domingo, 17 de marzo de 2013

SAN JUAN, HIJO DEL TRUENO / Ernest HAUSER


Fue el último sobreviviente entre los testigos de la vida y obra de Jesucristo, y su mensaje espiritual encierra un significado muy especial para nuestro tiempo.
   LA HISTORIA, según la conocemos, comenzó en la ribera norte del mar de Galilea. En el agua relumbrante, a pocos metros de la orilla, se mecía una lancha. En ella un pescador, Zebedeo, y sus dos hijos remendaban sus redes. De pronto, los llamó desde la playa un forastero. Y Santiago y Juan, los hijos de Zebedeo, dejaron caer las redes y las agujas y saltaron a tierra para unirse al nazareno.
   Tiempo adelante, mientras Jesucristo predicaba e iba por allí curando enfermos, el número, el número de sus discípulos llegó a doce, pero Juan gozó entre ellos de especial primacía, así en los días de gloria como en los de amargura. Probablemente era el más joven del grupo cuando se unió a él, y pronto se convirtió en “el discípulo amado de Jesús”. Solamente a Juan reveló Jesucristo, por secreta señal, el nombre del que iba a traicionarlo. Y fue a Juan, que permanecía al  pie de la cruz, a quien encomendó Jesús que cuidara  de su madre, diciendo a esta: “Mujer, ahí tienes a tu hijo”, y a Juan : “Ahí tienes a tu madre”.
  San Juan es una de las figuras más atractivas del Nuevo Testamento, y cautiva por igual la atención de católicos y protestantes, más aún, de todos los hombres que abrevan en las fuentes de la cultura occidental. Su mensaje espiritual, dirigido a los hombres de su propia y calamitosa época, parece tener especial significado para estos tiempos nuestros de zozobra. Desde la segunda guerra mundial Juan ha dado tema quizá a más libros eruditos que cualquier otro personaje del Nuevo Testamento, y en toda la Cristiandad es cada vez mayor el número de predicadores que buscan inspiración en las páginas de San Juan.
    Hijo del trueno. Pero ¿qué sabemos de lo que Juan fue en verdad como hombre? Felizmente, en los puntos que las Escrituras callan nos hablan la tradición, los primitivos autores cristianos y una rica copia de leyendas antiguas. Tanto él como su hermano eran impulsivos, amantes de la discusión, propensos a perder los estribos. Jesús los apodó “Hijos del trueno”. Cuando Juan se encontró con un hombre que “andaba lanzando los demonios” en nombre de Jesucristo, se lo prohibió coléricamente, y Jesús tuvo que advertirle: “No hay para qué prohibírselo”.
   Al  relatar el ministerio de Jesús, Juan subraya sus aspectos militantes. Jesucristo, dice Juan, emite juicios provocativos, choca con sus enemigos, levanta la voz. Mientras Mateo, Marcos y Lucas mencionan la expulsión de los cambistas y mercaderes del Templo casi al final de la vida de Jesús, Juan sitúa el dramático incidente muy cerca del principio. Al recordar el hecho, no sin satisfacción, llega a precisar un detalle que no se consigna en los otros Evangelios : que Jesús procedió así, “habiendo formado de cuerdas como un azote”.
   Su celo lo llevó una vez, literalmente, a adelantarse a todos. Cuando, al romper el alba del tercer día después del entierro de Jesús, María Magdalena llegó sin resuello a despertar a Juan y a Pedro con la noticia de que la tumba del Señor estaba vacía, los dos hombres corrieron al sepulcro. Pero Juan “corrió más aprisa que Pedro”, según dice el mismo Juan con orgullo. Fue el primero en asomarse a la tumba vacía… y el primero en creer.
