Los músicos
excepcionales que llegan a Trujillo son como esas caravanas de gitanos que
visitan de vez en cuando a los pueblos remotos, es decir, llegan por sorpresa,
haciendo bullicio y perturbando el alma de los pacíficos, los melómanos, los
novicios y los más esforzados admiradores de Orfeo.
A semejanza de los émulos de Melquiades,
vienen para leerlos la suerte, para encantar a los espíritus ingenuos o para
atravesarnos el corazón con una pieza clásica, un rock combativo, un blues
profundo o una pieza de jazz extraída de las partituras mágicas de George
Gershwin, Duke Ellington, Thelonius Monk y otros héroes del jazz.
El 3 de setiembre (1996), una nueva banda de
gitanos arribó a nuestra ciudad. Llegó como debía: con estruendo, con fama y
con swing. Y, por supuesto, con las
ganas manifiestas de borrar las letanías de cultos y aburridos. El nombre de la
banda: Bill Anschell Trio. Sus integrantes: Ramon Posser (bajista),
Dan Hull (baterista) y Bill Anschell (director, pianista, arreglista).
Esa noche, a las 8 y 30 exactamente, el trío
se posesionó del Teatro Municipal y la psiquis de los espectadores. No de
todos, por supuesto. La mayoría estuvo frío y ausente. El resto aplaudió a
rabiar, meció el cuerpo al compás de la música y vació completamente sus
demonios. El disfrute del jazz es, sin duda, un proceso de adquisición, un
aprendizaje de la sensibilidad, o si se quiere un asunto de la sangre. Hay que
sentirlo más que comprenderlo.
Desde el
momento en que el trío hizo su aparición, el público tomó conciencia del feeling
que traía consigo. Primero fue el bajista Ramon Pooser con sus manazas y su
metro noventa. En realidad Pooser parecía más un basquebolista que un músico. Sus
dedos descomunales pulsaban las cuerdas
del bajo con rapidez, con seguridad, con destreza, mientras sus brazos
rodeaban al instrumento como si se tratara de una dama. Bastaron tres o cuatro raptus de improvisación para
saber el calibre de su arte.
El cartel de este bajista dice que alguna vez
acompañó a Steve Wonder, el rey del pop, y que está incluido en el libro Who is who (Quién es quién), publicación
especializada en la que figuran los
mejores talentos musicales de Norteamérica. Si sólo lo hubiéramos leído, la
cosa no tendría más que un significado referencial. Pero lo vimos en acción. Lo
vimos meter su dedasos en las cuerdas y menearse como un muñeco de color,
frágil, ganado por el frenesí del jazz.
Sin embargo el músico que concitó el mayor interés
de los espectadores fue el baterista Dan Hull. Ya sea por la espectacularidad
de su ejecución, por la técnica empleada o por la empatía natural que mostró
desde un principio. Hubo un momento en que el golpe de sus baquetas tenía un
sonido distinto, como si Hull estuviera apartado del mundo y sus acompañantes.
La forma en que marcaba los compases y los tiempos era por demás genial. Mucha
gente se quedó con su imagen.
El caso de Bill Anschell es algo especial. Su apariencia era,
probablemente, la más formal y menos sospechosa de genialidad. Y vaya a saber
uno lo que ocurrió después. Anschell estableció los ritmos cruzados como los
grandes, marcaba la armonía, pauteaba la sincronización o devolvía a los
improvisadores a la ruta inicial. Un pianista fuera de serie. Un amigo que
estaba a mi costado me dijo en el entretiempo: “Que Dios nos guarde de su
música”. Se refería, desde luego, a él el peladito de las manos mágicas.
El Trío ejecutó alrededor de 14 piezas,
muchas de ellas composiciones del mismo Anschell. Las demás eran de Dizzy
Gillespie, Thelonius Monk, Charlie Parker (los ídolos del bebop) , Duke
Ellington, George Gershwin, Benny Golson y otros compositores menos conocidos.
Hubo, no obstante la calidad de los maestros invocados, un tema que a mí
particularmente me impactó: Sacerdote del
jazz, que si mal no recuerdo pertenece a un amigo de Anschell. Se trata de
una pieza lenta, de gran vibración. La más conmovedora de todas las
interpretadas, a mi modo de ver.
Esa noche otra imagen asaltó también a los
espectadores. El profesionalismo de los músicos. Más de uno comentó, por
ejemplo, el hecho de que Dan Hull tocara mirando las partituras (cosa inusual
en nuestro medio). Y no sólo eso. Ramon Pooser y Bill Anschell también lo
hacían. Los tres son músicos de formación académica, rigurosos, técnicamente
impecables. De ahí que aborden con tan buena fortuna la improvisación. Las
partituras les sirven pues como punto de partida. El resto es obra de su
creatividad.
Tras el paso fulgurante de estos músicos
excepcionales, me pregunto ¿cuánto tiempo más tendremos que esperar hasta que
aparezcan otros de la misma calidad? Un mes, dos meses, un año ¿una década tal
vez? El jazz, desafortunadamente tiene muy escasos cultores y seguidores en
nuestro medio, así que las esperanzas no son muchas. Poe el momento, quedémonos
con el recuerdo de Bill Anschell Trio y con la imagen de un grupo de fanáticos
golpeando el piso del Teatro Municipal (el de platea y el de mezzanine) al
compás de un bajo, una batería y un piano. Jazz corazón. No faltaba más.
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