domingo, 17 de marzo de 2013

MARÍA, MADRE DE JESUCRISTO / Ernest HAUSER


Una doncella de extracción humilde, milagrosamente favorecida por el Señor, se ha convertido en el símbolo de las alegrías y padecimientos de la maternidad para todos los pueblos del mundo.
   ES LA única mujer de importancia en todo el Nuevo Testamento y destaca del texto como figura radiante dotada de todas las virtudes espirituales de su sexo. Sin embargo, no sabemos ni siquiera cuál era su apariencia. Casi todo lo que sabemos de su vida nos lo enseña San Lucas, quien no da ninguna descripción de sus facciones. Persiste, eso sí, la creencia tradicional de que María, madre de Jesucristo, poseía la pura y simple belleza de las jóvenes aldeanas de Galilea. Y esa tradición se ha mantenido viva en la obra de artistas tan grandes como Rafael y Leonardo de Vinci. Bien podemos reconocer sus bellísimas “Madonas” como parte de nuestra herencia cultural, lo que compensa una identidad para siempre perdida.
   Parece que su nombre de pila era tan popular entre las familias hebreas del siglo primero antes de Cristo, como lo es hoy en el mundo occidental. Por lo menos cinco Marías aparecen en el Nuevo Testamento (entre ellas “María, llamada Magdalena, de la cual salieron siete demonios”) ¿Qué dicen las fuentes sobre la más famosa de ellas, la madre del Señor?
   La doncella de Galilea. Vivía en el pueblo de Nazaret, en Galilea, donde la encontramos por primera vez. Hay indicios de que pertenecía a una familia modesta: su sacrificio en el templo, “un par de tórtolas o dos palominos” en lugar de una oveja, era la ofrenda de los pobres en Israel. Sabemos que hablaba el idioma arameo, lengua madre de Cristo, una forma del cual existe aún en nuestros días en dos o tres aldeas del Líbano y Siria. Vestía ropa larga y floja que todavía usan los beduinos, calzaba sandalias, se protegía la cabeza contra el sol calcinante con una pañoleta o velo de tejido fino.
   Es de suponer que María no había cumplido aún los 20 años cuando las dos familias arreglaron su compromiso matrimonial, y sin duda José era un hombre vigoroso. Descendía del rey David y ejercía el oficio de carpintero.
   Pero antes del acto formal de su matrimonio con José ocurre la célebre escena de la Anunciación, que da cuenta el Evangelio de San Lucas. El ángel San Gabriel, enviado por Dios para que la visitara, entra en la casa de María, diciéndole: “Bendita tú entre las mujeres”. Esta inesperada visita sobresalta a María. ¿Qué visitante es este y qué es esa salutación?
   “No temas”, dice la voz del ángel tranquilizándola, y en seguida informa a la asustada virgen que pronto concebirá un hijo “que será grande y será llamado Hijo del Altísimo”. María vacila: ¿Cómo puede ser esto? El alado mensajero insiste en que nada es imposible para el poder de Dios, y María, súbitamente tranquila, pone fin a la entrevista: “Hágase en mí según tu palabra”.
   Leemos que José, angustiado al descubrir que María va a ser madre antes de ser su esposa, quiere “repudiarla”, sin hacer escándalo. Pero un ángel le informa acerca del milagro y entonces accede al matrimonio formal y, lleno de alegría la lleva a su casa. Muchos protestantes creen que los “hermanos” y “hermanas” de Jesús que se mencionan en el Evangelio son los hijos menores de José y María; mientras que los católicos, sosteniendo que María fue virgen toda su vida, consideran que se trata de parientes cercanos, así llamados por la vaguedad de los términos semíticos para designar a los miembros de la familia.
   Viaje a Belén. La Biblia es un poco más explícita cuando habla de la sensibilidad de María. Durante la visita a su prima Isabel en los cerros de Judea, rompe a cantar súbitamente y su improvisación, el Magnificat, revela sentimientos de extraordinaria profundidad. Este corto y exultante poema es una de las joyas literarias del Nuevo Testamento. “Glorifica mi alma al Señor” canta María en medio de su felicidad. “Hizo en mi favor grandes cosas el Poderoso”. con la humildad que la acompañará siempre hasta el final, se maravilla porque “el Señor puso sus ojos en la bajeza de su esclava”.
   Un incidente administrativo, el censo ordenado por el emperador Augusto, lleva a José y María a Belén, la “ciudad de David”, donde José tenía la intención de establecerse. El mesón está lleno, quizá ocupado por otros ciudadanos que también ha ido a empadronarse, y la fatigada pareja se aloja en los establos (el sitio preciso lo muestran aún hoy en Belén). María da a luz y recuesta a la criatura recién nacida en un pesebre. Luego, cuando los pastores de los campos y los Magos de Oriente solemnemente doblan la rodilla ante el Niño, comprende otra vez que su concepción no es cuestión de familia. Su hijo es un futuro Rey.