   Pilar de la Iglesia. Las actividades de Juan no cesaron en Pentecostés. En cierto sentido, de allí arrancaron. En los Hechos de los Apóstoles vemos que Juan está tenazmente dedicado a propagar la nueva fe. En el primer concilio cristiano, celebrado en Jerusalén, el apóstol Pablo dice de él que era uno de los “pilares” de la incipiente Iglesia. Pero las sombras de la guerra oscurecían el horizonte : tras un alzamiento judío contra el gobierno de Roma, las legiones romanas hollaron el país durante cuatro amargos años, matando, saqueando e incendiando. En el tumulto perdemos el rastro de Juan, y después lo encontramos en la costa del Asia Menor, en la ciudad de Éfeso, hervidero de gente de todas las procedencias.
   Juan ya no es joven y está solo. Los apóstoles, sus compañeros, se habían dispersado desde mucho tiempo atrás. Su hermano, Santiago, decapitado el año 44 de nuestra era, fue el primero de los doce mártires, y a Pedro lo habían sacrificado durante le imperio de Nerón, crucificándolo, dice la leyenda, cabeza abajo.
   Por ser uno de los últimos testigos del ministerio de Jesús, Juan gozaba del afecto y la admiración de los cristianos de Éfeso. Predicaba en las plazas y en los templos de esta ciudad. Era aún el hijo del trueno. La edad no había suavizado su carácter, y su palabra era explosiva. En su sentir el mundo estaba desgarrado por una lucha inexorable entre el bien y el mal. Cada ser humano nacido en ese campo de batalla ha de tomar partido, y su elección lo conducirá hacia la luz o hacia las tinieblas, al cristianismo o al paganismo.
   Un relato de este período nos dice que Juan, habiendo encomendado a los cuidados de un obispo provincial a un prometedor joven cristiano, regresó al cabo de cierto tiempo para preguntar cómo se portaba el joven. Al oír Juan que se había convertido en jefe de una pandilla de ladrones, pidió un caballo con el cual se echó por los montes en busca de los malhechores. Tan pronto como el jefe de los bandidos lo reconoció, emprendió veloz huida. Juan, desarmado, espoleó a su caballo y comenzó a perseguirlo sin tregua. Acorralado el fugitivo, Juan le enderezó tal reprimenda que el hombre, arrepentido, se volvió con Juan, y después de algunos años de prueba se hizo sacerdote.
   ¿Fábula? Quizá. Y sin embargo tales relatos, procedentes de los días heroicos del cristianismo y repetidos una y otra vez a lo largo de los siglos, demuestran cuán profunda huella dejó Juan en el espíritu de sus contemporáneos.
   La luz contra las tinieblas. La fama de Juan tenía forzosamente que desagradar en Roma, donde los vientos de la persecución soplaban con más o menos fuerza, según el humor de los emperadores. Cuando gobernaba el emperador Domiciano (81-96 de nuestra era) esos vientos cobraron violencia de huracán. Juan fue detenido y emarcado para la isla de Patmos. Allí volcó la energía que bramaba en el interior de su ser en el Apocalipsis o Libro de la Revelación.
   Aunque las interpretaciones de los eruditos varían, en su mayor parte coinciden hoy en considerar que el tema fundamental de Juan –la guerra entre las fuerzas de la luz y las tinieblas, y la victoria de la primera- tenía por fin confortar a los cristianos en los crueles días de las persecuciones. El libro entero es, por tanto, un toque de trompetas que anuncia tiempos mejores”… ni habrá ya muerte, ni llanto, ni alarido, ni habrá más dolor”.
   Como obra literaria, el Apocalipsis se puede catalogar entre las grandes creaciones de todas las épocas. El esplendor de sus imágenes, su universalidad, lo ágil de su narración, imprimen al libro el sello del genio. Algunas de sus alegorías: los cuatro jinetes apocalípticos, el libro de los siete sellos, el pozo sin fondo, el campo de batalla de Armagedón, son ya inmortales en la literatura occidental.
