Vivimos una
época, dice el escritor francés Georges Hourdin, en la que muchos espíritus
selectos aseguran que “el humanismo ha muerto; es decir, en su opinión, el
hombre no es más que una entidad espiritual independiente simplemente hijo del
ambiente que le rodea. Habría así tantos “hombres” como climas, países,
condiciones materiales de vida, días y años.
Hourdin se levanta contra aquella tesis y
afirma, con gran elocuencia, (El hombre
está siempre en el hombre), que las influencias superficiales que el medio,
en el sentido más amplio e histórico de la palabra, ejerce sobre el espíritu
humano, no modifica ciertas constantes de su naturaleza íntima. Frente a los
grandes misterios que se plantea el hombre
--la vida y la muerte, el sentido del tiempo y la distancia, el concepto
de lo finito y lo infinito, el amor, el conocimiento, el castigo y la
recompensa, el bien y el mal –las respuestas, o quizás diríamos mejor las
no-respuestas, han sido y continúan siendo las mismas.
Hay una ciencia del hombre individual que
nació hace seis mil años cuando Dios se reveló a Abraham. Desde entonces, dice
Hourdin, la civilización judeo-cristiana, que es la que caracteriza al mundo
occidental desde los Urales hasta las costas del Pacífico, incluyendo a Europa
y el Atlántico, intenta explicar al hombre “qué es lo que es”. Y para ello ha
usado los mismos términos en cualquier parte del mundo, tiempo y situación.
Pablo VI ante las Naciones Unidas habla el mismo lenguaje que Pablo, el
fundador del catolicismo, y Moisés, el profeta bíblico. El hombre individual,
sus cuitas y sus anhelos, sus recuerdos y sus esperanzas, superan en
complejidad y misterio al más perfecto de los computadores.
Se ha dicho que para imitar esta fabulosa máquina que es un cerebro humano se necesitaría un computador del tamaño del Empire State Building de Nueva York. Pero hay en el mundo, tres mil millones de aquellos fabulosos computadores, todos trabajando al unísono e independientemente, tratando de resolver la más difícil incógnita de los tiempos: la naturaleza permanente e inmutable del espíritu humano.
Se ha dicho que para imitar esta fabulosa máquina que es un cerebro humano se necesitaría un computador del tamaño del Empire State Building de Nueva York. Pero hay en el mundo, tres mil millones de aquellos fabulosos computadores, todos trabajando al unísono e independientemente, tratando de resolver la más difícil incógnita de los tiempos: la naturaleza permanente e inmutable del espíritu humano.
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