martes, 15 de septiembre de 2015

EVOCACIÓN DEL BILL ANSCHELL TRIO LOS SACERDOTES DEL JAZZ / Luis Eduardo GARCÍA


Los músicos excepcionales que llegan a Trujillo son como esas caravanas de gitanos que visitan de vez en cuando a los pueblos remotos, es decir, llegan por sorpresa, haciendo bullicio y perturbando el alma de los pacíficos, los melómanos, los novicios y los más esforzados admiradores de Orfeo.

  A semejanza de los émulos de Melquiades, vienen para leerlos la suerte, para encantar a los espíritus ingenuos o para atravesarnos el corazón con una pieza clásica, un rock combativo, un blues profundo o una pieza de jazz extraída de las partituras mágicas de George Gershwin, Duke Ellington, Thelonius Monk y otros héroes del jazz.

   El 3 de setiembre (1996), una nueva banda de gitanos arribó a nuestra ciudad. Llegó como debía: con estruendo, con fama y con swing. Y, por supuesto, con las ganas manifiestas de borrar las letanías de cultos y aburridos. El nombre de la banda: Bill Anschell Trio. Sus integrantes: Ramon Posser (bajista), Dan Hull (baterista) y Bill Anschell (director, pianista, arreglista).

   Esa noche, a las 8 y 30 exactamente, el trío se posesionó del Teatro Municipal y la psiquis de los espectadores. No de todos, por supuesto. La mayoría estuvo frío y ausente. El resto aplaudió a rabiar, meció el cuerpo al compás de la música y vació completamente sus demonios. El disfrute del jazz es, sin duda, un proceso de adquisición, un aprendizaje de la sensibilidad, o si se quiere un asunto de la sangre. Hay que sentirlo más que comprenderlo.

   Desde el momento en que el trío hizo su aparición, el público tomó conciencia  del feeling que traía consigo. Primero fue el bajista Ramon Pooser con sus manazas y su metro noventa. En realidad Pooser parecía más un basquebolista que un músico. Sus dedos descomunales pulsaban las cuerdas  del bajo con rapidez, con seguridad, con destreza, mientras sus brazos rodeaban al instrumento como si se tratara de una dama. Bastaron  tres o cuatro raptus de improvisación para saber el calibre de su arte.
El cartel de este bajista dice que alguna vez acompañó a Steve Wonder, el rey del pop, y que está incluido en el libro Who is who (Quién es quién), publicación especializada en la que figuran  los mejores talentos musicales de Norteamérica. Si sólo lo hubiéramos leído, la cosa no tendría más que un significado referencial. Pero lo vimos en acción. Lo vimos meter su dedasos en las cuerdas y menearse como un muñeco de color, frágil, ganado por el frenesí del jazz.

   Sin embargo el músico que concitó el mayor interés de los espectadores fue el baterista Dan Hull. Ya sea por la espectacularidad de su ejecución, por la técnica empleada o por la empatía natural que mostró desde un principio. Hubo un momento en que el golpe de sus baquetas tenía un sonido distinto, como si Hull estuviera apartado del mundo y sus acompañantes. La forma en que marcaba los compases y los tiempos era por demás genial. Mucha gente se quedó con su imagen.

   El caso de Bill Anschell  es algo especial. Su apariencia era, probablemente, la más formal y menos sospechosa de genialidad. Y vaya a saber uno lo que ocurrió después. Anschell estableció los ritmos cruzados como los grandes, marcaba la armonía, pauteaba la sincronización o devolvía a los improvisadores a la ruta inicial. Un pianista fuera de serie. Un amigo que estaba a mi costado me dijo en el entretiempo: “Que Dios nos guarde de su música”. Se refería, desde luego, a él el peladito de las manos mágicas.

  El Trío ejecutó alrededor de 14 piezas, muchas de ellas composiciones del mismo Anschell. Las demás eran de Dizzy Gillespie, Thelonius Monk, Charlie Parker (los ídolos del bebop) , Duke Ellington, George Gershwin, Benny Golson y otros compositores menos conocidos. Hubo, no obstante la calidad de los maestros invocados, un tema que a mí particularmente me impactó: Sacerdote del jazz, que si mal no recuerdo pertenece a un amigo de Anschell. Se trata de una pieza lenta, de gran vibración. La más conmovedora de todas las interpretadas, a mi modo de ver.

   Esa noche otra imagen asaltó también a los espectadores. El profesionalismo de los músicos. Más de uno comentó, por ejemplo, el hecho de que Dan Hull tocara mirando las partituras (cosa inusual en nuestro medio). Y no sólo eso. Ramon Pooser y Bill Anschell también lo hacían. Los tres son músicos de formación académica, rigurosos, técnicamente impecables. De ahí que aborden con tan buena fortuna la improvisación. Las partituras les sirven pues como punto de partida. El resto es obra de su creatividad.

   Tras el paso fulgurante de estos músicos excepcionales, me pregunto ¿cuánto tiempo más tendremos que esperar hasta que aparezcan otros de la misma calidad? Un mes, dos meses, un año ¿una década tal vez? El jazz, desafortunadamente tiene muy escasos cultores y seguidores en nuestro medio, así que las esperanzas no son muchas. Poe el momento, quedémonos con el recuerdo de Bill Anschell Trio y con la imagen de un grupo de fanáticos golpeando el piso del Teatro Municipal (el de platea y el de mezzanine) al compás de un bajo, una batería y un piano. Jazz corazón. No faltaba más.

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