   “En el principio…” Cuando Juan llegaba a la edad provecta, un cambio de gobierno que se produjo en Roma trajo consigo la amnistía, y el apóstol volvió a su amada Éfeso. El largo destierro no había amenguado su sentido de humor. Una vez estaba muy entretenido jugando con una perdiz domesticada, y en esto pasó hacia el bosque un cazador armado de arco y flechas, quien, al verlo, le gritó en son de burla:
   -¡Mira el viejo, jugando como un chiquillo!
   Juan le replicó:
   -Y tú, ¿llevas siempre tenso el arco?
   -Por supuesto que no –contestó el cazador-. Si no lo dejara reposar de vez en cuando, pronto se me echaría a perder.
   -Pues por la misma razón distiendo yo también mi espíritu –explicó el sabio Juan.
   En Éfeso, como último testigo sobreviviente de la vida y las obras de Jesús, Juan escribió la  historia de Cristo. El libro de Juan fue lo que hoy llamaríamos un éxito de librería*. Desde un principio los lectores reconocieron su libro como un evangelio “espiritual”. Su famosa introducción : “En el principio era ya el Verbo”, afirma el interés del autor por el fondo espiritual  del relato, más que por los acontecimientos en sí. El “Verbo” (logos en griego, palabra que no se encuentra en otros escritos bíblicos, aparte de los de Juan) representa la gran fuerza vital y creadora del universo. Y como era ya “con Dios” desde el principio, esta fuerza, dice Juan, encarnó en Jesús. “Que amó tanto Dios al mundo, que ha dado a su hijo unigénito; a fin de que todos los que creyeren en él, no perezcan, sino que vivan vida eterna”.
   Pero el cuarto Evangelio tiene también un aspecto terrenal. Al hablar siempre como íntimo de Jesús, Juan nos da, en efecto, la historia íntima de la misión de Cristo. Omite la mayoría de las parábolas y las sentencias que recogen los otros Evangelios. En el suyo oímos, en cambio, las largas peroratas de Cristo, resúmenes quizá de conversaciones sostenidas junto al fuego, terminada la labor del día. Fiel a la exactitud histórica, Juan recuerda a menudo la hora de este o aquel suceso, y la precisión con que cita lugares (por ejemplo, la cisterna del mercado de las ovejas, llamada Bethesda, que tenía cinco portales) ha recibido sorprendente ratificación con los recientes descubrimientos arqueológicos.
   Al fin, vencido por los años, Juan no pudo seguir predicando sus sermones. Sostenido por sus amigos mientras iba ala iglesia, dirigía una sencilla exhortación a los fieles.
   -Hijos míos, amaos los unos a los otros.
Como le preguntaran por qué repetía siempre aquella frase, el anciano contestó:
   -Porque es el primero de los mandamientos de Dios, y con obedecer este bastará.
   Cierto tenaz mito afirmaba que Juan era inmortal. Molesto con los persistentes rumores de que se disponía a ascender al cielo, y siendo harto humilde para aspirar al aroma de la divinidad, Juan decidió morir a la vista de todos. Cuando creyó llegada su hora, se hizo excavar una tumba cerca del altar de su iglesia. Descendiendo a ella, alzó las manos y murmuró:
   -Gracias, Señor, por haberme invitado a tu banquete. Ya voy.
   Al menos así reza el relato que la tradición nos ha legado, y las últimas palabras de Juan son digno mutis para aquel que, en su juventud, se había sentado al lado de Jesucristo.
 * En los tiempos modernos, los eruditos han dicho que algunos de los conceptos filosóficos del cuarto Evangelio y gran parte de sus giros demuestran que el libro no pudo ser obra de Juan. Sin embargo, al descubrirse en 1947-1956 los pergaminos judíos de Qumran, en el mar Muerto, se ha visto que el pensamiento y la terminología del cuarto Evangelio dominaban en la época y el medio de Juan, y con ello se ha reforzado la tesis de que este Apóstol es el autor de la obra.  

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