   Tal es la historia de Natividad, expuesta en cuadros brillantes en los Evangelios de San Mateo y San Lucas. La época es la que media entre los 8 y 5 de la era pre-cristiana, según el cómputo moderno, pues nuestro calendario oficial se basó en un error. Herodes, marrullero gobernador de Palestina nombrado por los romanos, siente desasosiego al enterarse de que ha aparecido un “nuevo rey de los judíos”. Abriga intenciones asesinas, pero José, prevenido por un ángel, se lleva a la madre y al niño por el duro camino de Sinaí a Egipto, y sólo regresa después de la muerte de Herodes, el año 4 a. de J. C. Los historiadores de la época confirman que Arquelao, hijo de Herodes, había heredado la misma crueldad de su padre, de modo que parece natural que José a su regreso, evitara el reino de Judea, gobernado por aquel, abandonara su plan de establecerse en Belén, y fuera a vivir a Galilea, que en la reciente división del reino había quedado bajo el poder de otro hijo de Herodes, menos cruel.
   Sinfonía de la infancia. Así creció el niño en Nazaret, patria chica de María. Ella conoce a todos los habitantes de la aldea. Vecinos, amigos y parientes entran y salen de la casita de piedra; María conversa con una prima o una tía mientras maneja la rueca. Al atardecer, regresan los pastores de los campos, se oye música y se siente el aroma de las viandas que se aderezan para la cena; y mientras las mujeres acuestan a los niños, los hombres se reúnen a charlar en grupos pequeños al calor de la fogatas.
   La leyenda aporta algunos toques humanos. Un predicador del siglo V, Cirilo de Alejandría, declara (quizá citando alguna vieja tradición) que María “llevaba de la mano al niño Jesús por los senderos, diciéndole: Hijo mío, camina un poquito… y él se prendía de ella con sus manitas, deteniéndose de vez en cuando y sin soltar sus faldas… hasta que ella lo alzaba en brazos y lo llevaba”. Un Evangelio apócrifo dice que en cierta ocasión, cuando tenía el niño seis años, María lo mandó por agua al pozo de la aldea. Jesús dejó caer el cántaro, que se hizo añicos, pero a pesar de eso trajo el agua en su delantal. Y María “cuando vio esto, se sorprendió y lo abrazó y lo besó”.
   José preside el hogar, y todo indica que no fue otra cosa que un verdadero padre para el niño. Lo más probable es que la carpintería estuviese adjunta a la casa. El martillar rítmico, el ruido del serrucho y las voces de los parroquianos componen la sinfonía de la niñez de Jesús.
   Todo se desarrollaba en forma tan normal que María quizá estuvo a punto de olvidar los primeros milagros, la Anunciación y los pastores. Vivo recordatorio fue el incidente ocurrido en Jerusalén, cuando Jesús, que tenía 12 años, se les perdió a sus padres durante la celebración de la Pascua. Lo encontraron, después de tres días de angustiosa busca, sentado en el Templo, discutiendo cuestiones de religión con los doctores, que estaban sorprendidos por su sabiduría. María interrumpe esa tranquila escena, y, dominada por la emoción y fatiga, hace lo que habría hecho en su lugar cualquier otra madre: se muestra enojada. “Hijo, ¿por qué lo hiciste así con nosotros? Mira que tu padre y yo, angustiados, te andábamos buscando”. El joven Jesús les dice gravemente que no debieron haberlo buscado: “¿No sabíais que había yo de estar en casa de mi Padre?”
   Los lazos se sueltan. Este es el primero de tres rechazos encaminados a fortalecer a María para el terrible reconocimiento de que Jesús, aunque es su hijo, no le “pertenece”. Por el momento, regresa con ella al hogar, y ella no entiende el significado de este incidente.
   La siguiente prevención ocurre cuando Jesús tiene 30 años de edad. En Cana, población no lejana de Nazaret, él y su madre se encuentran como invitados a una boda. Durante la fiesta, María se vuelve a él y le dice: “No tienen vino”, como indicando que ella conoce sus poderes mesiánicos y que se necesita en ese momento hacer un milagro. La respuesta, “¿Qué tenemos que ver tú y yo, mujer? Todavía no ha llegado mi hora”, escandaliza a muchos lectores de la Biblia. Pero esta palabra brusca, “mujer”, vuelve a ocurrir en el más tierno sentido cuando Jesús le habla desde la cruz; y su “rechazo” sirve únicamente para advertirle que, en adelante, se han soltado todos sus lazos terrenales. Con todo, aunque es evidente que no quiere apresurar su “hora”, Jesús reflexiona y pronto hace lo que la María le pide, y convierte el agua en vino.
