Fue el
último sobreviviente entre los testigos de la vida y obra de Jesucristo, y su
mensaje espiritual encierra un significado muy especial para nuestro tiempo.
Tiempo adelante, mientras Jesucristo predicaba e iba por allí curando
enfermos, el número, el número de sus discípulos llegó a doce, pero Juan gozó
entre ellos de especial primacía, así en los días de gloria como en los de
amargura. Probablemente era el más joven del grupo cuando se unió a él, y
pronto se convirtió en “el discípulo amado de Jesús”. Solamente a Juan reveló
Jesucristo, por secreta señal, el nombre del que iba a traicionarlo. Y fue a
Juan, que permanecía al pie de la cruz,
a quien encomendó Jesús que cuidara de
su madre, diciendo a esta: “Mujer, ahí tienes a tu hijo”, y a Juan : “Ahí tienes
a tu madre”.
San
Juan es una de las figuras más atractivas del Nuevo Testamento, y cautiva por
igual la atención de católicos y protestantes, más aún, de todos los hombres
que abrevan en las fuentes de la cultura occidental. Su mensaje espiritual,
dirigido a los hombres de su propia y calamitosa época, parece tener especial
significado para estos tiempos nuestros de zozobra. Desde la segunda guerra
mundial Juan ha dado tema quizá a más libros eruditos que cualquier otro
personaje del Nuevo Testamento, y en toda la Cristiandad es cada
vez mayor el número de predicadores que buscan inspiración en las páginas de
San Juan.
Hijo del trueno. Pero ¿qué sabemos de
lo que Juan fue en verdad como hombre? Felizmente, en los puntos que las
Escrituras callan nos hablan la tradición, los primitivos autores cristianos y
una rica copia de leyendas antiguas. Tanto él como su hermano eran impulsivos,
amantes de la discusión, propensos a perder los estribos. Jesús los apodó
“Hijos del trueno”. Cuando Juan se encontró con un hombre que “andaba lanzando
los demonios” en nombre de Jesucristo, se lo prohibió coléricamente, y Jesús
tuvo que advertirle: “No hay para qué prohibírselo”.
Al relatar el ministerio de
Jesús, Juan subraya sus aspectos militantes. Jesucristo, dice Juan, emite
juicios provocativos, choca con sus enemigos, levanta la voz. Mientras Mateo,
Marcos y Lucas mencionan la expulsión de los cambistas y mercaderes del Templo
casi al final de la vida de Jesús, Juan sitúa el dramático incidente muy cerca
del principio. Al recordar el hecho, no sin satisfacción, llega a precisar un
detalle que no se consigna en los otros Evangelios : que Jesús procedió así,
“habiendo formado de cuerdas como un azote”.
Su
celo lo llevó una vez, literalmente, a adelantarse a todos. Cuando, al romper
el alba del tercer día después del entierro de Jesús, María Magdalena llegó sin
resuello a despertar a Juan y a Pedro con la noticia de que la tumba del Señor
estaba vacía, los dos hombres corrieron al sepulcro. Pero Juan “corrió más
aprisa que Pedro”, según dice el mismo Juan con orgullo. Fue el primero en
asomarse a la tumba vacía… y el primero en creer.
Pilar de la Iglesia. Las actividades de Juan no cesaron en Pentecostés. En cierto sentido, de
allí arrancaron. En los Hechos de los Apóstoles vemos que Juan está tenazmente
dedicado a propagar la nueva fe. En el primer concilio cristiano, celebrado en
Jerusalén, el apóstol Pablo dice de él que era uno de los “pilares” de la
incipiente Iglesia. Pero las sombras de la guerra oscurecían el horizonte : tras
un alzamiento judío contra el gobierno de Roma, las legiones romanas hollaron
el país durante cuatro amargos años, matando, saqueando e incendiando. En el
tumulto perdemos el rastro de Juan, y después lo encontramos en la costa del
Asia Menor, en la ciudad de Éfeso, hervidero de gente de todas las procedencias.
Juan
ya no es joven y está solo. Los apóstoles, sus compañeros, se habían dispersado
desde mucho tiempo atrás. Su hermano, Santiago, decapitado el año 44 de nuestra
era, fue el primero de los doce mártires, y a Pedro lo habían sacrificado durante
le imperio de Nerón, crucificándolo, dice la leyenda, cabeza abajo.
Por
ser uno de los últimos testigos del ministerio de Jesús, Juan gozaba del afecto
y la admiración de los cristianos de Éfeso. Predicaba en las plazas y en los
templos de esta ciudad. Era aún el hijo del trueno. La edad no había suavizado
su carácter, y su palabra era explosiva. En su sentir el mundo estaba
desgarrado por una lucha inexorable entre el bien y el mal. Cada ser humano
nacido en ese campo de batalla ha de tomar partido, y su elección lo conducirá
hacia la luz o hacia las tinieblas, al cristianismo o al paganismo.
Un
relato de este período nos dice que Juan, habiendo encomendado a los cuidados
de un obispo provincial a un prometedor joven cristiano, regresó al cabo de
cierto tiempo para preguntar cómo se portaba el joven. Al oír Juan que se había
convertido en jefe de una pandilla de ladrones, pidió un caballo con el cual se
echó por los montes en busca de los malhechores. Tan pronto como el jefe de los
bandidos lo reconoció, emprendió veloz huida. Juan, desarmado, espoleó a su
caballo y comenzó a perseguirlo sin tregua. Acorralado el fugitivo, Juan le
enderezó tal reprimenda que el hombre, arrepentido, se volvió con Juan, y
después de algunos años de prueba se hizo sacerdote.
