Pero el pánico escénico estuvo a punto de arruinar su
carrera. Estaba tan nervioso la noche de su presentación en Viena, que el arco
de su instrumento se le escapó de las manos y fue a caer entre el auditorio. En
total silencio los espectadores pasaron el arco de una fila a otra hasta que
llegó de nuevo al músico. En otra ocasión se lastimó la mano izquierda en un
accidente, al escalar una montaña, y su reacción inmediata fue de alivio, al
pensar que ya no tendría que tocar en público. (Por fortuna, a los pocos meses
la mano sanó) “Sólo pensar en un concierto ante el público me da pesadillas”,
me confesó.
Música para la paz.
Para que los pobres tuvieran acceso a
los conciertos, Casals había fundado en Barcelona, la Sociedad Obrera de Conciertos,
poco después de 1920. La
Sociedad llegó a contar con 300.000 afiliados, que pagaban
unos céntimos al año por las entradas. También contrató a 88 de los mejores
músicos que logró reunir en una magnífica orquesta sinfónica para Barcelona.
Mientras el conjunto no pudo pagarse sus gastos, Casals sufragó de su bolsillo
el déficit, equivalente a 300,000 dólares.
La
guerra civil española dio al traste con la Sociedad Obrera de conciertos y
con su orquesta. La noche del 18 de julio de 1936, mientras Casals dirigía la Novena Sinfonía de
Beethoven, llegó la noticia de la inminente batalla por el dominio de
Barcelona. Casals tomó la palabra para
decir a sus colegas : “No sé cuando podremos reunirnos de nuevo ; propongo que
terminemos de tocar la sinfonía en calidad de adiós o hasta luego”.
Y así
como se negó a tocar en la
España de Franco, en Italia de Mussolini y en la Rusia de Stalin, Casals no
quiso tener ninguna relación con la
Alemania de Hitler. Tres altos jefes del nazismo fueron un
día a Prades en busca del artista, con la súplica de que tocara ante el Führer.
Pablo se negó, aduciendo sentirse enfermo. Los nazis le ofrecieron un vagón
especial de ferrocarril para que hiciera el viaje ; el violonchelista catalán
replicó que estaba demasiado viejo para viajar. Los alemanes pusieron a Pablo
en su lista negra, pero, temerosos de provocar la indignación mundial, lo
dejaron en paz.
Casals
se casó tres veces : la primera en 1906, con una violonchelista portuguesa ; la
segunda, en 1914, con una cantante norteamericana. En 1957 volvió a contraer
matrimonio, esta vez con Marta Montáñez, joven y encantadora violonchelista
puertorriqueña que había viajado a Prades para estudiar con él. Marta tenía 20 años de edad, y él 80. La
pareja se mudó a Puerto Rico, donde Pablo reanudó el Festival Casals, que se ha
venido celebrando todos los años a partir de 1958. Casi todo verano Casals se trasladaba a Marlboro, en el Estado
norteamericano de Vermont, para dar un curso y dirigir en el festival
organizado por su gran amigo el pianista Rudolf Serkin.
Poco
a poco advirtió Pablo que él solo no podría convencer a los gobiernos
totalitarios con sus protestas. Pero quizá su música lograra lo que no podían
hacer sus palabras. En 1960 dirigió por primera vez El Pesebre, su oratorio que canta la paz y la hermandad entre todos
los hombres, y ofreció presentarse en cualquier lugar del mundo para dirigirlo.
En 1971 estrenó su Himno a la Paz , con letra de Wystan
Hugh Auden. Casals dirigió la ejecución de esta obra en el recinto de las
Naciones Unidas.
Pablo
Casals amaba a toda la raza humana, pero sus predilectos eran los niños. Mis
hijos lo adoraban. Profundamente preocupado al ver crecer a la niñez en un
mundo sumido en el materialismo, me decía con tristeza : “No saben nada del
prodigio de la vida. Tener conciencia de que cada cual es único en toda la
creación, ¡qué prodigio!”
Para él no significaba nada envejecer. Era sólo
cuestión de calendarios. “Mientras podamos admirar y amar”, me dijo durante una
de nuestras últimas visitas, “seremos siempre jóvenes”. No entendía a quienes
se lamentaban de los años. Una vez amonestó a un amigo : “No es que seas viejo.
Lo que pasa es que fuiste joven hace mucho”.
“¿De qué otra manera podría obrar?” En el verano de 1973 Pablo Casals visitó a Israel. A su llegada la
temperatura era más de 32 grados y en todo su aspecto el artista mostraba sus
96 años cumplidos. Lo trasladamos enfermo y débil del avión a su hotel, en
Jerusalén. El violonchelista catalán pidió inmediatamente un piano. El único
que pude conseguir fue el del bar del hotel, y encargué que lo llevaran a la
habitación de Pablo. El anciano, endeble y fatigado, se sentó en el banquillo,
se soltó la corbata, se aflojó los tirantes y empezó a tocar un preludio de
Bach. Sus mejillas recobraron el color ; sonrió y volvió a sentirse bien.
De
regreso en Puerto Rico, en septiembre de 1973, Pablo Casals tuvo un ataque
cardiaco complicado con pulmonía. Hubo que hospitalizarlo e, impaciente por
ello, se arrancó de los brazos las agujas intravenosas, las arrojó al suelo y
espetó a las enfermeras : “¡Con un demonio! ¡No me moriré!” Y, por increíble
que parezca, logró sobrevivir otro día más.
Puerto
Rico declaró tres días de duelo nacional, y Pablo Casals fue sepultado en una
pequeña cripta de granito gris a orillas del mar. En todo el mundo hubo
ceremonias luctuosas, y aun en la misma España, en homenaje a su autor, se
ejecutó parte de su oratorio de paz.
La
última vez que vi a Pablo fue a fines de agosto de 1973, cuando él salía de
Israel. Lo besé y prometimos
mantenernos en comunicación. Lo seguí con la mirada mientras atravesaba el
vestíbulo del hotel. Pablo se volvió y me sonrió. yo agité la mano. Siempre
tuvimos la sensación de que cualquiera ocasión podría ser la última, así que
nunca nos dijimos adiós. Aquella vez recordé lo que el gran maestro me había
dicho antes en Prades : “¿ De qué otra manera podría obrar ? El hombre tiene
que vivir según su conciencia”.
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