   La próxima vez que encontramos a María, ella y los hermanos de Jesús (su esposo José sin duda ha muerto para entonces) han venido de Nazaret al mar de Galilea para ver a Jesús, a quien encuentran predicando un sermón. Cuando se le advierte que su madre y sus hermanos esperan al borde de la multitud y quieren hablar con él, sus destinos están claramente separados. Jesús no deja ninguna duda de que está ocupado en las cosas de su Padre y que hay poco tiempo para realizar todo lo que tiene que hacer. Señalando a sus discípulos, los llama su nueva familia: “Mi madre y mis hermanos son los que oyen la palabra de Dios y la ponen por obra”. Fácil es imaginar cuán tristes y confusos regresarían a Nazaret esos pocos parientes encabezados por María.
   Jesús no ha querido herirlos. Simplemente está poniendo en práctica lo mismo que predica. “El que ame a su padre o a su madre más que a mí, no es digno de mí”. Posteriormente, cuando recuerda a los escribas el mandato de Dios, “honra a tu padre y a tu madre”, no deja ninguna duda de que, en el más profundo sentido de la ley eterna, él la está obedeciendo. La ausencia de María de esta escena no supone ningún “rompimiento” entre la madre y el hijo.
   María se mantiene en adelante en el fondo, atendiendo al hogar en Nazaret, aunque Jesús nunca se aparta de su mente. Mientras él anda por Galilea predicando y curando a los enfermos y su fama se extiende  “por toda Siria”, María lo sigue con la imaginación de una madre preocupada. Sabe que muchas veces su hijo no tiene dónde recostar la cabeza, ni qué llevarse a la boca. Quizá de vez en cuando ella arrostra lops peligros del camino para ir a verlo hablando a las multitudes congregadas a la vera de los senderos; quizá se cuente entre las mujeres que, como dice San Lucas, suelen ir a confortar al pequeño grupo de 13 hombres cansados. Gradualmente, a medida que jesús se convierte en figura “discutida”, su orgullo por los “éxitos” del hijo se templa con las premoniciones que tiene sobre su trágico destino. Empieza a comprender que el reino de su hijo no es de este mundo.
   Bendita entre las mujeres. Así, de las Escrituras a menudo vagas, sale una figura viva, pensante, actuante. Aun cuando maría se crió en una sociedad en que se esperaba (y aún se espera con frecuencia) que las mujeres permanecieran completamente en la oscuridad, no hay nada automático en su sumisión. Bien pudo haber dicho “No” al ángel de la Anunciación, y así se habría librado de la copa rebosante de dolor. “Se turba”, “discurre”, vacila… pero acepta. A lo largo de todo el drama del ministerio y pasión de Jesucristo, María conserva su independencia. sin duda tuvo largos días de lucha interior, largas noches de dudas uy tormento. Lo que la hace doblegarse a una voluntad superior es su conocimiento de la confianza que ha sido depositada en ella. Medita y en el fondo de su corazón comprende que realmente es bendita entre las mujeres.
   Cuando está al pie de la cruz, figura de noble dignidad, la madre y el hijo vuelven a reunirse. La mirada febril de jesús se posa en maría, que se apoya en Juan, el único de los doce que desafió a la multitud hostil, y le dice: “Mujer, he ahí a tu hijo”; y a Juan: “He ahí a tu madre”. En el último aliento de su vida terrenal, el hijo concebido en el seno de maría da voz a su amor filial y cumple con su deber filial. La vejez de María será segura porque “el discípulo a quien Jesús amó” la llevaría a su propia casa.
   Han terminado sus sufrimientos; su tarea está realizada. Volvemos a verla en la habitación de una casa de Jerusalén, adonde ha ido con los discípulos de Jesús. Huérfanos todos ahora, se unen en ferviente plegaria. El Señor ha resucitado y el milagro final ha cerrado el ciclo que se abrió con la trompeta de la Anunciación: “Darás a luz un hijo”.
   Así, en su presencia y con su participación, nace la Iglesia Cristiana. En Éfeso (en la moderna Turquía), donde el apóstol Juan, según la leyenda, predicó en su ancianidad, los guías turísticos lo llevan a uno a una casita situada en la falda del cerro, donde se dice que murió María. Otros dicen que permaneció en Jerusalén hasta su muerte. con el correr del tiempo muchos cristianos empezaron a creer que después de su muerte fue llevada en cuerpo y alma a la gloria celestial, tradición que llevó al papa Pío XII a promulgar en 1950 la doctrina de la Asunción de María, que desde ese momentos pasó a ser artículo de fe en la Iglesia Católica.
   Desde los primeros siglos de nuestra era, al solitaria y patética figura de la madre de Jesucristo ha encendido la imaginación de los creyentes. Las estatuas de María empezaron a adornar las encrucijadas de todo el mundo. Millares de peregrinos devotos acudieron a sus santuarios. Su imagen pintada se llevaba en las procesiones. Se le cantaron himnos. Se nombraron ciudades en su honor. Algunas de las catedrales más grandes del mundo, entre ellas Nuestra Señora de París, se erigieron en su honor y con su nombre. Y así, en nuestra época, María, noble símbolo de la maternidad eterna, pertenece a toda la civilización.

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