¿Fábula? Quizá. Y sin embargo tales relatos, procedentes de los días
heroicos del cristianismo y repetidos una y otra vez a lo largo de los siglos,
demuestran cuán profunda huella dejó Juan en el espíritu de sus contemporáneos.
La luz contra las tinieblas. La fama de
Juan tenía forzosamente que desagradar en Roma, donde los vientos de la
persecución soplaban con más o menos fuerza, según el humor de los emperadores.
Cuando gobernaba el emperador Domiciano (81-96 de nuestra era) esos vientos cobraron
violencia de huracán. Juan fue detenido y emarcado para la isla de Patmos. Allí
volcó la energía que bramaba en el interior de su ser en el Apocalipsis o Libro
de la Revelación.
Aunque las interpretaciones de los eruditos varían, en su mayor parte
coinciden hoy en considerar que el tema fundamental de Juan –la guerra entre
las fuerzas de la luz y las tinieblas, y la victoria de la primera- tenía por
fin confortar a los cristianos en los crueles días de las persecuciones. El
libro entero es, por tanto, un toque de trompetas que anuncia tiempos mejores”…
ni habrá ya muerte, ni llanto, ni alarido, ni habrá más dolor”.
Como
obra literaria, el Apocalipsis se puede catalogar entre las grandes creaciones
de todas las épocas. El esplendor de sus imágenes, su universalidad, lo ágil de
su narración, imprimen al libro el sello del genio. Algunas de sus alegorías:
los cuatro jinetes apocalípticos, el libro de los siete sellos, el pozo sin
fondo, el campo de batalla de Armagedón, son ya inmortales en la literatura
occidental.
“En
el principio…” Cuando Juan llegaba a la edad provecta, un cambio de gobierno
que se produjo en Roma trajo consigo la amnistía, y el apóstol volvió a su
amada Éfeso. El largo destierro no había amenguado su sentido de humor. Una vez
estaba muy entretenido jugando con una perdiz domesticada, y en esto pasó hacia
el bosque un cazador armado de arco y flechas, quien, al verlo, le gritó en son
de burla:
-¡Mira
el viejo, jugando como un chiquillo!
Juan
le replicó:
-Y
tú, ¿llevas siempre tenso el arco?
-Por
supuesto que no –contestó el cazador-. Si no lo dejara reposar de vez en
cuando, pronto se me echaría a perder.
-Pues
por la misma razón distiendo yo también mi espíritu –explicó el sabio Juan.
En
Éfeso, como último testigo sobreviviente de la vida y las obras de Jesús, Juan
escribió la historia de Cristo. El libro
de Juan fue lo que hoy llamaríamos un éxito de librería*. Desde un principio
los lectores reconocieron su libro como un evangelio “espiritual”. Su famosa introducción :
“En el principio era ya el Verbo”, afirma el interés del autor por el fondo
espiritual del relato, más que por los
acontecimientos en sí. El “Verbo” (logos en griego, palabra que no se encuentra
en otros escritos bíblicos, aparte de los de Juan) representa la gran fuerza
vital y creadora del universo. Y como era ya “con Dios” desde el principio,
esta fuerza, dice Juan, encarnó en Jesús. “Que amó tanto Dios al mundo, que ha
dado a su hijo unigénito; a fin de que todos los que creyeren en él, no perezcan,
sino que vivan vida eterna”.
Pero
el cuarto Evangelio tiene también un aspecto terrenal. Al hablar siempre como
íntimo de Jesús, Juan nos da, en efecto, la historia íntima de la misión de
Cristo. Omite la mayoría de las parábolas y las sentencias que recogen los
otros Evangelios. En el suyo oímos, en cambio, las largas peroratas de Cristo,
resúmenes quizá de conversaciones sostenidas junto al fuego, terminada la labor
del día. Fiel a la exactitud histórica, Juan recuerda a menudo la hora de este
o aquel suceso, y la precisión con que cita lugares (por ejemplo, la cisterna
del mercado de las ovejas, llamada Bethesda, que tenía cinco portales) ha
recibido sorprendente ratificación con los recientes descubrimientos
arqueológicos.
Al
fin, vencido por los años, Juan no pudo seguir predicando sus sermones.
Sostenido por sus amigos mientras iba ala iglesia, dirigía una sencilla
exhortación a los fieles.
-Hijos
míos, amaos los unos a los otros.
Como le preguntaran por qué repetía siempre
aquella frase, el anciano contestó:
-Porque
es el primero de los mandamientos de Dios, y con obedecer este bastará.
Cierto tenaz mito afirmaba que Juan era inmortal. Molesto con los
persistentes rumores de que se disponía a ascender al cielo, y siendo harto humilde
para aspirar al aroma de la divinidad, Juan decidió morir a la vista de todos.
Cuando creyó llegada su hora, se hizo excavar una tumba cerca del altar de su
iglesia. Descendiendo a ella, alzó las manos y murmuró:
-Gracias,
Señor, por haberme invitado a tu banquete. Ya voy.
Al
menos así reza el relato que la tradición nos ha legado, y las últimas palabras
de Juan son digno mutis para aquel que, en su juventud, se había sentado al
lado de Jesucristo.
* En
los tiempos modernos, los eruditos han dicho que algunos de los conceptos
filosóficos del cuarto Evangelio y gran parte de sus giros demuestran que el
libro no pudo ser obra de Juan. Sin embargo, al descubrirse en 1947-1956 los
pergaminos judíos de Qumran, en el mar Muerto, se ha visto que el pensamiento y
la terminología del cuarto Evangelio dominaban en la época y el medio de Juan,
y con ello se ha reforzado la tesis de que este Apóstol es el autor de la obra.
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